Carmen Galvañ Bernabé

Diario sin nombre


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nunca antes había observado las lágrimas en un hombre.

       —De niño me encantaba imaginarme que era un glorioso pirata que surcaba los mares con la mayor libertad que se puede sentir. Siempre había considerado a los piratas como hombres nobles que con su espada y sus cantos traían la prosperidad para todo aquel que decidía enrolarse en sus barcos, pero a mí me trajeron la tragedia y la desdicha de nuevo. —Es tanta la emoción y la pasión que le ha puesto a cada una de sus palabras que no las puedo olvidar y las escribo como si todavía las estuviera escuchando.

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       El hombre que lo salvó de aquella cárcel era el farero del Faro del Caballo, buscaba a un joven que le echase una mano con las tareas en el faro y qué mejor que ayudar a alguno de los pobres niños que habían acabado presos en el penal. Mientras me contaba esta historia me he sentido identificado con ese hombre. Yo hubiera hecho lo mismo, por ello me arriesgué en aquellos astilleros en los que trabajaba, aunque gracias a esa valerosa acción hoy he encontrado mi lugar entre estas playas. Mi amigo el farero aprendió el oficio de las manos de aquel hombre que se convirtió en un padre para él.

       —Las aguas turquesas y los acantilados eran mi refugio. Me encantaba silbarles a las aves subido en el torreón del faro. Amo esta tierra porque me ha acogido, pero me gustaría terminar mis días en uno de mis verdes acantilados. Nunca habrá en ningún lugar un paraíso con aquellos colores, los colores de mi tierra. El verde y el azul se funden en una explosión de color que llena el alma de nostalgia. Cuando vi a aquel barco llegar, no pensé que pudieran ser piratas. Lo observé con calma hasta que arribó al acantilado, parecía otro de los barcos que allí llegaban buscando reposo y descanso en la travesía. Los vi cómo comenzaban a trepar por el acantilado, les grité que quiénes eran, pero no me dio tiempo a decir nada más; me golpearon en la cabeza y me desplomé entre las rocas y la hierba. —Tiene esa desenfrenada pasión por su tierra y odia tanto lo que ocurrió que no he podido contener el abrazarlo. Me gustaría algún día conocer aquel faro.

       Cuando mi amigo despertó, el que se había convertido en su padre había sido asesinado por aquellos piratas.

       —Me arrodillé sobre su cama y le lloré durante horas. Aquella noche el faro no iluminó las aguas turquesas y un pequeño rincón de las aguas del Cantábrico quedó en la más plena oscuridad en señal de duelo por la muerte de un hombre que había entregado su vida a divisar el horizonte del mar. Aquella noche apagué la llama del Faro del Caballo. Pero no podía quedarme; con mi pasado pronto me harían a mí responsable de aquella muerte, así que deambulando por ciudades llegué a Málaga en 1901. Necesitaban un nuevo farero y me ofrecí a desempeñar ese trabajo. —Aún mis ojos se humedecen al recordar las tristes palabras de mi amigo.

      No puedo creer que yo ahora esté leyendo estas historias, ocurrieron tantos años atrás que me siento un verdadero afortunado y al igual que el irlandés yo también lloro al escuchar la pobre historia del farero. Me gustaría algún día descubrir las aguas turquesas, transitar por los mismos lugares que los protagonistas de esta historia.

      Me quedan ya muy pocas páginas que leer de este diario, pero no deseo que se acaben, aunque sé que yo tendré que continuar algún día narrando las historias de la mar, es mi sino, el legado que este irlandés sin nombre me entregó hace cien años. Presiento que de una forma u otra en algún momento del pasado estuvimos unidos.

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       Viernes, 14 de febrero de 1913

       Hacía dos días que no escribía líneas en este libro del que soy autor, pero, aunque triste me parezca, ha llegado el momento de poner punto y final a esta historia que comenzó con un hombre irlandés que llegó sin rumbo y encontró un bonito destino en estas tierras costeras del Sur de España. Yo ya soy feliz y lo que pueda escribir en este diario serían ya historias sin espíritu de lucha, sin deseos, sin pasión.

       Mientras narro estas últimas palabras, una de las coplas de marineros que se cantan en esta tierra me impregna de sensibilidad, la sensibilidad que necesito para cerrar con mi pluma las compuertas de este amigo. Aunque antes de finalizar este diario, escribiré una última historia.

       Durante todo este tiempo en Málaga, he conocido a una joven morena, pero de ojos claros, que me tiene en gran estima desde que salvé del hundimiento al buque francés Anatolie. Hemos comenzado a vernos con más frecuencia y siento que me estoy enamorando. Su padre es pescador y durante semanas ella espera con ansias su llegada a la orilla del puerto. Yo la consuelo, le doy esperanza y ambos nos quedamos ensimismados mirando el precioso y enigmático horizonte del mar. Es mariscadora y en los meses veraniegos recoge las almejas que las grandes tabernas de Málaga sirven en lujosos platos. Me he enamorado de ella viendo su piel morena al reflejo del sol y cómo las gotas del agua se mezclan en su piel. Su trabajo es duro, pasa horas y horas arrodillada o en cuclillas recogiendo conchas. Sus manos se agrietan al igual que las de los pescadores, pero nosotros, los cargadores de buques, tenemos un ungüento especial con el que yo acaricio sus manos.

       Hoy, como si el destino quisiera ponerme a prueba, mi antiguo amor platónico, aquella elegante mujer que vi por primera vez el día que arribé a estas costas, ha aparecido en la orilla de la playa con un señorito del brazo. Y por fin he podido saber su nombre y así terminar cerrando esta historia para no dejar a su futuro lector con incertidumbres, con incógnitas. Tan solo mi nombre permanecerá en el más puro secreto.

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       —Ángela de Viana y Figueroa, ¿quieres casarte conmigo? —le ha dicho el elegante señorito, mientras se arrodillaba en la arena de la playa, a la mujer refinada que fue en un tiempo atrás mi amor silencioso.

       Cuando muchos de mis compañeros han presenciado aquella escena, pronto han comenzado a cantar alguna bonita copla con esos tintes sureños y flamencos tan típicos en esta tierra que ya es la mía.

       Hoy estoy tan contento, al fin he recibido carta de mi hermana. Se ha convertido en la diseñadora de los jabones de una famosa empresa marsellesa. Vive en una casa con vistas al mar, con vistas a nuestro ya querido mar Mediterráneo, así que cada vez que mire el atardecer en esta tierra sabré que a la otra orilla ella también me está mirando. El mar es un círculo, sin principio ni final, un gigante en el que siempre hay puerto a donde arribar. Me ha dicho que ha comprado un pequeño barco y que algún día ella y yo navegaremos juntos en él. El resto de la historia de mi hermana me lo guardo para mí porque el mar ya no es el protagonista. Tan solo diré que nuestra madre falleció a los pocos meses de mi partida, una tristeza que me aflige profundamente el corazón se apodera de mí. Yo precipité la muerte de mi querida y luchadora madre, pero supongo que es una carga que deberé arrastrar por siempre. Todos en la vida guardamos tragedias en el fondo de nuestro corazón y solo así nuestra alma se va transformando en una mezcla de melancolía por los buenos recuerdos y de tristeza por aquello que nunca debió de suceder.

       Y es ahora cuando escribo las últimas líneas de este diario antes de entregárselo al farero, mi buen amigo, para que lo esconda entre las rocas que hay junto a La Farola del Mar.

       Este diario sin nombre se ha convertido en el diario de un estibador, en el refugio de pequeñas historias de la mar que no han de quedar en el olvido, y por ello ahora, que ya he contribuido a contar una hazaña más de los trabajadores de este gigante de aguas azules, se lo entrego al tiempo para que este encuentre en un futuro a alguien que continúe anotando en él nuevos logros y conquistas de los cargadores de buques, de los marineros, de los pescadores, de las mariscadoras, de los fareros, de los soñadores de la mar.

      Estas