Fundación Jaime Guzmán

Escritos Personales


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       Esquema manuscrito del libro que proyectaba Jaime Guzmán. Sólo algunos de sus capítulos llegarían a ser redactados en forma completa.

      La segunda parte contiene una entrevista realizada a Jaime Guzmán en abril de 1987, en la que se extiende sobre su participación en el Gobierno Militar y otros temas que permitirán al lector tener una visión más global de su pensamiento.

      Jaime Guzmán fue conocido por su extensa labor pública, la cual le llevó a participar en las grandes tareas nacionales creando instituciones a través de las cuales proyectó su visión política. Sin embargo, fue una persona con ideas originales en ámbitos más amplios que los estrictamente políticos. Poseía una voluntad de servicio público tal, que le hizo postergar otras sentidas aspiraciones personales. Esta vocación se manifiesta claramente en su especial interés en la formación religiosa, moral y la política de los jóvenes, a lo cual dedicó gran parte de su tiempo. A través de múltiples actividades fue dando de sí sus mejores energías, en un ejemplo de integridad y coherencia de vida que merece ser recogido para beneficio del país y de las generaciones futuras. Al mismo tiempo, de su labor destaca no sólo la dedicación a ella, sino, muy especialmente, la eficacia con que ésta fue abordada, lo cual le permitió cosechar frutos de mucha envergadura.

      Uno más de estos frutos es la publicación de este libro. Hoy ve la luz gracias a que la Fundación Jaime Guzmán E. nació con el fin de preservar y dar a conocer dicha labor. Esta es una institución cuyo objeto es mantener y continuar el testimonio de la vida de Jaime Guzmán mediante la defensa de valores, la promoción de ideas nuevas y, especialmente, la formación de jóvenes, todo ellos inspirado en una concepción espiritual y trascendente del hombre.

      Al momento de presentar este libro, queremos agradecer a todas aquellas personas que en forma desinteresada colaboraron con esta tarea, y en forma especial a la periodista María Cecilia Álamos, quien dirigió su producción.

      Agradecemos la gentileza de los centros de documentación de El Mercurio y de Copesa, quienes aportaron importante material fotográfico.

      FUNDACIÓN JAIME GUZMÁN E.

       PRIMERA PARTE

1 EL ESPIRITU DE CONSIGNA

      Cuando de niño leí por primera vez El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, hubo muchas partes cuyo significado no entendí. Sólo la madurez me permitiría comprender ese libro escrito bajo la forma de estar dirigido a los niños, pero cuyo mensaje alcanza a todos los seres humanos, sin fronteras de edades, culturas o creencias. Desde su primera lectura ese libro me cautivó, manteniéndose hasta hoy como una de las obras por mí más queridas.

      Entre los trozos cuyo significado menos capté en esa primera lectura, estaba la visita del Principito a un diminuto planeta, en el cual sólo existía un farol y un hombre que lo prendía y apagaba maquinalmente según una periodicidad rígida, casi esclavizante.

      Interrogado por el Principito sobre por qué hacía lo descrito, el farolero le respondió simplemente: “es la consigna”. Ante la réplica del Principito señalándole que no le entendía, su interlocutor le precisó “no hay nada que entender... la consigna es la consigna”.

      El farolero explicó enseguida que antes su oficio era razonable, porque el planeta giraba a una velocidad que le exigía encender y apagar el farol una vez por día. Pero que ahora el planeta giraba cada vez más rápido y su tarea se había vuelto agotadora... porque la consigna permanecía idéntica.

      Cuando comencé a conocer la política chilena, descubrí poco a poco que su desenvolvimiento, y con éste el destino del país, estaba esclavizado por consignas. Cualquier intento de cuestionarlas aparecía tan temerario y estéril como el ingenuo esfuerzo del Principito. Y la mayoría de los ciudadanos se sometía a los moldes de las consignas sin pretender explicaciones satisfactorias. Igual que el farolero, las acataban como algo impuesto, respecto de lo cual nada había que procurar entender.

      Las consignas eran similarmente compactas y cerradas de parte de quienes sustentaban posiciones más conservadoras y de aquellos que convocaban a aventuras revolucionarias. El éxito que estas últimas alcanzaron entre 1964 y 1973, bajo las sucesivas fórmulas de la Democracia Cristiana y el marxismo-leninismo que gobernaron al país en ese decenio, fue el fruto de un ambiente general que hacía más atrayentes las consignas revolucionarias, de grandes mitos globalizantes frente a la sociedad.

      No se trataba del respaldo consciente del pueblo a determinadas ideas precisas, analizadas y evaluadas con un mínimo rigor. Era la efímera subyugación ante ciertas consignas revolucionarias, ya que frente a ellas sólo se levantaban otras consignas y no un cuerpo de conceptos sólidos, capaz de desnudar y vencer a las primeras. Y mientras las revolucionarias emergían con todo el vigor de las utopías, las consignas opuestas languidecían opacas, reflejando a una derecha desgastada y acomplejada.

      Ciertamente, el lenguaje oficial del gobierno militar implantado en 1973 no ha sido tampoco ajeno al espíritu de consigna. Pero creo que, contra lo que pudieran pensar quienes lo pintan como un régimen opresivo, la ciudadanía ha conocido en este periodo una vida menos sometida al quehacer político, y por ese específico motivo, con mayores posibilidades para formarse un juicio propio más libre y ajeno a las consignas.

      Creo que el actual repudio ciudadano a las viejas dirigencias políticas, por entero ajenas a la profunda evolución experimentada por el país desde 1973, expresa un rechazo a la perspectiva de que se nos arrastre nuevamente a una pugna entre consignas ciegas y huecas, que sólo disfrazan ya sea pequeñas ambiciones, intereses y rencillas personales o de grupo, o bien grandes amenazas de signo mesiánico o totalitario. Porque la consigna es útil para cualquiera de estas dos hipótesis. Para lo único que no sirve es para construir un régimen político, ni mucho menos una democracia sana, moderna y eficiente.

      La reducción de la vida política a una batalla entre consignas, revela toda una deprimida actitud moral de los cuadros dirigentes que la impulsan o que se someten a ella. Detrás de tal conducta, subyace siempre una falsificación de la realidad. El eslogan reemplaza al raciocinio y los instintos más viscerales sustituyen al auténtico ejercicio de la voluntad.

      Quizás la única diferencia reside en que los totalitarismos son consecuentes al proceder de ese modo, porque en su esencia está siempre el propósito de anular la capacidad crítica de los seres humanos a quienes procura someter. Más aún, los totalitarismos aspiran a moldear las conciencias hasta sus más ocultos rincones para asegurar así sus pretensiones de irreversibilidad.

      Los sectores humanistas y favorables a una sociedad libre, al caer en semejante vicio traicionan, en cambio, lo más básico de sus principios con una actitud que sólo denota inconsecuencia o móviles bastardos.

      En todo caso, el resultado es siempre el mismo. La política se convierte en un martilleo de propagandas en favor de ideas-fuerzas, que procuran evitar el análisis matizado, sereno y reflexivo. Los políticos temen desafiar las consignas imperantes, aterrados de que una inicial incomprensión dificulte sus ambiciones. Las iniciativas se juzgan no por sus cualidades o fallas intrínsecas, sino por su origen o autoría, rechazándose a priori todo cuanto provenga del adversario. Los partidarios de los gobiernos defienden a brazo partido todo lo que ellos realicen u omitan, mientras que los opositores le desconocen cualquier mérito e incluso se esmeran en hacerlo fracasar y se complacen en la medida en que lo consiguen, como si de por medio no estuviese la patria en cuanto objetivo común que compromete y afecta a todos sus habitantes.

      ¿No hemos palpado acaso, cada uno de nosotros, el regocijo indisimulable con que las sucesivas oposiciones chilenas denuncian