mañana, nuevo aviso: no se iba a abrir la frontera en Qetta. Como ráfaga, todos los periodistas subieron veloces a sus camionetas rumbo al norte donde, quizás, sí se podría pasar. Desaparecieron antes de que ella terminara de empacar su modesto equipaje. Patricia se quedó sola.
Dieciocho años después, en la tibieza de un bar sanisidrino, mientras afuera camionetas y autos ingresan raudos al Olivar pese a la llovizna, a la noche que cae y a la limitación de 40 kilómetros por hora, Patricia habla de la diferencia de enfoque que había entre su cobertura y la de los demás reporteros y corresponsales. Habla sin pausa, como si temiera que se le escapara un detalle, una idea, un recuerdo. Habla mirando a los ojos. Es la suya una mirada franca, directa y suave a la vez.
Hace rato que le sirvieron el café que pidió, rato que ya no humea en la taza, pero descarta con un gesto de la mano las invitaciones a tomarlo. Y sigue contando.
Insiste en el plan de sus dos coberturas, en 2001 en Afganistán y, dos años más tarde, en Irak, así como en el apoyo de su equipo limeño que había hecho un trabajo ordenado, muy planificado: ella sabía adónde y para qué iba y cuáles eran los objetivos de la cobertura. Su única responsabilidad era cubrir la noticia y traerla a casa evitando los lugares donde el riesgo era descontrolado. La jefatura en Lima complementaba su reportaje con informaciones provenientes de las agencias, lo cual permitía tener una página bastante completa sobre la guerra.
Patricia pone énfasis en el «nosotros», como si hubiese viajado con todo el grupo cuando en realidad estuvo siempre sola, pero la vigilaban a la distancia, la apoyaban con las notas, le contaban cómo iban las cosas y el celular de su jefa estaba prendido día y noche en caso de emergencia. Habla con gratitud de la solidaridad de sus colegas peruanos. Todos varones, recuerda. La única mujer era su jefa y dice que ella, Patricia, no era sino una pieza en esa gran máquina donde la gente ve a una sola persona cuando en realidad se trata de un trabajo de equipo.
Para ella, sus colegas de El Comercio fueron sus ojos, sus oídos, su yak.
Veinte años después, el 5 de mayo del 2021, al enterarse desde la China del fallecimiento de su jefa, Patricia escribiría: «Esta mujer me mandó a la guerra… Hizo de mí una periodista sin fronteras físicas o mentales, desde corresponsal de guerra hasta corresponsal acreditada en China. Porque a sus ojos todo se podía y las mujeres lo podíamos todo. A partir de ese momento, desde la primera llamada telefónica a Taiwán para encargarme la corresponsalía de guerra, «la jefa» me acompañó en absolutamente todos los momentos cruciales de mi vida. Y me enseñó con su ejemplo a levantar la voz, mi voz».
Insiste en diferenciar su trabajo como enviada especial de aquel que realizan los freelance, y habla de su desconcierto inicial frente a un concepto de la noticia que desconocía y demoró en entender. Descubrió un mundo periodístico donde no siempre se compartía la información. «A mí, el diario me pagaba para que mandara un reporte —aclara—, mientras para los freelance que no tienen ningún tipo de apoyo económico, la noticia es un bien que se vende a las agencias y del que viven. Se podía entender que no estuviesen siempre dispuestos a dar a conocer los datos conseguidos, arriesgando con frecuencia su vida dado que muchos reportaban desde el frente».
A decir verdad, su presupuesto hacía que su situación económica se pareciera bastante a la de una freelance: tenía que restringir gastos en alojamiento, recurrir a particulares para el transporte, mediante pagos a veces excesivos. A falta de cajero automático, uno entra con una cantidad de dinero y se queda hasta que le dure, sabiendo que hay que ahorrar para pagar una salida urgente si es necesario.
«Es la lógica de la guerra», comenta, lo encarece todo, provoca y despierta en la gente los peores y mejores sentimientos: la fraternidad, el egoísmo, la codicia, la oportunidad de vender, de dar, de ayudar y de engañar.
Al preguntarle sobre los rasgos de su carácter que las situaciones de riesgo pusieron en evidencia, Patricia recalca la reflexión estratégica y la prudencia. Siempre tuvo conciencia de que no se trataba de arriesgar la vida por arriesgarla y evitó actos gratuitos de valentía. «No se puede cubrir un conflicto armado bajo un impulso pasional —afirma—. Hay una ética: el periodista no es el artista, no es la noticia, y no debe olvidarse de que solo va por la noticia».
Afuera, la noche ya cayó sobre el Olivar. También cae una garúa antipática que brilla a la luz de los faros. Indiferente a todo el entorno, Patricia sigue hablando frente a una taza de café de la que se olvidó por completo.
La mujer invisible
El día en que Patricia se quedó sola en la ciudad fronteriza de Qetta luego de que salieran en estampida todos los corresponsales extranjeros, tuvo la oportunidad de conocer la solidaridad en un medio que, hasta ese momento, le había parecido demasiado enfocado en conseguir la primicia de una noticia y no siempre dispuesto a ayudar a sus colegas.
No había ninguna posibilidad de transporte local. Estaba sola al borde de la pista cuando paró una camioneta, se abrió la puerta, el chofer se quedó mirándola y luego dijo en español: «Sube. No tienes cómo salir de acá». Era Tim McGirk, del Times. Era muy conocido y apreciado por todos. Se habían visto anteriormente y habían intercambiado unas cuantas palabras, lo suficiente como para saber quién era quién y para quién trabajaban. En la soledad física y moral en la que Patricia se hallaba, lo de McGirk le pareció un gesto de humanidad y, desde entonces, él forma parte de las personas de las que guarda un recuerdo imborrable.
Al menos alguien, por cierto, un occidental, la había visto en un país donde ser mujer la volvía invisible.
Entre tanto, en Lima, pasaba todo lo contrario: se había vuelto visible.
Unos vecinos informaron a la hermana de Patricia, que nunca leía los diarios, que en El Comercio salían artículos de una tal Patricia Castro Obando, enviada especial. ¿Tu hermana? ¿Algún doble? Un error, seguramente, contestó la hermana. Ella está estudiando en Taiwán. Patricia reconoce que, cuando le propusieron la cobertura, no informó a su familia porque no estaba segura de llegar ni cuánto tiempo se iba a quedar. Luego, una vez en Afganistán, no hubo forma de comunicarse con ellos, pues sus reportes pasaban primero. «Además —precisa—, nadie leía el periódico en casa, menos aún El Comercio, así que yo pensaba que no se iban a enterar». Tuvo que aclarar su situación apenas logró llamarlos, minimizando los riesgos. Estaban inquietos, le pidieron no arriesgar su vida y mantenerlos informados. «Lo bueno —dice riendo—, es que a partir de ese día mi hermana, al saber que yo reportaba a diario, empezó a comprar el periódico todos los días».
Hasta que Patricia comenzó a reportar por televisión, callaron el hecho a su madre. Ella tampoco leía el periódico, pero en cambio, miraba la tele. Por temor a que la viera en la pantalla sin previa información, Patricia la llamó: cumplía con un simple trabajo de periodismo en Afganistán. Tranquilizada, su madre que nunca había viajado y para quien Afganistán, París, Bogotá o Piura era igual, le pidió simplemente que se cuidara.
Se ríe cuando se le pregunta si su credencial de reportera especial de El Comercio le abrió las puertas, y contesta que ser latina, peruana y mujer no eran credenciales que abrieran las puertas. En Pakistán, su presencia no suscitaba ningún interés. Se había dado cuenta desde un principio que cuando recurría a autoridades pakistaníes, simplemente no la veían. Su mirada pasaba por encima de ella y se dirigían a los hombres que estaban detrás. Y no se debía a su pequeña estatura…
Se había convertido en la versión femenina de Garabombo, el invisible, de Manuel Scorza. Y, como Garabombo, decidió aprovechar su invisibilidad porque, en una guerra, a quien pasa desapercibido, le va mejor.
Se le veía incluso tan inofensiva que, una vez en Afganistán, mientras iba camino a Kabul, hizo un alto en Jalalabad, un pueblo en pleno desierto donde, agobiada de calor, les pidió a unos hombres armados que la dejaran ingresar a un ambiente techado. Una vez repuesta, revisó antes de salir la cámara que acostumbraba a tener siempre lista colgando del cuello y, al salir, se topó con ocho hombres apuntándola con sus armas. No se inmutó. Solo pensó que esa sería una buena foto. Agarró su cámara e hizo una serie de tomas. En todas, los afganos sonríen.