hoy es lunes.
—Bueno, como ya te he dicho, no he tenido mi mejor semana.
Kay se rio ante la aparente broma. Slim se limitó a sonreír al teléfono mientras esperaba que se le pasara el dolor de cabeza.
—Me pregunto si tienes un rato disponible —dijo Kay.
Slim sonrió ante el comentario.
—Probablemente pueda hacerte un hueco —dijo.
—Me ha llamado un conocido. Le conocí en mi último destino —dijo Kay—. Quiere que alguien investigue un intento de chantaje.
—Podría llamar a la policía —dijo Slim—. En realidad, no tengo experiencia en eso.
—No quiere que la policía se involucre —dijo Kay—. Sé que lo puedes hacer, Slim. Estoy seguro de que puedes ayudar.
—¿Qué hace que este caso tenga el tipo de lío que me interesaría?
—El hombre a investigar lleva muerto seis años, mi contacto quiere saber cómo es posible.
Slim suspiró.
—Es fácil. Muerte simulada, cambio de identidad. Ocurre constantemente. ¿Por qué está seguro tu contacto de que el hombre está muerto?
Hubo una larga pausa y Slim empezó a pensar que Kay había colgado. Luego oyó un pequeño suspiro y Slim lo entendió.
—Cuéntame, Kay. Créeme, no hay mucho que pueda hacer. ¿Cómo sabe tu contacto que el hombre está muerto?
—Porque dice que él mismo lo mató.
2
Capítulo Dos
El hombre que se hacía llamar Ollie Ozgood no parecía un asesino. Con un rostro afable escondido detrás de un fino hilo de barba rubia, recordaba a Slim más un pescador de la Europa Oriental o el tipo de trabajador culto de la construcción que operaba maquinaria pesada en la excavación de un solar. Parecía formado técnicamente, pero no ser lo bastante terriblemente listo como para salir impune de un asesinato. Sin embargo, Slim sabía que las apariencias podían engañar.
Sus ojos fríos escrutaban todos sus movimientos mientras Slim abría tres bolsitas de azúcar y las echaba en un café tan denso que se coagulaba en la cuchara.
—¿Es usted un alcohólico? —dijo Ozgood.
—En recuperación —replicó Slim—. Llevo nueve horas seco. En algún momento hay que empezar, ¿no? No es la primera vez. Estoy acostumbrado.
Ozgood apuntó con la cabeza hacia la taza,
—¿Está cambiando una adicción por otra?
Slim encogió los hombros.
—Salvo que sabe como si se hubiera preparado hace una semana y se hubiera dejado luego al sol para secarlo, no es una experiencia memorable. —Levantó la taza, tomó un sorbo e hizo una mueca—. Horrible. Tal y como me gusta.
—Cuando nuestro amigo común le recomendó, esperaba alguien con otro aspecto.
—Puedo llevar una gabardina y un sombrero si hace falta —dijo Slim—. Si quiere que fume puros, se los cobraré en la factura. Ahora necesito saber por qué este hombre ha vuelto de entre los muertos.
—No puedo empezar desde el principio, porque no sé cuál es el principio —dijo Ozgood—. Para estar seguro, empezaré en algún lugar intermedio y continuaré desde ahí.
Slim asintió.
—Lo que necesite hacer.
Ozgood se giró en la silla, indicando el campo más allá de la terraza en la que se sentaban y las casas desperdigadas que surgían de los verdes retazos de campos como si hubieran crecido allí de sus semillas.
—Soy el último de una familia de terratenientes. Casi todo lo que ve me pertenece. Y si no me pertenece, es que no vale la pena.
Slim señaló un chapitel gris que sobresalía de un grupo de árboles justo debajo de la cima de la colina tras el valle boscoso que había al oeste.
—¿Incluso esa iglesia?
Ozgood sonrió.
—Eso entra claramente en la última categoría. La congregación actual de los domingos es de menos de veinte personas, en todos los sentidos. Ahí no hay dinero que ganar, pero mantiene contentos a los lugareños. Sin embargo, el cementerio que hay al lado, es tierra arrendada. Mi abuelo era un hombre de negocios y compró todo lo que se pudo permitir, seguro de que algún día se percibiría su valor. Nunca consiguió beneficios, pero mi padre mantuvo las propiedades y desde su muerte he seguido sus pasos. Un hombre más listo podría haber vendido una buena parte, pero sigo confiando en que el clima económico actual continúe mejorando antes de que nos arruinemos todos.
Slim dirigió la mirada hacia la mansión de tres plantas que se extendía sobre él y se preguntó si Ozgood tenía alguna idea real de lo que significa la pobreza.
—Kay me dijo que usted estuvo en el ejército —dijo.
Ozgood asintió.
—Estaba tratando de hacer la típica tontería de tratar de demostrarme que valía algo. Después de un par de experiencias, acepté que la riqueza heredada de mi familia me definía, me gustara o no. Además, no me apetecía que me dispararan. ¿Cómo dicen, que las guerras las libran los pobres para beneficiar a los ricos? Sin ser un esnob, yo entro en la última categoría.
Slim sonrió.
—Y yo en la primera.
Los ojos de Ozgood no abandonaban nunca la cara de Slim.
—Entonces ambos somos víctimas de las circunstancias. Como hermanos… de armas.
—Podríamos serlo si yo hubiera actuado mejor. También fracasé en eso.
La sonrisa de Ozgood era más fría que un viento gélido del mar.
—Prefiero con mucho trabajar con hombres vulnerables. Es más fácil confiar en ellos.
—Son herméticos —dijo Slim.
Miró de nuevo arriba a la casa de campo que se alzaba detrás de él con todo su esplendor. La mansión Ozgood estaba en el punto de encuentro de los dos valles que caían a ambos lados. Construida en medio de veinte acres de jardines, era el tipo de lugar que la mayoría de la gente solo visitaba en los viajes del National Trust. Slim creía que se había delatado al traer su propio café.
—Además —añadió Ozgood, después de una larga pausa—, nunca me gustó la idea de matar a alguien.
Slim pensó en cómo hacer la próxima pregunta, pero no tenía sentido tratar de esquivarla. Sabía del asesinato y Ozgood sabía que lo sabía.
—Y, aun así, descubrió lo que se siente. El hombre que se supone que le chantajea murió supuestamente por su culpa. ¿Puede contarme algo de eso?
Ozgood se echó atrás en su silla y se frotó pensativo el mentón.
—Me preguntaba cuánto tardaría en preguntármelo, Mr. Hardy.
—Creo que es mejor sacar primero lo peor —dijo Slim—. Luego puede continuar. Trabajar para un asesino es una novedad para mí, pero es un desafío que no estoy en situación de rechazar.
Ozgood hizo una mueca ante la mención de la palabra «asesino». Luego frunció el ceño, apretó sus ojos cerrados y se frotó las sienes como si se diera un masaje contra un repentino dolor de cabeza.
Sin mirar hacia arriba ni abrir los ojos, dijo:
—Sé todo acerca de su condena.
Slim