Damián Noguera B.

Autobiografía de mi padre


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comienza su segundo boceto. Me empieza a retratar a mí. «Ustedes se ríen de sus nanas cuando se visten el domingo para salir a sus casas», dice Cox. Exagera el largo de mis cejas. El porte de mi nariz. El pequeño bulto de mi labio inferior.

      Mis compañeros al menos simulan escuchar, pero Claudio no se preocupa ni de disimular, como si tuviera un acuerdo tácito con los profesores de este colegio, como si su estatus de artista hiciera de sus distracciones algo no solo permitido, sino también necesario.

      Miro hacia la ventana otra vez. «Mientras ustedes festejan, miles de niños se mueren de hambre en Latinoamérica», dice un cartel multiplicado en cada uno de los pilares de los arcos del colegio. Mis compañeros corren al lado del padre Hurtado en el patio para poder mantener el ritmo de sus pasos rápidos y largos.

      «Porque están acostumbrados a ver a la nana con su delantal puesto. Porque les da risa verla vestida de señorita por primera vez», continúa el cura Cox.

      Claudio sigue dibujando. Yo solo miro cómo dibuja, hasta que deja su lápiz de mina a un lado y levanta la mano. «Dios se equivocó», le dice al padre Cox. «Hizo a Adán y Eva sin ombligo». El sacerdote intenta reaccionar. «No se pueden dibujar», interrumpe de nuevo, «el ombligo es el centro de la figura humana».

       5

      La casa de Claudio Bravo en la esquina de Condell con Marín es distinta, por no decir contradictoria, como si su fachada dijera una cosa y su interior otra. Es elegante en su exterior, antigua, de pilares en la entrada, de grandes ventanas con celosías amplias, de puertas macizas con ventanas empavonadas, de manillas de bronce y un balcón central rodeado de balaustradas. Tiene una blancura neoclásica que tiene todos los indicios de ser heredada y, sin embargo, sus dos pisos albergan una decoración no pretenciosa, por no decir descuidada, que está lejos de la meticulosidad a ratos obsesiva de mi mamá. Una casa que, a diferencia de mis abuelos, se contenta con lo indispensable, como si acaso los herederos no tuvieran el tiempo ni los recursos para adornarla. Es la decoración de una casa habitada por una madre viuda y cinco hermanos, lo que, para un hijo único como yo, es más gente de la que podría contar.

      Claudio me invitó a su casa. No sé por qué. Quizás porque somos los únicos alumnos del colegio que no sabemos jugar fútbol. Quizás porque ninguno de los dos tiene un papá. En el primer piso hay una pieza de unos cuatro metros cuadrados, con una ventana que da a la calle Marín para su taller. Es el primer lugar al que me lleva, antes de presentarme a su mamá o a sus hermanos menores. El taller es tan pequeño que no me explico cómo Claudio encuentra la distancia necesaria para pintar cada uno de los cuadros que veo apilados ahora. El olor de los aceites y diluyentes que parecen ocupar cada rincón de este espacio me empieza a marear. Me siento con dificultad en un sofá con un forro roto de cretona. Cientos de pinceles de diferentes formas y tamaños están apilados en distintos jarros para flores. Un lienzo con las primeras líneas de un horizonte. Libros sobre Rembrandt y Velázquez. Pigmentos, óleos, botellas de aguarrás, pastas embotelladas. Es una pieza llena de objetos que entorpecen el caminar, que dan cuenta de un espacio propio, que hacen que cada movimiento tenga que ser cuidadoso.

      La mamá de Claudio toca la puerta del taller. Lleva la once en una bandeja. Apenas se asoma en la pieza al otro lado de la puerta entreabierta, como si supiera que ese espacio no es suyo y Claudio estuviera fuera de su dominio. Hay algo verdadero en esa constatación implícita entre ellos. Lo trata como un adulto y Claudio se comporta como tal. Es muy estricto con sus hermanos, al punto en que toma un rol paterno y les exige cualidades que nunca ha exigido para sí mismo, como si fuera consciente que sus hermanos no tienen la genialidad suya y por esa razón necesitaran los estudios de los cuales él puede prescindir. Su madre deja la bandeja y se retira.

      Estamos los dos solos en su taller.

      «Quiero pintarte», me dice.

      «Quiero pintarte a pesar de tu timidez. Siéntate en la única silla de este taller. Tienes el pelo castaño. Tienes cejas como de águila o de diablo. Tienes los ojos verdes. Eres muy flaco. Eso exalta el porte de tus hombros. Tienes un cuello largo. Tienes una pequeña protuberancia en tu labio inferior. Quiero exagerar tus rasgos. Siéntate con las piernas paralelas al respaldo. Una leve torsión de tu tronco para que tu codo se apoye en la parte superior del respaldo y el resto del brazo caiga hacia ti. Ahora descansa la cabeza sobre tu brazo. Descansa la cabeza sobre ti mismo. Eres una espiral. Esa es la composición de este cuadro. Ahora, con la cabeza apoyada mira hacia el horizonte, aunque ese horizonte sea este taller de dos por dos. Mira los colores, las luces, las sombras, la atmósfera, aunque esa atmósfera sea este olor a trementina. Piensa en la luz y la sombra como volúmenes que crean este espacio, piensa en los miles de relaciones complejas que forman la simple composición de una nube, piensa en los miles de líneas ascendentes y descendentes que crean ese árbol frente a la ventana de mi taller. Ahora piensa cómo la simple composición de un gesto puede crear redes infinitas en la persona que ve. Mira hacia al frente. Tu cuello en diagonal para apoyar tu cabeza en el brazo y, a la vez, tu brazo colgante te devuelve hacia ti mismo, eres una diagonal hacia el cielo tan solo para volver hacia ti. Eres una espiral. Mira hacia el frente y no te muevas por nada del mundo».

      Hago lo que Claudio me dice que tengo que hacer. Pasan los minutos. Pasan las horas. Cada parte de mi cuerpo se comienza a transformar en algo dolorosamente consciente. Siento la circulación de mi pierna derecha. Mi leve torcedura se empieza a sentir en mis costillas. Mi brazo izquierdo resiente la dureza de la madera. Mi brazo derecho resiente no tener apoyo. El gesto empieza cada vez a profundizarse más dentro de mí, cada vez se transforma en una certeza física que tengo que controlar, en un cansancio que tengo que sostener. Espero y esperar es como repetir mil veces la misma palabra. En cada repetición la palabra va perdiendo su significado y se transforma tan solo en un objeto sonoro que de pronto empiezo a desconocer. Así me siento a medida que pasa el tiempo en esta posición y Claudio esboza los primeros trazos en una presencia inerte, como una forma consciente de sí misma, como redescubriendo cada parte de mi cuerpo en una acción inmóvil que fija en el papel. Cada parte de mí empieza a adquirir una existencia propia y despojada, una especie de caos disociado que tengo que sostener. Aparece la diferencia entre mostrar un gesto del cual soy consciente en cada milímetro y vivirlo. Aparece la certeza que mostrar es un lugar más seguro que vivir, un lugar en donde no tengo que ser hijo único, no tengo que ser tímido, no tengo que ser un niño que se porta demasiado bien. Estoy actuando por primera vez y no puedo moverme, y la postura, la pose, es la parte corporal que determina toda expresión y así me quedo, esperando, y me enredo en mis propios pensamientos porque exhibo algo y al mismo tiempo ese mismo acto niega esa exhibición. Estoy diciendo que soy algo, pero decir que soy algo es posar y si estoy posando ese gesto da cuenta que no soy lo que estoy mostrando, y en esa reciprocidad, en esa contradicción que gira eternamente por sobre sí misma, encuentro una nueva forma de libertad.

      Claudio termina su primer boceto.

      Ese que veo dibujado no soy yo: mi cuello es más largo, mis brazos más flacos, mis cejas más aguileñas, mi nariz más pronunciada, mis labios más abultados, mi cráneo más alargado. Una proyección propia a partir de los ojos de otra persona y así, cada tiempo libre, cada subterfugio en el San Ignacio, se transforma en una excusa para ser parte de un retrato nuevo. Soy un arlequín, o un santo, o un personaje mitológico, a veces en un lienzo, a veces en la hoja rasgada de un cuaderno.

       6

      A Claudio le gusta ser admirado y yo lo admiro. En esa dinámica en donde él es mi maestro y yo su discípulo formamos nuestra propia escuela. Intentamos olvidar los sermones de Cox y en cambio nos concentramos en nuestras nuevas lecturas diurnas. Miramos libros con reproducciones de Rembrandt, Velázquez y Dalí. Leemos a Gabriela Mistral, Pezoa Véliz y Vicente Huidobro. Nos juntamos con Adolfo Couve y Mauricio Wacquez para correr desde el colegio hacia el Teatro Municipal y ver quién gana el primer puesto de la galería. Vemos Cristóbal Colón, de Paul Claudel, con la compañía de Jean-Louis Barrault. Vemos a bailarines armar el barco de Colón mientras suena la música de Arthur Honegger cantada por el coro de la Universidad de Chile. Nunca antes habíamos presenciado que la escenografía de una obra de teatro se construyera frente