Slim llegó a su alojamiento, una pensión en un edificio de los setenta donde la callada dueña Wendy pareció sorprenderse de que hubiera llegado sin automóvil. Su habitación tenía una vista sobre la calle, quedando hacia la izquierda una calle de dirección única flanqueada por sicómoros a ambos lados, con sus ramas frondosas tapando una hilera de casas con terraza y un único local comercial (una freiduría) medio oculta en un extremo. La cama era mullida, la televisión digital funcionaba, el baño de la habitación estaba limpio y había suficientes bolsas de café en una bandeja de bienvenida como para hacerse una taza suficientemente fuerte.
Pagó por adelantado una semana, pensando que la calma y el aislamiento del lugar podían ser agradables incluso si decidía no aceptar el caso. Se dio un paseo alrededor del exterior, contemplando las tranquilas calles residenciales que poco a poco daban paso a unas pocas tiendas y negocios para turistas agrupados en torno a una iglesia pintoresca. El camposanto estaba bien segado y dispuesto, incluso las tumbas más antiguas estaban limpias y eran bastante legibles, sin ofrecer ninguna sorpresa. Al otro lado de la calle había una hilera de tenderetes temporales para turistas; una furgoneta de hamburguesas estaba emparedada entre un vendedor de helados y otro que vendía libros y postales del lugar.
La estación de ferrocarril era una bonita construcción de piedra en una calle recta y ligeramente en pendiente por detrás de la iglesia, bordeada por un lado por una hilera de casas tradicionales de piedra. La calle, alargada en los últimos cuarenta años, continuaba hasta un paso a nivel; la propia estación de Holdergate se encontraba a la derecha, al fondo de una pequeña plaza cerrada por un quiosco y una sucursal local del HSBC. La fachada de la estación, con una zona de parada para autobuses y taxis, era casi invisible a través de los árboles de un frondoso parque que cubría la mayoría del área entre ella y la iglesia.
Slim siguió la calle y subió unos escalones hasta la entrada de la estación. Compró una entrada de andén por diez peniques a un vendedor que supuso que era un aficionado a los trenes, informándole de que el siguiente tren no estaba previsto hasta dentro de media hora. Slim le dijo que sencillamente le gustaba el entorno y se sentó en un banco de madera en el extremo sur del andén. Desde ahí tenía una vista entre una hilera de casas y un pequeño museo local hacia las colinas bajas del distrito de Peak. Holdergate era un lugar somnoliento, donde parecía improbable creer que había secretos escondidos. Aun así, fue aquí donde un sábado, el 15 de enero de 1977, durante una semana de tremendas tormentas, un tren de cercanías con dos vagones que se dirigía desde Manchester Piccadilly a Sheffield se había detenido por completo debido a la nieve acumulada en la vía y una mujer llamada Jennifer Evans había desaparecido sin dejar rastro.
Slim miró su reloj. Las tres menos cuarto. Ya era hora. Se levantó, volvió por el andén y fue a reunirse con la mujer que le había mandado un correo electrónico pidiendo ayuda desesperadamente.
3
—Mr. Hardy, le agradezco mucho la reunión —dijo la dama de cabello entrecano que se había presentado como Elena Trent—. No esperaba que me contestara.
—Su caso despertó mi atención —dijo Slim—. Nunca había oído nada parecido.
Se sentaron uno frente a otro en una mesa de un bonito café-restaurante llamado Porter Lounge, instalado en un viejo almacén detrás de la iglesia. La ventana miraba a la calle principal, que hacía una suave curva con las colinas del distrito de Peak apenas visibles por encima de los tejados. Slim pidió un expreso triple, especialmente hecho para él, y un bocadillo de queso cheddar. Elena pidió sopa de tomate.
—Durante todos estos años he creído que fue secuestrada y muy probablemente asesinada —dijo Elena, poniendo sus manos regordetas encima de la mesa y moviendo nerviosamente los dedos como si luchara por controlar sus nervios—. Quiero decir, siempre se ha considerado oficialmente como un caso de persona desaparecida, pero creo que no lo fue.
—¿Qué edad tenía usted cuando desapareció su madre?
—Acababa de cumplir doce años.
Slim calculó rápidamente que tenía cincuenta y tres, solo seis años mayor que él, aunque al principio había supuesto que tenía más de sesenta. Vio cómo caían los ojos de Elena y cómo temblaba su labio inferior. Cuando empezó a llorar, Slim sonrió incómodo a la camarera. La chica dejó las bandejas y se apresuró a irse.
—Estuve sentada toda la noche esperando a que llegara a casa —dijo Elena—. Pero nunca llegó.
—Cuénteme con sus propias palabras qué recuerda de esa noche. He leído los informes que me envió, pero me gustaría que me lo contara usted.
Elena asintió, recomponiéndose.
—Mi madre, Jennifer Evans, estaba en el tren de cercanías de las ocho y media de vuelta de Manchester después de acabar su trabajo. Era enfermera en la Enfermería Real de Manchester. Ese día había nevado mucho y seguía haciéndolo por la tarde. También hacía viento y la nieve había caído sobre la vía en tal cantidad que el tren se quedó atrapado en la estación de Holdergate. En ese momento vivíamos en Wentwood, la siguiente parada de la línea. Estaba previsto un retraso de varias horas, así que me dijo que estaba pensando en caminar. Solo eran unas pocas millas y había un sendero a lo largo de la línea en aquellos tiempos, un antiguo camino de herradura, que era lo suficiente abierto como para que se sintiera segura. Me llamó desde una cabina telefónica fuera de la estación y me dijo que estaba en camino. Por eso lo sé. —Elena se secó los ojos—. Pero nunca llegó a casa.
—¿Y nunca se encontró ninguna pista?
—Hubo una investigación, pero no llegó a nada. Encontraron su bolso tirado en un pequeño prado a poca distancia siguiendo el sendero, pero solo lo descubrieron tres días después, cuando se derritió la nieve. La única pista fue la fotografía de sus pisadas.
Slim asintió.
—Recuerdo que lo mencionó en uno de sus ficheros y mandó una copia.
—Otro pasajero del mismo tren había querido tomar una fotografía de la calle exterior cubierta por la nieve. Fue a la ventana de la sala de espera y encuadró el disparo. Dijo a la policía que en el mismo momento en que se disponía a sacar su foto, apareció una mujer. Caminó unos pocos pasos hacia el parque, se paró de repente y pareció caer en la nieve. Por lo que contó el testigo a la policía, la mujer manoteó hacia atrás antes de ponerse en pie, dándose la vuelta y corriendo en dirección al sendero.
—¿Y tomó la foto de todas maneras?
—Si. Fotografió la calle mostrando el rastro de mi madre. Lo hizo desde el interior del edificio de la estación, pero dijo a la policía que luego salió a buscarla. Sin embargo, las pisadas desaparecían después de llegar a un talud fuera de la estación y pensó que había vuelto al andén a esperar. No volvió a pensar en ello hasta que vio el cartel de «persona desaparecida» un par de semanas después y reconoció a mi madre como la mujer que había visto.
Slim frunció el ceño y se rascó la barbilla. Acababa de empezar a dejarse una pequeña perilla para ver qué efecto tenía sobre sus clientes, pero le había decepcionado descubrir que la mayoría de lo que crecía era de color gris. Solo tenía cuarenta y siete años, pero la gente le echaba como mínimo diez años más.
—¿Entonces qué pensó que había pasado? ¿Por qué escapó de repente?
Elena se inclinó hacia delante.
—Creo que vio a alguien que la observaba y eso le asustó. Trató de huir, pero esa misma noche la secuestraron y asesinaron y quienquiera que la matara se deshizo del cadáver.
4
No era sorprendente