Agustín santo obispo de Hipona

Las Confesiones


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de la condición humana: afincadas en los cimientos primordiales de la creación, de la que el escrito se ocupa al principio y al final, y, por lo que a Agustín se refiere, establecidas ya definitivamente, cuando él escribe, en el seno de esa Iglesia, culmen de la creación y en que la clemencia divina lo ha injertado.

      En las Confesiones se ve que, para su autor, pensar se resume en dialogar con quien es la Verdad fontal, y que, a medida que el diálogo se desarrolla, la propia existencia, toda ella, hasta sus más remotos presupuestos, queda desnuda ante Dios y los hombres. La andadura religiosa de este hombre y su reflexión sobre ella son inseparables, pues acontecen a la vez. Por eso, se implican recíprocamente: no hay momento de su vida que Agustín no considere guiado por la providencia divina; no da un paso hacia Dios, si antes no encuentra razones para ello; su meditación sobre el Dios de Jesús lo estimula continuamente a crecer en él y a seguir buscándolo. Ahora bien, la reflexión se realiza de continuo bajo la irrumpente luz divina: no es Agustín quien instruye a Dios sobre sí; más bien se deja instruir por él. Sólo iluminado por la verdad del amor de Dios hacia él adquiere sentido su vida pasada y actual, cuyas etapas, tras alejarse de ese amor, son buscarlo apasionadamente, regresar a él y crecer en él sin cesar.

      Controlado por Dios, el material al que su protagonista da forma –la existencia propia con sus cambios radicales: extravíos y progresos–, primero a regañadientes, luego con agradecimiento cada vez mayor, recibe estampada la marca de fuego del sello de Cristo y de su Iglesia. La biografía en cuanto tal está ya al servicio de la teología; para sus fines requisa esa vida el Señor de la vida.

      La historia de cualquier hombre desborda la serie y relato de sus elementos. Agustín lo sabe. Por eso no se preocupa en absoluto de reconstruir exhaustivamente su autobiografía, ni siquiera de precisar siempre los momentos que de ella ha seleccionado. La reflexión sobre el sentido que a su existencia da su anclaje en Dios, la confesión y la alabanza son para él más importantes: la mera declaración de los hechos queda superada al transformarse en reconocimiento adorador de un señor soberano independiente del hombre, de un territorio donde habita la verdad divina, divino-humana y eclesial. Expresión de esta, la teología puede quedar marcada en lo más profundo por las experiencias abismales del pecador y agraciado; pero es por entero irreductible a mera objetivación de esa experiencia religiosa. El drama de la existencia creyente se desarrolla regido por la fe; esta, que irrumpe desde arriba, desemboca en reconocimiento ininterrumpido. Lo que no impide que, precisamente en las grandes misiones eclesiales, como las recibieron Pablo, Orígenes, Agustín o Newman, el espacio de la formulación de la fe permanezca animado en lo más profundo por el martirio espiritual del testimonio que estos héroes prestan con sangre del espíritu.

      Las Confesiones, pues, constituyen un diálogo con Dios, cuya misericordia, providencia y esplendidez reconoce, confiesa y alaba Agustín. Son también un testimonio simultáneamente personal, apostólico y doctrinal dirigido a los fieles de la Iglesia católica. De hecho, su autor las escribió para que lo que a él le ha sucedido y el trato que el Dios de Jesucristo le ha dispensado enseñen a sus lectores a invocar confiadamente desde los abismos del sufrimiento, el desconcierto y la conciencia atribulada, al Dios del consuelo, Padre de las luces y rico en misericordia. He aquí sus palabras: «Narro esto para que yo y cualquiera que lo lea pensemos en el abismo tan enorme desde el que es preciso clamar a ti»[4]. «Cuando se leen y oyen las confesiones de mis males pasados, que has perdonado y tapado para hacerme feliz en ti cambiando tú mi alma mediante la fe y tu sacramento, excitan el corazón a que en vez de dormir en la desesperación y decir “No puedo”, se despierte en el amor a tu misericordia y en la dulzura de tu gracia, con la que es poderoso todo débil que mediante ella deviene consciente de su debilidad»[5]. Así pues, Agustín en sus Confesiones, al paso que manifiesta su indigencia, testifica el poder salvífico divino. De este modo elabora y ofrece una teología –es decir, una imagen de Dios, de Jesucristo, del Espíritu Santo, de la Iglesia y de la vida cristiana– que hasta hoy continúa iluminando a quienes comparten su fe y a cuantos, como él, esperan llegar a vivir del amor para amar.

      En la obra se dan cita tres géneros literarios antiguos: la himnología de la Antigüedad clásica; la aretología, que relata un acto de poder realizado por una divinidad en favor de su devoto; los escritos penitenciales cuyos autores reconocen con agradecimiento haber recibido de una divinidad una prueba salutífera que los ha conducido a la conversión. Si, por otra parte, las Confesiones se inscriben en una tradición literaria en que se dan cita búsqueda de la verdad, confesión de pecados y relatos de visiones, son, sin embargo, una obra de originalidad incontestable. Se trata, efectivamente, de una autobiografía en que las preocupaciones religiosas y doctrinales ocupan el lugar primero: a su autor le interesan, sí, su persona y la trayectoria de su vida, pero no en sí mismas, sino en cuanto en ellas se manifiesta el Dios que, como escribió en su carta vigésimo primera, lo ha engañado y al que, consiguientemente, se ha adherido.

      Las Confesiones pertenecen con justicia a la literatura universal, no sólo porque en ellas el autor expresa su experiencia religiosa, honda y sincera, de modo muchas veces altamente poético y siempre de valor literario más que notable, sino, sobre todo, por el contenido y desarrollo originales y los múltiples géneros literarios presentes en ellas. En efecto, con la autobiografía se entretejen cuestiones las más variadas: filosóficas –verbigracia, sobre la memoria y el tiempo, respectivamente en los libros décimo y undécimo–, teológicas –como la naturaleza del pecado, en el libro cuarto, y, en toda la obra, la necesidad que el hombre tiene, y no siempre siente, de que Dios en persona lo ame y, en consecuencia, lo salve– y exegéticas, concretamente la explicación que los libros duodécimo y decimotercero dan del primer relato bíblico de la creación, con que comienza el Génesis, y el uso masivo y personalizado de los Salmos. Toda esta abundancia y variedad de materiales y formas de tratarlos no sólo no daña la unidad y armonía de la obra, sino que le añade interés. Constituye, en efecto, su originalidad y secreto.

      Las Confesiones son un poema sinfónico. En actitud confesante, su creador va tejiendo un texto laudatorio y agradecido, con el que reconoce que todo bien propio y ajeno viene del Dios creador y regenerador de cuanto existe. Sinfonía, tejida con seis temas. El primero, Dios, a cuyo conocimiento llega Agustín mirándolo tanto desde abajo, mediante su razón, con ayuda de la filosofía, cuanto desde arriba, creyendo en la Palabra de ese Dios que se manifiesta y se entrega. Luego, la Palabra que él dirige al hombre. Después, la fe que acoge esta comunicación, para establecer con quien en aquella se revela una comunión que vence la muerte. También, la atención que, en calidad de teólogo y biblista, presta su inteligencia a los contenidos de esa Palabra. Además, la vivencia que de esta tiene él como cristiano en trance de maduración. Por último, el anuncio y enseñanza que hace de aquella Palabra, en calidad de pastor de sus hermanos creyentes, a través de los cuales quiere llegar a todos los hombres.

      El 31 de marzo de 1885 escribía Friedrich Nietzsche a Franz Overbeck: «Acabo de leer, para distraerme, las Confesiones de san Agustín. ¡Oh, este viejo rétor, qué falso y camandulero, qué risa da! ¡Qué duplicidad psicológica! Valor filosófico igual a cero. ¡Platonismo para el populacho! Dicho de otra forma: una mentalidad que, inventada por la más alta aristocracia del espíritu, ese santo ha acomodado al gusto de las naturalezas de los esclavos». Tal forma de pensar es natural en quien alimenta actitudes antípodas de las del santo argelino. Este cree y sabe qué peculiar e inalienable del hombre es estar irreversiblemente invitado por Dios en persona a aceptarlo como mayor y mejor que él mismo, acogida que le garantiza su protección y, sobre todo, lo defiende de devaluarse en los órdenes ontológico, social y moral. El filólogo alemán, en cambio, imagina al hombre como rueda que por su impulso propio gira sobre sí misma. ¿Podrá, entonces, encontrarse alienación más vil que la de quien para exaltar a Dios consiente en menospreciarse?

      Agustín no ha hecho de menos su persona, cuyas dotes continuamente reconoce y agradece. Tampoco se abaja ante Dios por masoquismo ni por complejo de culpa o de inferioridad, o con el secreto y repugnante deseo de ser loado. Sí, en cambio, ha descubierto –y este hallazgo explica las decisiones y posturas religiosas y morales del autor de las Confesiones– que el camino único para ser y valorarse auténticamente, en toda su riqueza y posibilidades, es acoger a quien se le ofrece como Padre y Salvador. Por eso, de la altivez ha pasado a la confesión, es decir, al reconocimiento de Dios