Enrique Figueredo

A la velocidad del hachís


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con medidas policiales la crisis estructural, incluida la de seguridad, no podría paliarse.

      Una de las primeras decisiones que tomó el nuevo Consejo de Ministros dirigido por Pedro Sánchez en junio del 2018 fue de una enorme trascendencia para el sur gaditano. Se aprobó un Plan Especial de Seguridad para el Campo de Gibraltar. Fueron algo más de siete millones de euros destinados a reforzar la estructura policial tanto en número como en capacidades de los medios de inteligencia, así como de los grupos de Asuntos Internos dedicados a la lucha contra la corrupción policial. Ese presupuesto especial debía servir también para implementar nuevas medidas de coordinación entre los cuerpos policiales, la fiscalía y los juzgados. Ni los sindicatos policiales ni las asociaciones de guardias civiles, ni algunos alcaldes de la zona, consideraron el esfuerzo del todo suficiente, aunque obviamente dieron la bienvenida a cualquier ayuda.

      Comentan en medios policiales y judiciales que el episodio que aceleró la redacción y aprobación del decreto que recogió todos esos refuerzos fue el ocurrido en mayo del 2018 en Algeciras, en el barrio del Rinconcillo, cuando un grupo de guardias civiles fuera de servicio, pertenecientes a los Grupos de Acción Rápida (GAR), fueron agredidos por un grupo de unas cuarenta personas presuntamente vinculadas a clanes de la droga que estaban celebrando una comunión en un restaurante en el que unos y otros coincidieron. Los guardias fueron atacados con piedras, botellas rotas y bates de béisbol en el aparcamiento del establecimiento. La situación fue tan delicada y tensa que uno de los agentes de la ley llegó a efectuar algún disparo al aire con su arma para alejar a los agresores. Los GAR llevaban destinados allí unos cuantos días en labores de prevención del tráfico de drogas en alguno de los dispositivos puntuales y de menor entidad que ya se estaban llevando a cabo por lo urgente de la situación, antes incluso de desplegarse el Plan Especial de Seguridad que lanzaría el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska.

      Desde la puesta en marcha del nuevo refuerzo policial las estadísticas empezaron a dispararse, hasta el punto que hubo que reforzar juzgados y fiscalías para poder dar salida a la gran cantidad de asuntos que iban acumulándose. Entre el 1 de agosto del 2018 y el 30 de junio del 2019 se incrementaron, con respecto al mismo periodo del año anterior, un 78% el número de operaciones contra el narcotráfico en la zona, y un 87% todas aquellas de índole patrimonial relacionadas con el blanqueo de capitales. Se practicó la asombrosa cifra de 4.852 detenciones, entre ellas las de algunos de los cabecillas más importantes de los clanes de la droga. En el capítulo de las incautaciones de estupefacientes, los números fueron igual de apabullantes: 143.000 kilogramos de hachís; 5.400 kilogramos de cocaína; 500 de heroína; 108 de marihuana, además de 759.000 cajetillas de tabaco de contrabando. La lista se hace más larga todavía: intervención de 750 vehículos para el transporte de la droga, así como 133 embarcaciones, la mayoría de ellas narcolanchas de gigantesco caballaje.

      “El Estado de derecho estaba desapareciendo del Campo de Gibraltar y ahora ha vuelto”, llegó a decir el ministro Grande-Marlaska durante una sesión de control en el Congreso a propósito de los primeros resultados del Plan Especial de Seguridad.

      Muchos esperan todavía que ese regreso del Estado al sur gaditano se amplíe a otras esferas sociales en la zona. Se ha desplegado el plan de seguridad, pero ahora hace falta el de rehabilitación, el que permita nuevas oportunidades laborales, el que amplíe el entramado económico. Ese que permita que se produzca una paulatina sustitución de un mercado viciado por las inyecciones del capital negro que genera el narcotráfico por otro menos enrarecido.

      La esperanza de muchos es que esas inversiones, en definitiva ese plan integral no nato, se lleve a la práctica y el área se revitalice. Tendrá que ser irremediablemente un esfuerzo bien coordinado de todas las administraciones; la central, la autonómica y la local, y hasta me atrevo a decir que también el de la colonia gibraltareña. Hay mucho por hacer. La incógnita que me asalta es si finalmente todo ello mitigará lo suficiente el ecosistema de la narcoactividad. Algunas personas con las que hablé creen que eso no es posible, otros en cambio tienen una fe tremenda en las gentes que pueblan esas tierras y que su florecimiento solo depende de que surjan nuevas oportunidades.

      Pues bríndense. Que no quede por intentarlo. La mayoría de las personas que he conocido en este viaje periodístico merecen que ocurra.

      *En el momento de imprimir este libro, todavía no se había aprobado el plan integral para la comarca campogibraltareña.

      Capítulo primero

      Las hélices le han destrozado el abdomen. El daño resulta irreparable. Como suele decirse en los informes forenses, el cuerpo presenta heridas incompatibles con la vida. Las aperturas en canal incisocontusas inundan la pequeña anatomía. Las palas rotatorias de un motor fueraborda son como cuchillos, mejor dicho, como hachas sobre el tejido humano. La víctima de la atroz acometida tiene 9 años. Ahí se para su reloj. Todo cuanto estaba por venir habitará solo en los pensamientos de unos padres con la vida tan rota como el tronco de su pequeño hijo.

      El cadáver está cubierto por una manta o una toalla. Así lo encuentra la primera patrulla policial al llegar. Lo que acaba de ocurrir es tan traumático que resulta comprensible que los testigos se atropellen a la hora de exponer los detalles de lo que acaban de presenciar. Se genera un enorme alboroto sobre la arena. Griterío de desesperación. Rabia. Los agentes de la ley descubren casi de inmediato que en mitad de todo ese revuelo, los espectadores del suceso mantienen retenido a un hombre. Aunque hay que abrirse paso entre una maraña de maldiciones, improperios e insultos, poco a poco el relato se va aclarando.

      A pesar de la conmoción, resulta incontestable que lo que ha ocurrido es que una narcolancha, una de esas embarcaciones superpotentes que sirven para traer hachís de Marruecos a España a toda velocidad por el estrecho de Gibraltar ha pasado por encima de otra de recreo mucho más pequeña, con la que un padre y su hijo estaban pasando un rato de esparcimiento navegando cerca de la orilla. Los motores de la todopoderosa goma, durante la embestida, han alcanzado al niño mortalmente. Son las 17.00 horas del 14 de mayo del 2018 en la playa de Getares, en Algeciras: uno de esos enclaves estratégicos del narcotráfico en España. La muerte de M., hijo de la ciudad, conmueve a toda la provincia de Cádiz, a toda Andalucía, a España entera.

      El pequeño recién muerto en la playa de Getares es víctima indirecta del negocio sucio de la droga; uno de los delitos más extendidos en la costa gaditana, en la onubense y también en la del Sol. Así se percibe por la mayoría de la población: el niño de Algeciras ha muerto porque un lanchero de la droga le ha pasado por encima.

      Se oye decir en el Campo de Gibraltar que los traficantes entran la droga por Algeciras, por San Roque –era más fácil cuando podía remontarse el río Guadarranque, salpicado entonces por narcoembarcaderos–, o por La Línea de la Concepción, incluso por Sanlúcar de Barrameda o Barbate, pero resuelven sus diferencias a sangre y fuego en Marbella o Estepona, en la vecina provincia de Málaga, donde los actos de sicariato y la violencia entre grupos criminales, incluso mediando explosivos, se han disparado en los últimos años. Son enfrentamientos de grupos delictuales de diversas nacionalidades que quieren dominar el crimen organizado, y por supuesto la droga es una