la crisis es total, e implica todas las perspectivas posibles, cualquier mensaje que tenga que ver con los hechos presentes se convierte en una profecía de nuestra condena y de nuestra destrucción. Por eso es tan difícil hablar y escuchar de las implicaciones de la crisis que afrontamos y hacerlo de tal manera que abra las puertas a la acción. Lo saben bien los periodistas, hoy: las noticias sobre cambio climático no atraen nuestros clics. Saber lo que ya sabemos y no podemos evitar no atrae nuestra curiosidad.
Alejando Quecedo del Val da el paso a hacerlo. Se atreve a ser el mensajero de las malas noticias y se expone a nuestro miedo y a nuestro enfado. Pero si se atreve es porque tras años de jovencísimo activismo necesita, con nosotros, comprender. La comprensión, cuando se intelectualiza, parece ser solamente un acto de la mente individual. Pero en realidad, comprender siempre implica hacerse cargo de la situación en la que unos determinados hechos o informaciones tienen lugar. Por tanto, no hay comprensión posible desde una sola perspectiva. Siempre implica algún de tipo de complicidad y de interlocución.
¿Podemos hacernos cómplices de Alejandro, de sus compañeros y compañeras de luchas ambientales y de todos aquellos proyectos colectivos que hoy, a diferentes escalas, están tomando en sus manos el cuidado y el cultivo de lo que siglos de capitalismo cada vez más desbocado han llevado hasta el límite de su devastación? Para adentrarse en esta complicidad hay que dar el paso, también, a querer comprender. No basta con los datos que aseguran el colapso de las actuales formas de vida. No nos falta conocimiento: nos falta reflexión. Y para ello hay que poder llegar a percibir y a asumir, como elementos para un cambio, el sentido profundo de sus consecuencias. Y lo primero es preguntarnos: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
Dice Alejandro, retomando una de las muchas conversaciones que atraviesan este libro, que si la historia geológica de la Tierra durara 24 horas, el tiempo de la humanidad en ella sería de 3 segundos: tres segundos para llevar nuestra propia existencia y la de múltiples ecosistemas al límite de su subsistencia. Podemos pensar que simplemente somos una plaga irreversible, que como otras devastará los ecosistemas con los que interactúa y sobrevivirán otros. O podemos imaginar que el mismo repertorio cultural y ético que hemos creado en esos mismos 3 segundos puede darnos también las razones y los instrumentos con los que tomar un camino que defienda nuevas formas de vida posibles.
A veces da la sensación de que el Apocalipsis es un imaginario reconfortante. Que nos descansa más pensar que todo «se va a pique» irreversiblemente, porque así podemos seguir viviendo como vivimos sin la incomodidad ni la exigencia de tener que cambiar nada. La comodidad del miedo es paradójica y por eso hoy alimentamos el miedo con más miedo, la impotencia con más impotencia y la carrera hacia adelante como el único modo de no tenernos que comprometer. ¿Cómo interrumpir este círculo infernal? ¿Y cómo hacerlo más allá de las buenas palabras y de la llamada moralista a la conciencia? ¿Cómo salir, en fin, de la dialéctica entre quienes predican el final y quienes predican solamente una moral?
La clave es encontrar cómo combinar, hoy, la dimensión total de esta crisis y la acción urgente. La urgencia no es buena compañera de la complejidad. Y en este caso, la complejidad no es abstracta, sino un entramado inextricable de intereses económicos y geopolíticos que utilizan un poderoso aparato tecnológico y cultural que nos mantiene muy alejados de poder tomar cualquier acción por nuestra cuenta que no sea ridícula o testimonial. ¿Quién puede tomar, entonces, las decisiones que corresponden a la urgencia de la acción, cuando quienes tienen el monopolio de la decisión global calculan a corto plazo el rédito de cualquier cambio de rumbo global? Es evidente que no podemos esperar a que se sientan amenazados por las consecuencias de sus propias decisiones. El mundo rico siempre ha vivido de la ficción de su inmunidad: desde los señores en sus castillos amurallados hasta los yuppies y gurús de hoy en sus jets e islas privadas, desde los delirios de inmortalidad de los reyes hasta las fantasías extraterrestres de los dueños de las grandes corporaciones del mundo actual. Su eternidad ya no es divina: se proyecta en inmaculadas colonias en Marte.
La idea de cambiarlo todo a través de una acción histórica y colectiva contundente recibió hace pocos siglos un nombre: revolución. ¿Qué revolución necesitamos hoy para hacer efectivo el derrocamiento de este entramado de poder que no sólo impone su dominio sino la devastación de tantas formas de vida? Si seguimos las pistas que nos ofrece el autor de este libro, de la mano de sus experiencias y lecturas, podríamos decir que la revolución que necesitamos surgirá de la combinación entre dos nociones: la imaginación y la guerra. La imaginación prefigurativa de esas formas de vida que deseamos proteger y crear. Y la guerra decidida contra esta guerra desatada desde hace décadas por el capitalismo global. La crisis ecosocial no es una crisis: es una guerra contra la vida y contra la historia. Guerra a la guerra: fue una consigna que circuló en algún momento de 2003, durante la invasión de Irak. El movimiento contra la guerra era pacifista y combativo a la vez. Sabía que no hay paz sin lucha. ¿Cuáles tienen que ser, hoy, nuestras guerras contra la guerra?
La historia de las revoluciones modernas nos ha enseñado que sin un cambio cultural y filosófico profundo, cambian los gobiernos y sus estructuras, pero no las relaciones de dominación. En unos casos, la filosofía quedó dramáticamente separada de la revolución y la acción política avanzó a ciegas. En otros, la revolución cultural se impuso como una tarea de disciplinamiento que cambió las formas de expresión pero no su sentido. Alejandro Quecedo del Val apunta a la necesidad de una reforma del ser y del sentir que nos conecte de nuevo con la naturaleza. Es importante recalcar esta dimensión estética de la transformación: estética no significa artística sino un cambio de la sensibilidad. Deleuze ya lo escribía siguiendo a Nietzsche: toda verdadera crítica implica hacerse una nueva sensibilidad. La pregunta, hoy, es: ¿cómo podemos hacer que esto pase en la urgencia? O quizá podríamos cambiar el orden y el sentido de la pregunta: ¿podría ser la urgencia lo que desencadenara, por fin, el cambio de sensibilidad que hasta ahora las sociedades modernas han estado evitando y postergando sin remedio?
La valentía de Alejandro toma cuerpo cuando se retrata a sí mismo en lo que llama el espectáculo climático, junto a Greta Thunberg y otros jóvenes activistas en la sede de la ONU, entre ovaciones, golpes en la espalda y manos que no toman ni una sola nota a partir de sus palabras. En las solapas de los lujosos trajes de los dirigentes del mundo lucen los pins con el círculo multicolor de los ODSs: en ellos se concentra todo el poder de la ideología para sostener, con palabras obvias y consensos indiscutibles el statu quo y sus políticas. «La política climática se ha convertido en un espectáculo que elude afrontar las preguntas esenciales, tomar las decisiones requeridas y que aborta la crítica» podemos leer en este libro. Y lo escribe quien nos narra, en primera persona, su participación en el gran teatro del mundo en descomposición. Sólo por eso ya hay que celebrar y agradecer el testimonio y las reflexiones de este libro: son la clave para romper el círculo de la impotencia, la indiferencia y el miedo que hacen hoy más sombría la vida en este planeta amenazado. El primer paso para entrar en acción es cuestionar la propia complacencia. El segundo, como muestra este libro, hacer el esfuerzo de comprender. Y el tercero… si hemos dado los dos primeros, ya será haber abierto un largo camino.
LOS SILENCIOS DEL BOSQUE
Otoño de 2020, Gråfjellet (Flekke).
Hace siete días que el sol no se deja ver. Su luz apenas traspasa las ramas desnudas de los árboles que forman los bosques de ensueño que me envuelven en las faldas de Jarstadheia. A mi paso, la hojarasca, cubierta de escarcha, se desintegra bajo la presión de mis botas. Su desgarro es el único sonido perceptible en la fascinante oscuridad del mediodía. No se oye ningún aleteo, ningún graznido. Sólo el quebranto de la hojarasca y mi respiración. Sólo eso desafía al silencio. A lo lejos, la niebla y el fiordo continúan unidos en una melancólica estampa. La erosionada desnudez de las paredes sugiere el inmenso brazo de mar en torno al que giran las vidas de los pueblos arraigados en el fiordo, insignificantes bajo las montañas de ensueño, invisibles entre la niebla.
Sigo una hilera de estacas rojas que me conducen hasta una cascada. La estremecedora monotonía del silencio se desvanece. Ya no siento mi respiración ni la hojarasca desintegrarse bajo mis botas. Vislumbro el arroyo y un poco más arriba la cascada, desenfrenadamente salvaje.