de la paz. Tú puedes, el amor es la clave: ama y vencerás.
Abrir los ojos para contemplar lo que nos rodea, abrir, sobre todo, el alma y el corazón, es exponerse a estar constantemente saboreando la experiencia de la hermosura que causa emoción. Pero para ello hay que ser un poco niños, recuperar la capacidad para disfrutar con todo y con cualquier cosa, con libertad, sin miedos ni complejos. Existe un orden natural en el que el ser humano ocupa un lugar, humilde lugar por cierto, que sin embargo nos hace triunfar frente a la frustración y la desesperanza. Somos pequeñas criaturas inteligentes capaces de generar vida por la fuerza del amor, aunque a veces tengamos que vivir momentos de eclipse personal. Pero siempre es posible recordar la hermosura de un beso: el beso que la luna, sin rubor, dio al sol imponente de esplendor que, sin embargo, menguó en su luz, como ruborizándose. Hay que aprender a ver, con el corazón sensible a la hermosura.
El murmullo de la vida
La naturaleza humana es compleja y contradictoria. Constantemente nos vemos sometidos a la paradoja de vivir lo que nos resulta contradictorio con nuestros propios principios. De ahí que el ser mínimamente coherentes es una ascesis que sólo logran domesticar los espíritus más firmes y constantes en la virtud. También los frailes –hombres son– han de vivir estas contradicciones de la vida, contradicciones tan íntimas que llegan a ser una parte más de nuestra propia personalidad. Pero para los problemas se crean, o al menos se sueñan, remedios. La sabiduría del alma cristiana también tiene una palabra que decir. En la selva de las pasiones, hay que desbrozar caminos ante el peligro de perecer.
Fray Francisco tenía un espíritu pacífico y pacificado. Sus hermanos sabían que era un hombre de paz continua, paz contagiosa (porque todo lo bueno se contagia a poco que nos dejemos convencer por la fuerza de la bondad). Sin embargo, lo que casi nadie sabía era que el hombre de paz es consecuencia de sus propias luchas, que la paz sobreviene después de la tensión constante que se produce entre el bien y el mal, la fortaleza y la debilidad, la frustración y la esperanza. La paz es la síntesis de la experiencia de la vida.
Fray Francisco amaba la paz, luchaba por la paz, transmitía paz. Su fuente íntima era el Dios en el que creía, el Dios de Jesús de Nazaret, de Francisco de Asís y de Teresa de Calcuta. Pero de vez en cuando la amargura rasgaba su corazón. Entonces buscaba un lugar evocador de la paz. Su espacio favorito era un trozo de paraíso en medio del bosque. En aquel lugar en el que la vida vence a la muerte existe un arroyo que baja recoleto y sencillo desde lo alto de la montaña, en donde nace de una fuente clara y diáfana. El arroyo se derrama sobre las tierras de labor del convento y da de beber a los frailes y a los visitantes, a todos aquellos que se acercan a su curso, a su fuente.
Fray Francisco acudía con frecuencia al encuentro del hermano arroyo, precisamente en un punto enigmáticamente hermoso, justo en donde las piedras y la orografía hacen saltar las aguas delineando formas delicadamente hermosas. Él se sentaba en una roca contemplando el juego de la naturaleza. A veces pensaba, reorganizaba su pensamiento; otras tan sólo silenciaba su mente, espacio interior en el que fluyen proyectos, emociones y pasiones. Después de un tiempo de silencio envuelto por el murmullo del agua en sus devaneos por entre piedras, Francisco se levantaba, abría los brazos en actitud de abrazar, y daba gracias a Dios por sus criaturas, y al arroyo por sus palabras fraternas. Pedagogía natural, dejar que tu vida siga su curso, sin violentarte. Por cierto, las piedras del arroyo, rocosas, fueron alisadas por la fuerza suave de las aguas: la vida misma lima asperezas.
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