Tiffany McDaniel

Betty


Скачать книгу

—Ella apartó la vista—. Creía que era otra persona. También trabaja aquí cavando tumbas.

      —¿Cómo se llama? —preguntó el hombre, sin dejar de trabajar.

      —No lo sé, pero puedo decirle que es alto y flaco. Pelo moreno, ojos marrón oscuro…

      —¿Piel también oscura? —El hombre clavó la pala en la tierra—. Ya sé a quién se refiere. Lo último que sé es que lo contrataron en la fábrica de pinzas que hay en las afueras del pueblo.

      Ella se dirigió a la fábrica de pinzas y se quedó fuera de la verja. A mediodía, cuando sonó la sirena, los hombres salieron del edificio a almorzar. Ella lo buscó entre la multitud de camisas azules y pantalones de un azul más oscuro. Por un momento, pensó que no estaba allí. Entonces lo vio. A diferencia de los otros hombres, él no tenía fiambrera. Se lió un cigarrillo, lo encendió y se alimentó de su humo paseando la vista por las copas de los árboles.

      ¿Qué mira?, se preguntó ella mirando también las hojas que se mecían al viento.

      Cuando bajó la vista, él la estaba mirando.

      ¿Esa es la chica?, se preguntó él. No estaba seguro. Había pasado tiempo. Además, ahora tenía morados en la cara que le ocultaban las facciones. Y desde luego los ojos hinchados no ayudaban a identificarla. Entonces vio la forma en que el cabello le ondeaba como barba de maíz sobre las orejas y supo que se trataba de la chica de la lluvia. La chica que después se había puesto rápidamente las bragas.

      Se fijó en cómo posaba la mano con mucha delicadeza sobre su barriga, que no era tan plana como él recordaba. Expulsó suficiente humo para ocultar su rostro y volvió a la fábrica. El olor a madera, el sonido chirriante de la sierra y el polvillo que inundaba el aire como constelaciones de estrellas no hicieron más que retrotraerlo a aquel momento en el cementerio. Se acordó de la lluvia y de cómo caía entre las ramas del árbol y salpicaba las pupilas de la chica, para luego acumularse en el rabillo de sus ojos y correr por sus mejillas.

      Cuando la sirena que anunciaba el final de la jornada sonó horas más tarde, él salió delante de los demás hombres. Vio que ella no se había ido. Estaba sentada en el suelo enfrente de la verja de hierro de la fábrica. Tenía cara de cansancio, como si hubiese estado en un millón de funerales y en todos hubiese sido la única portadora del féretro. Se levantó a medida que él se acercaba.

      —Tengo que hablar con usted.

      A ella le tembló la voz mientras se limpiaba el polvo de la parte trasera de la falda.

      —¿Es mío?

      Él señaló su barriga antes de empezar a liar otro cigarrillo.

      —Sí —se apresuró a responder ella.

      Él siguió un pájaro con la vista por el cielo y luego volvió a ella y dijo:

      —No es lo peor que he hecho en mi vida. ¿Tiene una cerilla por casualidad?

      —No fumo.

      Terminó de liar el cigarrillo y se lo puso detrás de la oreja.

      —Trabajo hasta las cinco todos los días —dijo—. Pero me dan una hora para comer. Iremos al juzgado. Es lo máximo que puedo hacer. ¿Le parece bien?

      —Sí.

      Ella hundió el dedo gordo del pie descalzo en la tierra entre los dos.

      Él empezó a contar sus morados en silencio.

      —¿Quién se los ha hecho? —preguntó.

      —Mi padre.

      —¿Desde cuándo vive el diablo en el corazón de su padre?

      —Toda mi vida —contestó ella.

      —Pues un hombre que pega a una mujer solo me despierta rabia. La rabia que deja un sabor en el fondo de la garganta. Y no vea lo mal que sabe. —Escupió al suelo—. Perdone el gesto, pero no puedo guardarme algo así. Mi madre siempre decía que un hombre que maltrata a una mujer camina torcido, y un hombre que camina torcido deja una huella torcida. ¿Sabe qué vive en una huella torcida? Solo cosas que prenden fuego a los ojos de Dios. A mí no se me dan bien muchas cosas, pero sí sé descargar mi rabia. Como es su padre, no lo mataré si usted no quiere. Respetaré sus deseos, de verdad. Pero pronto será mi esposa, y no valdría un comino como marido si no le pusiera la mano encima al hombre que se la puso a usted.

      —¿Qué le haría sin llegar a matarlo? —preguntó ella, mientras sus ojos hinchados se iluminaban.

      —¿Sabe que su alma está aquí?

      Él le tocó con delicadeza el puente de la nariz. Fue un gesto más íntimo que cualquiera de las cosas que habían hecho antes.

      —¿De verdad? —quiso saber ella—. ¿En mi nariz?

      —Ajá. Es donde está el alma de todo el mundo. Cuando Dios nos dijo que aspiráramos el alma por los agujeros de la nariz, se quedó en el sitio por donde entró.

      —Entonces, ¿qué le haría? —preguntó ella de nuevo, más impaciente que antes.

      —Le quitaría el alma —contestó él—. En mi opinión eso es peor que la muerte. Porque sin alma, ¿quién eres?

      Ella sonrió.

      —¿Cómo se llama, señor?

      —¿Que cómo me llamo? —Él bajó la mano de la cara de ella—. Landon Carpenter.

      —Yo soy Alka Lark.

      —Mucho gusto, Alka.

      —Mucho gusto, Landon.

      Cada uno pronunció el nombre del otro una vez más en voz baja mientras se dirigían a la vieja camioneta de él.

      —No suelo llevar a damas —dijo él, quitando las raíces de diente de león del asiento para que ella se sentase—. El olor que nota es de tomillo, por cierto.

      A ella se le clavaron unas piedrecitas en la parte posterior de los muslos al sentarse. Él cerró la puerta detrás de ella. Ella observó detenidamente cómo rodeaba el vehículo para subir por el lado del conductor. Cuando arrancó el motor, ella tuvo la certeza de que no había vuelta atrás.

      —¿En qué piensas? —preguntó él, viendo que su mirada se llenaba de gravedad.

      —Es solo que… —Ella se miró la barriga—. No estoy segura de qué clase de madre seré ni qué clase de bebé tendré.

      —¿Qué clase de bebé? —Él rio por lo bajo—. Bueno, yo no soy muy listo, pero sí sé que será un niño o una niña. Y a mí me llamará papá y a ti mamá. Esa es la clase de bebé que será.

      Enfiló la carretera con la camioneta.

      —Me parece que hay cosas peores que te llamen mamá —dijo ella antes de levantarse para mirar por encima de las hierbas secas del salpicadero e indicarle el camino al que hasta ahora había sido su hogar.

      Cuando llegaron a la casita blanca, el abuelo Lark estaba en el columpio del porche. La abuela Lark le estaba sirviendo un vaso de leche. Mamá pasó tan rápido por delante de los dos que casi entró corriendo, haciendo caso omiso de las preguntas sobre quién era el hombre que la acompañaba y por qué creía que podía poner el pie en su porche.

      Mamá notó que la ira aumentaba en la voz del abuelo Lark cuando entró corriendo en su cuarto. Empezó a echar toda la ropa que pudo sobre la colcha de la cama.

      —¿Qué me olvido?

      Echó un vistazo a la habitación.

      Se acercó a la ventana abierta, pero en lugar de asomarse y centrar la vista en su padre —que, tumbado en el jardín, recibía la andanada de puñetazos que le asestaba papá—, miró las breves cortinas de algodón que enmarcaban la ventana. Eran amarillas y tenían unas florecitas blancas estampadas. Se preguntó si necesitaba cosas tan bonitas para