San Gregorio Magno

Las parábolas del Evangelio


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el tesoro hallado es escondido con el fin de conservarlo; porque no basta para defender de los espíritus malignos el deseo de la bienaventuranza celestial, vulnerable a las alabanzas humanas. En la vida presente estamos colocados como en un camino por el que vamos a nuestra patria. Los espíritus malignos nos asaltan en él a manera de ladrones. Por consiguiente, tiene deseos de que le roben quien lleva a la vista un tesoro en su camino. Os digo esto, no con el fin de que nuestros prójimos no vean nuestras obras, pues está escrito: «Vean nuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos»[1]; sino con el fin de que no busquemos alabanzas por lo que hacemos en público. Que las acciones que obréis en público sean realizadas de tal manera que vuestra intención permanezca oculta; para que demos ejemplo a nuestros prójimos con nuestras buenas obras; pero con nuestra intención, con la que procuramos agradar solo a Dios, hemos de desear que permanezcan ocultas. El tesoro significa los deseos celestiales, y el campo en que se esconde este tesoro significa la conducta para alcanzarlos. Por tanto, compra este campo el que, vendido todo cuanto posee y renunciando a los placeres de la carne, tiene a raya todos sus deseos terrenales, conservando las divinas enseñanzas, de manera que no tenga gusto por nada de lo que deleita a la carne, ni se horrorice nuestro espíritu por ninguna de las cosas que mortifican nuestra vida carnal.

      Ni la santa, cuya fiesta celebramos en este día, hubiera podido morir por Dios en cuanto al cuerpo, si primeramente no hubiera muerto en su interior a los deseos terrenales. Su alma, llegada a la cúspide de la virtud, no hizo caso de las torturas y despreció los premios: presentada ante los tribunales armados, se mantuvo firme, más fuerte que el verdugo, más elevada que el juez. ¿Qué decimos a esto nosotros, hombres ya fuertes y robustos, cuando vemos cómo débiles niñas van por medio del hierro al reino celestial? ¿Qué decimos nosotros, a quienes domina la ira, hincha la soberbia, perturba la ambición y mancha la impureza? Y si no podemos llegar a conseguir el reino de los cielos sufriendo persecuciones, al menos nos ha de avergonzar el no seguir a Dios por la vía de la paz. A ninguno nos dice ahora Dios: Muere por mí; sino: Mata en ti al menos los deseos ilícitos. Si, pues, no queremos sujetar los deseos de la carne, ¿cómo llegaríamos a dar la misma carne en caso de persecución?

      Al final del Santo Evangelio de este día se añade: «Por consiguiente, todo escriba docto en el reino de los cielos, es semejante a un padre de familia que saca de su cofre lo antiguo y lo nuevo». Si entendemos por lo nuevo y lo antiguo de que se hace mención ambos Testamentos, no podemos admitir que Abrahán fuese docto, el cual, aunque conoció los hechos del Antiguo y del Nuevo Testamento, no publicó las palabras. Tampoco podemos comparar a Moisés con el padre de familia, porque si bien explicó lo referente al Antiguo Testamento, no manifestó la materia del Nuevo. Por consiguiente, excluida semejante inteligencia de estas cosas, tenemos que buscar otra. En todo lo que dice la misma Verdad con estas palabras: «Todo escriba docto, en el reino de los cielos, es semejante a un padre de familia», puede entenderse que no se habla solamente de los que hubieren pertenecido a la Iglesia; sino de todos los que podían haber pertenecido, los cuales sacan a luz cosas antiguas y nuevas, cuando con sus palabras y sus obras nos dan a conocer las predicaciones de ambos Testamentos. Puede entenderse también de otra manera. Lo viejo del linaje humano fue bajar a las mazmorras del infierno, sufrir por sus pecados tormentos eternos. Mas por la venida del Mediador se le agregó una cosa nueva, a saber, que, si cuida de vivir bien, puede penetrar en el reino de los cielos; y que el hombre nacido en la tierra muera de esta vida corruptible para ser colocado en el cielo. Hay, pues, lo viejo: que el linaje humano muera por la culpa para pena eterna; y lo nuevo: que, convertido, viva en el cielo. Y así, lo que el Señor añade en la conclusión de su plática, es ciertamente lo mismo que había dicho anteriormente. Primero hace la comparación del reino de los cielos con el tesoro escondido y con una piedra preciosísima, y después habla de las penas del infierno y del fuego con que serán atormentados los malos; y para concluir, añade: «Por consiguiente, todo escriba docto, en el reino de los cielos, es semejante, a un padre de familia que saca de su cofre cosas nuevas y viejas. Como si dijera terminantemente: En la santa Iglesia aquel es un predicador docto, que sabe decir cosas nuevas acerca de la suavidad del reino celestial, y cosas antiguas acerca del terror de los tormentos, para que se aterren con las penas los que no se mueven a obrar el bien con el aliciente de los premios. Prestemos atento oído a lo que se nos dice del reino celestial que debemos amar; prestemos atento oído a lo que se nos dice de los suplicios para que, si no nos mueve a obrar el amor del reino celestial, al menos nos incite el temor. Ved, pues, qué se nos dice del infierno: «Allí será el llanto y el crujir de dientes». Como a los goces presentes siguen, hermanos carísimos, los lamentos perpetuos, huyamos aquí de la vana alegría, si es que temblamos llorar allá. Ninguno puede gozar aquí con el mundo, y reinar allá con Cristo. Mitiguemos los impulsos de los placeres temporales, y dominemos los gustos de la carne, para que recibamos sin trabajo los gozos eternos con el auxilio de nuestro Señor Jesucristo.

      (Homilia 11 in Evangelia)

      [1] Mt 5, 16.