Pedro Daniel Tabuenca

Salvados para servir


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conmigo y a vivir en esa cocinita!

      En cuanto tuve su respuesta, hablé con el Pr. Bonjour, quien me dijo:

      –Bueno… Vamos a ver qué decide la Junta de Iglesia.

      Días después se reunió la Junta. Me pareció que tardaban mucho en tomar decisiones, pero al fin vino el pastor para hacerme conocer el acuerdo. Yo estaba en mi pieza en la cocinita, y el pastor me dijo:

      –Esta va a ser la cocina de ustedes. Y ese cuarto grande que hay al frente, con ventana a la calle, va a ser el dormitorio.

      ¡Qué alegría! ¡Podíamos casarnos en enero! Le escribí a Jenny, y rápidamente hicimos todos los arreglos con mis padres y los suyos. El casamiento civil sería en Rafaela, por la mañana, y la ceremonia religiosa sería en la Iglesia Adventista de Felicia, el 4 de enero de 1950 por la noche.

      Jenny tenía 19 años, y aún recuerdo cuando el juez, después que firmaron los testigos, dijo: “Ahora, la firma del padre de la menor”. Y don Juan Pidoux se adelantó de inmediato, ¡y firmó! Ya estábamos legalmente casados.

      El Pr. Adán Mayer tuvo a su cargo la ceremonia religiosa en la Iglesia Adventista de Felicia. Recuerdo la emoción que sentí al verla entrar con su precioso vestido blanco, del brazo de su padre. Yo le había dicho a Jenny el día anterior:

      –No te vayas a pintar.

      Cuando terminaron de saludarnos los amigos, en la puerta de la iglesia, Jenny me dijo muy sonriente:

      –¿Viste que no me pinté?

      Sus labios no podían estar más rojos. Así que le dije, con tono de quererla perdonar.

      –¿Que no te pintaste?

      Y entonces me explicó que en todo el viaje desde Grutly hasta Felicia se había estado mordiendo los labios para que quedaran bien rojos, ¡pero que no se pintó!

      La cena de bodas fue en la casa del tío Benjamín Pidoux, en el campo, en Grutly. La torta de bodas la hizo Edith Milagros Zanatta de Herbez, “Chichí”, la hija de doña Amelia, la bondadosa señora que me enseñó cómo hacer para llegar a la casa de Jenny, cuando fui en bicicleta por primera vez.

      Cuando terminó la cena, Noel Herbez un querido primo de Jenny, el esposo de Chichí, nos llevó en su auto a Santa Fe, al hotel Castelar, reconocido como el mejor de la ciudad.

      Allí, lo primero que hicimos fue leer 1 Corintios 13, el capítulo del amor, y después nos acostamos…

      A la mañana siguiente tomamos el ómnibus para ir a Buenos Aires y luego a La Plata. En la casa del Pr. Bonjour nos estaba esperando mi hermana Violeta. Ella cursaba el Profesorado en Ciencias Biológicas y vivía entonces en lo de Bonjour, y ellos estaban de vacaciones.

      Yo había planificado cuidadosamente dónde pasaríamos nuestra luna de miel. Sería en una cabaña, en el delta del Río Paraná. Yo había estado allí con un grupo de jóvenes acampando. La cabaña era de un miembro de la iglesia de Liniers. Hice los arreglos con él, y nos la prestó para la luna de miel.

      Así que, al día siguiente fuimos en ómnibus al puerto de Tigre, y después en una lancha que nos llevó a la isla donde estaba la cabaña. Jenny había sugerido llevar algo de comida, pero yo le dije: “No, hay un almacén en la isla de enfrente, allí podemos comprar algo para comer”.

      De todos modos ella se trajo un quesito. Después que llegamos a la cabaña, me subí al bote del dueño, y comencé a remar hacia el almacén. Jenny se quedó en la cabaña.

      Me di cuenta de que yo remaba muy rápido, ¿o sería que la corriente era muy rápida y me estaba llevando? Lo cierto es que ¡me estaba alejando de la cabaña! Me di cuenta de que si llegaba al almacén, no podría volver porque la corriente era muy fuerte y me alejaba cada vez más. Así que remé para llegar a la orilla y volví caminando a encontrarme con Jenny, pero sin nada para comer.

      Ella, revisando la cabaña encontró una bolsita con papas. Con el calentador Primus a querosén cocinó algunas, y comimos papas hervidas y queso.

      Sabíamos que cerca de la cabaña vivía una familia amiga del dueño, y decidimos visitarlos y contarles que estábamos de luna de miel. Nos atendieron muy amablemente, y nos ofrecieron unos pedazos de pan dulce. Yo tomé uno y Jenny miró bien cuál era el más grande y se sirvió.

      Agradecidos por haber comido algo muy rico, nos despedimos, y el dueño de casa muy bondadoso, nos dijo: “No, no, no se vayan. Les quiero regalar una gallina” y, sin esperar un segundo, agarró por la cabeza a una gallina, la reboleó para matarla, y me la dio. No tuvimos más remedio que aceptarla, ya estaba muerta. Le agradecimos y nos fuimos.

      Ni a Jenny ni a mí nos gustaban las gallinas, y aunque teníamos hambre… ¿Nos pondríamos a desplumarla, a sacarle las vísceras y a cocinarla? ¡No! Cuando volvimos a la cabaña, la tiramos detrás de un yuyal para que nadie la viera. Por supuesto, al día siguiente pusimos la banderita blanca en el atracadero de la cabaña para que la primera lancha parara y nos llevara.

      Cuando llegamos a lo de Bonjour, Violeta nos recibió asombrada y nos dijo: “¡Cómo! ¿Ya están de vuelta?”

      Bueno, le explicamos todo y nos entendió… Después, nos fuimos a tomar un helado y a continuación, lo primero que hicimos fue mudarnos a nuestro domicilio oficial: la Iglesia Adventista de La Plata, en la calle 46, nº 360, entre 2 y 3.

      Jenny comenzó a estudiar Enfermería en la Escuela de la Cruz Roja Argentina, y yo a estudiar “como loco” porque tenía que rendir Microbiología, y lo peor que podía pasarme era que al nunca haber sido aplazado en una materia, me aplazaran en esa, la primera que rendía después de casado. Gracias a Dios, ¡aprobé! Y con un 8 (muy bueno).

       Elecciones y cambios

      Llegaron las elecciones y con ellas muchos cambios: nuevo gobernador, nuevo ministro de Salud, nuevo director de Asistencia Pública. Este último era ahora el Dr. Zerillo, y llegó a apreciarme mucho. Durante la Recolección Anual (plan auspiciado por la Iglesia Adventista, que consistía en solicitar ayuda financiera con fines filantrópicos) yo le hacía la presentación de los proyectos y le mostraba el volante en el que aparecían lanchas misioneras en el río Amazonas y otras actividades de servicio de la iglesia. Él sabía que yo quería ser médico misionero y una vez me dijo: “Cuando te gradúes, quiero ir contigo al Amazonas”. Con su aprecio, comenzó a darme también bastante trabajo “extra”.

      El Dr. Zerillo era endocrinólogo y con frecuencia indicaba un estudio de metabolismo basal a sus pacientes. En la Asistencia Pública había un aparato para medir el metabolismo basal, y yo tenía que llevarlo a su consultorio y allí hacerles el estudio a sus pacientes. A veces me pedía que fuera de noche a otro consultorio, para escribir algunos datos en las historias clínicas. Y me encargó también la cobranza de la cuota mensual del Comité Peronista, del cual, supongo, él era tesorero. Para cumplir con ese trabajo, yo tenía que recorrer cada mes, en bicicleta, los domicilios de unos veinte miembros del “comité”. Por supuesto, seguía como empleado administrativo trabajando en la oficina del gerente de Asistencia Pública.

      Estas tareas me dejaban poco tiempo para estudiar, así que para librarme de todos esos compromisos laborales, un día pensé en pedirle al director algo imposible, una locura: que en vez de empleado administrativo, me pasara a practicante de urgencias.

      Los practicantes de urgencias hacían un día de guardia por semana, desde las 8 de un día hasta las 8 del día siguiente. Eran 24 horas corridas. Yo estaba ya en el cuarto año de Medicina y si podía conseguir ese cambio en mi actividad laboral, me pasaría a la Universidad de Buenos Aires para estar seguro de que no me daría otra tarea extra, y entonces ¡sí tendría tiempo para estudiar!

      Al fin junté coraje y decidí ir a la casa del Dr. Zerillo para hacerle este pedido. Sabía la dirección, pero nunca había estado allí. Fui caminando, pero al llegar frente a la puerta, no me animé a tocar el timbre