de modales, saludó a un caballero muy condecorado y estirado, con patillas y corbata blanca.
Con el codo en la orilla de la ventana, y con voz melosa, le habló durante un gran rato. Por último dijo:
—Señor conde: a mí no me apura el tener que servirme de corredores.
Se resignó el hidalgo y Arnoux le entregó veinticinco luises, y cuando se fue dijo:
—¡Estos señorones son pesadísimos!
—¡Y unos miserables! —murmuró Regimbart.
A medida que el tiempo transcurría, aumentaban las ocupaciones de Arnoux: clasificaba artículos, abría cartas, preparaba las cuentas; al ruido de los martillazos en el almacén, salía para vigilar los envases; se entregaba luego a su tarea, y mientras hacía correr la pluma por el papel replicaba vivamente a las bromas. Por la noche debía cenar con su abogado, y al día siguiente partir para Bélgica.
Los otros, entre tanto, charlaban de los asuntos de actualidad: del retrato de Cherubini, del anfiteatro de Bellas Artes, de la próxima exposición. Pellerin arremetía contra el Instituto. Los chismes, las discusiones, se entrecruzaban. La habitación, baja de techo, se veía de tal modo abarrotada, que no era posible rebullirse, y la luz de las bujías rosa se filtraba por entre la humareda de los cigarros, como los rayos del Sol a través de la bruma.
Se abrió la puerta de junto al diván y entró una mujer alta y enjuta, con un vestido negro de seda; a sus movimientos bruscos se entrechocaban, tintineando, los dijes de su reloj.
Aquella era la mujer entrevista por Frédéric el verano último, en el Palais-Royal. Algunos, llamándola por su nombre, estrechaban su mano. Hussonnet, por fin, consiguió echarle el guante a unos cincuenta francos. Al dar las siete el reloj, todos se retiraron.
Arnoux dijo a Pellerin que se quedara, y condujo al gabinete a la señorita Vatnaz.
Frédéric no pudo oír lo que decían, porque hablaban en voz baja.
Sin embargo, la voz femenina se elevó de pronto:
—Hace seis meses que el negocio está hecho y yo sigo aguardando.
Después de un prolongado silencio, la señorita Vatnaz reapareció.
Sin duda Arnoux le había prometido nuevamente algo.
—¡Oh, oh! Ya veremos más adelante.
—¡Adiós, hombre dichoso! —dijo la mujer, retirándose.
Arnoux penetró prestamente en el gabinete, se untó de cosmético el bigote, se arregló los tirantes y mientras se lavaba las manos dijo:
—Necesitaría dos sobrepuertas, a doscientos cincuenta francos cada una, género Boucher. ¿Estamos?
—Perfectamente --dijo el artista, que estaba arrebolado.
—¡Bueno! Y no se olvide usted de mi mujer!
Frédéric acompañó a Pellerin hasta lo alto del barrio de la Poissonnière, pidiéndole permiso para visitarle de vez en cuando, a lo que amablemente accedió su compañero.
Pellerin leía todas las obras de estética para descubrir la verdadera teoría de lo bello, en la seguridad de que cuando la encontrara haría obras maestras. Se rodeaba de todos los auxiliares posibles, dibujos, estatuas de yeso, modelos, grabados; buscaba, rebuscaba, se consumía, y acusando de su impotencia al tiempo, a sus nervios, a su estudio, se iba a la calle en busca de inspiración, estremeciéndose cuando creía atraparla, y luego abandonaba su obra, soñando con otra que debía ser más bella. Atormentado de este modo por sus ansias de gloria, malgastando su tiempo en discusiones y creyendo en mil necedades, en los sistemas, en los críticos, en la importancia de un reglamento o de una reforma en materia de arte, no había producido, a los cincuenta años de edad, más que bocetos. Su gran orgullo le impedía sufrir el más leve desaliento; pero siempre estaba irritado y en ese punto de exaltación a la vez ficticio y natural que es como la idiosincrasia de los comediantes.
Al entrar en su casa se veían dos grandes cuadros, cuyos primeros toques, acá y allá, ponían en el blanco lienzo manchones oscuros, rojos y azules. Por encima, y hecho con tiza, se extendía un enrejado de líneas, como las mallas, veinte veces zurcidas, de una red; era imposible comprender nada de aquello. Pellerin explicó el asunto de los dos cuadros, indicando con el pulgar las partes que faltaban. Uno debía representar La demencia de Nabucodonosor, y el otro, El incendio de Roma por Nerón. Ante uno y otro se extasió Frédéric.
Y se extasió igualmente ante unas figuras de mujeres desmelenadas, ante unos paisajes en los que abundaban los troncos hendidos por la tempestad y, sobre todo, ante unos caprichos a pluma, a la manera de Callot, de Rembrandt o de Goya, cuyos originales no conocía. Pellerin no estimaba ya aquellos trabajos de su juventud. Ahora le había dado por el estilo ampuloso; dogmatizó acerca de Fidias y de Winckelmann, elocuentemente. Cuanto había a su alrededor reforzaba el brío de su acento; se veía allí una calavera sobre un reclinatorio, unos yataganes, un hábito de monje, que Frédéric se puso.
Cuando llegaba temprano le sorprendía en su desvencijado catre, que ocultaba un pedazo de alfombra, pues Pellerin, como iba con asiduidad a los teatros, se acostaba tarde. Le servía una vieja haraposa, comía en un bodegón y vivía sin querida. Sus conocimientos, adquiridos a la buena de Dios, daban un cierto y divertido encanto a sus paradojas. Su odio por lo vulgar y lo burgués se desbordaba en sarcasmos de un soberbio lirismo y era tal su fervor religioso para los maestros, que gracias a él llegaba hasta ellos.
Pero ¿por qué no hablaba nunca de la señora Arnoux? Por lo que al marido respecta, unas veces le decía buen muchacho y otras charlatán. Frédéric aguardaba sus confidencias.
Un día, hojeando uno de sus cuadernos de apuntes, descubrió un retrato de gitana con un cierto parecido a la señorita Vatnaz, y como esta individua le interesaba, quiso saber algo de ella.
Creía Pellerin que en un principio había sido institutriz en provincias; pero ahora daba lecciones y procuraba escribir en los periodiquillos.
Por su manera de portarse con Arnoux, podía suponerse, según Frédéric, que era su querida.
—¡Bah! Tiene otras.
Entonces el joven, volviendo el rostro, que enrojecía de vergüenza ante la infamia de su pensamiento, añadió con tono decidido:
—Su mujer, sin duda, le pagará con la misma moneda.
—¡De ningún modo! Es honrada!
Frédéric tuvo remordimientos y asistió con más frecuencia a la reunión.
Las enormes letras que componían el nombre de Arnoux en la placa de mármol, sobre el dintel de la puerta, se le antojaban, a modo de escritura sagrada, particularísimas y llenas de significaciones. La amplia acera, en pendiente, facilitaba su marcha; la puerta se abría casi por propio impulso, y el picaporte, suave al tacto; tenía la cordialidad y como la inteligencia de una mano entre la suya. Insensiblemente se hizo tan puntual como Regimbart.
A diario, Regimbart se sentaba en su sillón, junto a la chimenea; se apoderaba, y ya no lo dejaba, de El Nacional, exteriorizando sus pensamientos con exclamaciones o simples encogimientos de hombros. De vez en cuando se enjugaba la frente con un pañuelo de bolsillo que él llevaba, hecho un rollo, entre dos botones de su levitón verde. Usaba pantalón con raya, zapatos abotinados, corbata de nudo y un sombrero de alas vueltas, por el que era reconocido de lejos entre la multitud.
A las ocho de la mañana bajaba de las alturas de Montmartre a tomar un vaso de vino blanco en la calle de Nôtre-Dame-des-Victoires.
Su almuerzo, al que seguían varias partidas de billar, lo entretenía hasta las tres; a dicha hora se encaminaba al pasaje de los Panoramas para tomar el ajenjo. Después de la sesión en casa de Arnoux, se iba al cafetín Bordelés para tomar el vermouth; luego, en vez de irse a su casa con su mujer, prefería, con frecuencia, comer solo en otro cafetín de la plaza Gaillon, donde quería que le sirviesen "platos caseros, cosas sencillas". Por último, se