en su Diario. «Ya nadie me pide que haga algo. Siento la vana satisfacción de decirme a mí misma que la decisión proviene de mí y no de los demás; y qué lujo tan grande el de mantenerse sereno en medio del caos. En cuanto empiezo a hablar y a exteriorizar mi mente en conversaciones, me vuelve la jaqueca y me siento como un trapo mojado.» Exponerse, mezclarse con los otros, provoca a veces una extraña sensación de vergüenza, de envilecimiento. Cuando escribes, puede ocurrir que el parloteo te agreda, que el ejercicio de la conversación resulte insoportable. Quizá porque contiene lo que temes: tópicos, lugares comunes, frases hechas que se dicen pero que no se piensan. Los proverbios, las expresiones acuñadas acaban siendo de una extrema violencia en esos momentos de escritura en los que se intenta captar lo ambiguo, lo impreciso, lo gris.
Cuando mi padre se halló en medio de un escándalo político-financiero, sufrí especialmente por esas formas de hablar. Las expresiones populares son como navajas afiladas que se hundieran en las heridas de la vida. La gente decía: «No hay humo sin fuego». Pero hay fuegos que arden durante mucho tiempo en las ascuas sin que salga humo. Hay llamas que se extienden en secreto. Y luego hay humos negros y mugrientos que pringan todo, que asfixian los corazones, espantan a los amigos y la felicidad. Humos sobre los que pasan varios años antes de saber de qué fuegos provienen. E incluso a veces no se sabe jamás.
Lo que no decimos nos pertenece para siempre. Escribir es jugar con el silencio, es confesar, de manera indirecta, unos secretos indecibles en la vida real. La literatura es el arte de la retención. Te retienes, como en los primeros momentos del amor, cuando se te ocurren unas frases anodinas, unas declaraciones apasionadas que te esfuerzas en callar para no estropear la belleza del instante. La literatura es la erótica del silencio. Lo importante es lo que no se dice. En realidad, es nuestra época, y no solo el oficio de escritor, la que me lleva a desear la soledad y el sosiego. Me pregunto qué habría pensado Stefan Zweig de esta sociedad obsesionada por la exhibición y la escenificación de la existencia de uno mismo. De esta época, en la que cualquier toma de posición te expone a la violencia y al odio, en la que el artista debe sintonizar con la opinión pública. En la que se escriben, bajo el efecto de la pulsión, ciento cuarenta caracteres. En El mundo de ayer, traza un retrato lleno de admiración hacia el poeta Rainer Maria Rilke. Zweig se pregunta qué lugar reservará el futuro a escritores como este, que han hecho de la literatura una vocación existencial. Escribe: «¿No es acaso nuestra época precisamente la que no permite el silencio más que a los más puros, más aislados, ese silencio de la espera, la madurez, la meditación y el recogimiento?».
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