Isaac León

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta


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el apelativo fue un recurso de marketing inventado por el escritor y editor catalán Carlos Barral. De cualquier modo, y aunque no designe a un movimiento en sentido estricto, da cuenta de un fenómeno sin precedentes, pues si antes hubo pertenencias o adhesiones a ciertas corrientes, más allá de las fronteras nacionales (durante el modernismo, por ejemplo), estas no tuvieron la repercusión que el boom alcanzó en su momento.

      Algunos ensayistas han indicado las relaciones que se establecen entre esa corriente literaria (corriente de individualidades, en realidad) y el contexto político de esos años, y, en especial, con la Revolución cubana. Entre ellos, Joaquín Marco sostiene:

      Todo ello debe conjugarse con la aparición de un fenómeno político…: la Revolución cubana. La experiencia castrista interesó en mayor o menor grado a latinoamericanos y españoles, y los novelistas de la nueva novela la arroparon cuidadosamente. No podría explicarse el éxito en ciertos sectores de la literatura latinoamericana, ignorando lo que significó la existencia del régimen de Fidel Castro (Marco 1987: 39).

      Sin duda, ese puede ser un factor que juega un rol importante en la gran resonancia que esa nueva novela alcanza, pero hay otros varios factores, algunos de los cuales explica el propio Marco, como los antecedentes literarios en la región (y fuera) que crearon las condiciones para la aparición de los nuevos escritores y la apertura del mercado editorial español, antes muy limitado por la censura franquista, a la publicación de novelas latinoamericanas.

      Podría ser tentador especular en supuestas analogías entre lo que se produce en los campos literario y fílmico, pero se trataría de un mero invento, de una fantasía porque, en realidad, no hay paralelos posibles que se puedan establecer, más allá de unas pocas coincidencias. Una de ellas es que la nueva novelística latinoamericana prospera en la misma década que ese nuevo cine sobre el que estamos indagando y que ambos representan tendencias de cambio que se afirman en lo artístico y en lo político. A nivel individual existen algunas conexiones puntuales, pues Gabriel García Márquez es el autor de la historia de Tiempo de morir, el primer largo de Arturo Ripstein, y junto con Carlos Fuentes elaboró el guion de esa película. De García Márquez es también el argumento de En este pueblo no hay ladrones, de Alberto Isaac.

      De hecho, García Márquez es, entre los escritores del boom, el que ha tenido mayor vinculación con el cine, pero eso está fuera de su pertenencia al grupo o a la onda que motivó al fenómeno de la literatura latinoamericana de esos años. Lo mismo se puede decir de otros escritores que, como el argentino Cortázar, fueron adaptados en películas de esa misma época. Pero, en general, son escasas las obras de los autores del boom adaptadas por los cineastas latinoamericanos en esos años, aunque hubo vínculos cercanos entre los escritores y los cineastas mexicanos. Sin embargo, salvo García Márquez y Fuentes, esos escritores no estaban incorporados al boom, de modo que esa conexión entre la “literatura y el cine” pasa solo parcialmente por el boom y eso en México, si exceptuamos la relación de algunas películas del argentino Manuel Antín con algunos cuentos de Cortázar.

      Recordemos, de todas formas y a manera de información complementaria, que los títulos más célebres de los autores del boom que se publicaron en los sesenta fueron, entre otros, La ciudad y los perros (1962), La Casa Verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa; El coronel no tiene quien le escriba (1962) y Cien años de soledad (1967), de García Márquez; Historias de cronopios y de famas (1962) y Rayuela (1963), de Julio Cortázar; Tres tristes tigres (1968), de Guillermo Cabrera Infante; La muerte de Artemio Cruz y Aura (ambas de 1962), de Carlos Fuentes.

      Si se buscase algún otro punto en común, además de los anotados, entre esta corriente literaria y las tendencias del nuevo cine no podría establecerse, desde luego, con las modalidades más radicales de este último, con el “núcleo duro”. En cambio, sí se podrían establecer coincidencias entre los escritores del boom, muy celosos de la autonomía de su producción literaria, aun quienes más cercanos pudiesen estar de las posiciones políticas más radicales, con las tendencias que reivindicaron en el cine latinoamericano el rol del autor. Porque en la creación literaria, por más próximos que estuviesen de la órbita política cubana, ni García Márquez ni Cortázar transigieron en su radical independencia creativa y en su visión de que la literatura no debe estar al servicio directo de causas políticas.

      Es pertinente destacar, asimismo, y por eso procede la mención hecha, que la difusión que obtienen los libros de estos escritores y la existencia supuesta o real de una tendencia diferenciada que este grupo representó, es un precedente o, al menos, un referente para la concepción de un nuevo cine. Es también el que mayor sonoridad o repercusión mediáticos alcanza en esos años, ciertamente muy superior al que pudo tener el nuevo cine de nuestros países a escala internacional. Una ventaja comparativa es que los libros circulan o, mejor, para ubicarnos en la perspectiva de esos tiempos, circulaban con mucha mayor facilidad que las películas, y uno de los más graves escollos de ese cine fue su limitada capacidad de circulación. Por último, la eclosión de ese movimiento literario en esos años es una coincidencia en una década en la que se encuentran otras aproximaciones latinoamericanistas.

      Una de ellas ocurre en el terreno de la música popular, aunque no a la manera de un movimiento o un grupo más o menos orquestado procedente de varios países. Lo que encontramos en esos años es, si se quiere, la pérdida de la hegemonía de las tradiciones afincadas en México, Argentina, Cuba y Brasil, principalmente. México había sido (y no dejará de serlo del todo, claro) la tierra de la ranchera, del corrido y del bolero, y eso marca de manera indeleble la producción de películas de las décadas del treinta al sesenta, aun cuando, tierra de integración al fin y al cabo, los ritmos caribeños también se afincan allí, el tango no está ausente y menos desde que Libertad Lamarque se instala en el país.

      Así como los ritmos populares locales y otros singularizarán las cintas mexicanas y contribuirán poderosamente a su toque de “mexicanidad” (aun en el caso de los ritmos extranjeros), la producción de la etapa clásica argentina es indesligable del tango como la del Brasil de la samba y del carnaval. Es decir, pese a la amplitud musical que puede encontrarse en México (hay que recordar que, en cierto modo, México hace suyos el danzón y el mambo, ambos de origen cubano, entre otros ritmos), se puede comprobar en los años de predominio de la industria un claro nacionalismo musical, signo como otros de un periodo histórico de afirmación interna, de consolidación de sistemas políticos, economías, culturas y tradiciones propios.

      En los años sesenta los ritmos se diversifican como nunca antes. El pop y el rock, de origen estadounidense, se van arraigando aquí y allá. La bossa nova carioca es uno de los mayores aportes a la música popular no solo de Brasil, sino también de la región. En Cuba surge la nueva trova y los cantautores empiezan a prodigarse en diversos países. Simultáneamente se afianza la canción folclórica, de origen campesino y pueblerino, representada, entre otros, por los argentinos Atahualpa Yupanqui o Jorge Cafrune o el neofolclor que difunden los grupos chilenos Inti Illimani y Quilapayún. En cierta medida, todo eso forma la nueva canción popular latinoamericana, más allá de sus orígenes locales, y se difunde en ámbitos públicos o en programas radiales más o menos diferenciados y compartidos por una audiencia regional que en mayor o menor grado lee a los escritores del boom y participa de inquietudes comunes. Más adelante, en la segunda mitad de los años setenta, la salsa se constituirá por un tiempo en una suerte de señal de identidad de lo latino, más allá de su origen neoyorquino y caribeño o, mejor, de esa amplia “República del Caribe”, que incluye a Cuba, Puerto Rico, Panamá, Venezuela, parte de Colombia, entre otros. Por cierto, el cine de los sesenta y el que viene después recogen, a veces de manera muy sincrética, esa amalgama de ritmos.

      También el teatro experimenta una renovación y, signo de esos tiempos, una mayor carga de ideología política en esos años. Las teorías del alemán Bertolt Brecht o del polaco Jerzy Grotowski, así como las de The Living Theatre, se arraigan en diversas prácticas. Grotowski fue el creador del concepto del “teatro pobre”, que incorporaron diversos autores y grupos, mientras que su influencia no solamente se hace presente en el teatro, sino también en el cine.