es difícil, se tiene la impresión de no tener nada que decir, hay una verdadera fatiga espiritual. En esos días, se puede al menos ofrecer el estar presente. Un amigo comprende que esta presencia, incluso fatigada, incluso silenciosa, pero fiel a pesar de todo, dice mucho.
Todo lo que se vive a medias es decepcionante. Eso es verdad también en la amistad. La amistad no se negocia, no calcula lo que da. La fe vivida como una amistad se hace generosa. No se cree a medias. Si amo a Cristo, si acepto su amistad, no quiero seguirle a medias, ni recibir a medias lo que me dice. Lo tomo todo, lo acepto todo. Confío en él. Totalmente. Libremente. Eso no quiere decir que lo comprenda todo. Tendré toda la vida —e incluso eso no bastará— para profundizar en el misterio de Dios. Toda mi vida será precioso trabajar la inteligencia de mi fe, para comprender mejor lo que la Iglesia quiere transmitirme de este misterio, a fin de vivirlo mejor. Mi inteligencia necesita alimentarse, comprender cada vez mejor la coherencia de mi fe, progresar en este conocimiento, también para transmitirlo. Pero la amistad llama a la confianza y permite esta confianza. No espero a comprenderlo todo para creer. Creo porque mi amigo no puede mentir ni engañarme —él es «el camino, la verdad y la vida»— y, poco a poco, comprendo.
También por amistad puedo llegar a confesarme. Cristo, el verdadero amigo, me explica en el Evangelio que «habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15, 7). Sé que puedo darle así una gran alegría, superando mi temor o mi falta de ganas. Por otra parte, su mirada de amigo no juzga. El verdadero amigo nos conoce, no se extraña de nada, nunca condena. Anima, levanta y consuela. Nos renueva su confianza, porque hemos sido sinceros. La amistad llama a esta franqueza, que hace posible el perdón.
La amistad expulsa también el miedo. No tenemos miedo de lo que nuestro amigo quiere para nosotros, de su proyecto para nosotros, es decir de nuestra vocación. ¡Cuántos hay que tienen miedo de eso a lo que Dios pudiese llamarles! ¡Cuántos tienen miedo de lo que pudiese pedirles Dios! Pero no tenemos ya miedo de que nuestro amigo nos revele su proyecto y su llamada. Él nos conoce y quiere nuestra felicidad. ¿Por qué tener miedo? Él no nos dejará nunca solos y nos acompañará siempre en la realización de este proyecto. El Señor nos hará capaces de eso a lo que nos llama, de los deseos profundos de nuestro corazón. ¿Por qué tener dudas para permitirle caminar a nuestro lado?
«Amigo mío…», así nos llama el Señor Jesús a cada uno de nosotros, dando a esas palabras el sentido más noble y más profundo que pueden tener. «Amigo mío…»: son estas palabras las que pueden renovar a fondo nuestra relación con Dios y, por tanto, nuestra fe. Todo está ahí, en el misterio de una amistad hecha posible entre Cristo y cada uno de nosotros, en esta aventura magnífica de una amistad a la que atreverse, que construir y que vivir, una amistad capaz de transformar profundamente nuestra vida dándonos la alegría de amar y ser amados, dándonos la alegría de entregarnos sencillamente.
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