Isabel de Naverán

Ritual de duelo


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espinal. Es como si la imagen fuera a quemarse. En la sensación de certeza que a veces provocan los sueños yo sé que esa luz es la muerte actuando y me preguntas ¿lo ves? y digo sí y me preguntas ¿tienes miedo?, y me quedo callada y después miento, digo no, no tengo miedo, digo, eso es el amor, ¿lo ves?, siempre ha estado ahí. Pero en el sueño yo tenía muchísimo miedo.

      Estás sentada al fondo de la habitación, junto a la ventana, en contraluz violeta, iluminado tu contorno, pareces estar esperándome. Me regalas este rato juntas, en la suspensión propia del sueño, al margen de la actividad diaria, de los compromisos y tareas, nos tocamos sin hablar. Mi cara cerca de la tuya, la siento como una piel viva, a pesar de la inmovilidad, emite cierto calor. Echo en falta el tacto de tu piel, quizás porque, al final, nuestro lenguaje era casi solo eso, o a través de eso, del contacto de la piel, incluso después fue también eso, al menos por unas horas, el calor que desprendía tu piel hasta enfriarse del todo.

      Un día vino sola en metro a Bilbao y le dimos la noticia del embarazo mientras comíamos en casa. Este sería su octavo nieto. Recuerdo cómo dejó la cuchara y bajó muy despacio la mirada hacia el plato. Estaba serena.

      En los meses siguientes sufrió caídas inesperadas. Al principio lo suyo se englobó bajo la etiqueta de Parkinsonismo atípico. Pero después de varias pruebas técnicas, escáneres y tacs, tras descartar un párkinson, una demencia senil y un Alzheimer, las consultas con la doctora R. pasaron al hospital de Cruces. En una de estas consultas mi madre dijo me cuesta encontrar algunas palabras. La doctora levantó la mirada del papel donde tomaba notas. Puedes repetir lo que has dicho. Que tengo problemas con el lenguaje. Entonces fue cuando se derivó su caso al doctor G., cuya consulta se situaba unas puertas más allá en el mismo pasillo.

      Primero caminar en línea recta, lo que llaman marcha tándem. Seguido, levantar los brazos hacia delante, abriendo y cerrando los dedos de las manos lo más velozmente posible. Y, por último, sentada sobre la camilla, mover los globos oculares (sin mover la cabeza) hacia los lados y hacer lo mismo hacia arriba y hacia abajo. Entonces observé cómo no era capaz de mover los ojos hacia abajo sin agachar la cabeza. La mirada se quedaba dirigida hacia delante o, como mucho, cuarenta y cinco grados hacia abajo. Le diagnosticaron Parálisis Supranuclear Progresiva (PSP). Para entonces mi hijo tenía seis meses.

      Era junio de 2014 y todavía hablaba y caminaba con aparente normalidad. Se movía con autonomía, venía sola en metro a Bilbao con intención de visitar a su nuevo nieto. Y luego hacía cosas como presentarse sin previo aviso en casa. Todo con cierta urgencia, cualquier pequeña tarea del día a día, por nimia que fuera. Como si no hubiera un mañana.

      En una de las siguientes consultas, solicitó un análisis genético. La PSP es una enfermedad rara con una frecuencia de uno entre cien mil. Al parecer se produce por una mutación genética, que provoca una acumulación excesiva de proteína TAU en la zona frontal del cerebro. La enfermedad afecta a la coordinación del movimiento y no es que su cuerpo se paralice, no es que se vuelva rígido, no es que se agarrote; lo que ocurre en esta enfermedad es que las señales, las órdenes emitidas por el cerebro, no llegan a su destino. La PSP afecta también a la coordinación del habla y afecta al lenguaje, diciendo por ejemplo lo contrario a lo que se quiere. Le haces una pregunta y te dice no, cuando quiere decir sí. Y se da cuenta, y hay que volver a preguntar y asegurarse. Las respuestas y movimientos automáticos, involuntarios, salen sin previo aviso. Cruzar la calle. Agarrarte de la mano con fuerza. Ella era consciente y se frustraba. La enfermedad provoca esa falta de coordinación, pero no afecta a la memoria, ni al juicio, ni a la capacidad de razonar. Solo ese desajuste entre movimientos voluntarios (impidiéndolos) e involuntarios (haciéndolos sin querer, por inercia).

      Sabía que, por el aspecto que iba cobrando, otros podrían pensar que su cerebro estaba afectado. Ella misma tenía ese miedo. Por eso cuando nos encontrábamos con alguien se apresuraba a decir la cabeza la tengo bien. Y de tanto que lo decía, nos reíamos, porque de tanto que lo dices pareces una loca, le decía yo en bromas. Y entre bromas creíamos sortear también la reorganización social que rodeaba todo.

      Asumí la tarea de ir con ella a las consultas de neurología y ser la portavoz de la familia en el hospital, y de los médicos en casa, mientras que mis hermanos y hermanas se ocupaban de cubrir otras muchas necesidades que fueron en aumento a lo largo de los años: las de mi padre, las de la casa, las del día a día en Algorta; y mientras J. se ocupaba de M. para que yo pudiera ocuparme de mi madre.

      El rol de mediación con los médicos me sosegaba en cierto sentido porque me permitía relacionarme con la enfermedad a un nivel técnico y científico, a través del funcionamiento de un sistema, entender una estructura atendiendo a los cambios que aparecían, clasificándolos. Al principio anotaba en un cuaderno cada uno de los nuevos síntomas, que compartía y consultaba con el neurólogo cada tres meses.

      En mi cartera pegué el código de barras de su tarjeta sanitaria para acceder al número de turno en caso de que hubiera olvidado la suya en casa.

      Las consultas eran los miércoles a las cuatro de la tarde en el hospital de Cruces. Nos sentábamos en la sala de espera y dedicábamos unos minutos a repasar juntas lo que ella quería consultar con el doctor. Yo apuntaba en el cuaderno un listado de síntomas que me recitaba. A pesar de la frialdad de la sala de espera, eran momentos de intimidad y recogimiento entre nosotras. Sentadas, rodeadas de personas desconocidas, enfermas, varias de ellas en silla de ruedas, con la mirada perdida, gestos patéticos que daban miedo y pena. Mi madre sabía que iba hacia ese estado y era muy disciplinada con estas consultas. Yo le hacía bromas constantemente, diciendo que se vestía especialmente guapa y que no era justo que disimulara ante el doctor. Hablábamos en voz baja y entre risas, mientras tomaba nota de lo que me decía, cosas como dile al doctor que tengo las manos de mantequilla y yo escribía y después le leía en alto ma-nos-de-man-te-qui-lla.

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