Carolina Moreno Romero

Ahora sí, te quiero tal como eres


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En seguida hemos hablado del motivo de la consulta. El neurólogo ha hecho una serie de preguntas cortas que requerían respuestas concretas. A medida que el interrogatorio se alargaba, las miradas de mi compañero eran cada vez más insistentes; queríamos interrumpir, pero no nos atrevíamos a romper el aire «científico» que se respiraba. La causa de nuestra visita ha quedado clara inmediatamente: estábamos allí porque «un lactante de cuatro meses no aguanta la cabeza y presenta síntomas graves de hipotonía».

      Al oír estos tecnicismos he sentido unas ganas enormes de gritar: «¡Mi bebé no es un lactante, en genérico! ¡Es mi segunda hija! La siento única en el mundo, con nombre y personalidad propios.» Es cierto, no sostiene la cabeza... Pero ¡cómo he deseado hacerle entender a este profesional de manos grandes que su sonrisa lo invade todo!

      He pasado unos segundos gritando sin abrir la boca mientras el neurólogo ha hecho la revisión oportuna manipulando a mi hija, la «lactante» para él.

      Tras unos minutos eternos durante los cuales le ha hecho pruebas, ha dictaminado su conclusión sin más preámbulos: «He atendido en más de una ocasión a niños con los mismos síntomas. Son retrasados». Lo que ha dicho después ha quedado en una nube difusa. No he podido entender nada de lo que aquel hombre explicaba. Tampoco he podido contener las lágrimas. ¡Mi bebé! Mi hija ha sido calificada de retrasada. En aquel momento habría empezado a correr llevándomela lejos, muy lejos de aquel hombre y de sus palabras hirientes.

      Hemos salido de la consulta como si nos hubieran dado una paliza, la mayor paliza de nuestras vidas. En menos de dos minutos hemos entendido que las personas que habían entrado en la consulta estaban a años luz de ser las mismas que salían.

      Durante el camino de vuelta a casa, el silencio ha sido denso. No hemos querido decir nada. Silencio… No hemos podido decir nada. Solo he sabido mirar a mi hija, sus manos, y aferrarme a la vida que transmite para poder contener el inmenso vacío que estamos viviendo.

      Las palabras tienen un poder increíble y nos han traído a un mundo en el que no queremos estar; no queremos, bajo ningún pretexto, que nuestra hija sea retrasada. Queremos la hija que habíamos soñado. Queremos la hija que teníamos media hora antes. Nosotros no estamos diseñados para soportar este dolor. Nosotros no.

      Las palabras que he oído esta tarde resuenan constantemente en mi cabeza. Ahora solo quiero dormir. Dormir para despertarme mañana y comprobar que esto que hemos vivido solo ha sido una pesadilla, la peor pesadilla de nuestras vidas. Una pesadilla desgarradora capaz de llevarse la alegría y la calma, los sueños, y la promesa de un futuro fácil.

      Una pesadilla.

      *****

      De Lluna

      A Carolina

      Martes, 7 de octubre de 2014

      Hola Carolina,

      Acabo de abrir el correo y he leído tu mensaje. Tengo el corazón encogido y ahora mismo está de viaje para estar a vuestro lado, cerca.

      ¿Qué necesitas, que yo pueda hacer?

      Hoy no me atrevo a escribir mucho, a llenar de palabras… Siento que en estos momentos es necesario dejaros sentir el dolor junto con el abanico de emociones que vayan surgiendo. Los que os queremos podemos estar presentes, acompañando, sosteniendo, cuidando, respetando y esperando el momento en que os levantéis mañana por la mañana.

      Esta noche puede ser larga. A vuestro universo, y al nuestro, ha llegado un hecho inesperado y necesitamos tiempo para darle un lugar.

      *****

      De Lluna

      A Carolina

      Sábado, 25 de octubre de 2014

      Hace unas semanas desde el primer correo y la primera conversación que tuvimos sobre Irai y sobre lo que no esperabais.

      Nos hemos llamado, hemos hablado, hemos llorado, nos hemos calmado, agitado, acompañado, nos hemos orientado como un navegante en un mar en plena tempestad. Me pregunto si te has sentido apoyada en estos momentos difíciles. Es más, me planteo cómo lo podríamos explicar a aquellas personas que acompañan a los que quieren en momentos como el tuyo.

      Creo que la relación de acompañamiento se basa en la presencia: estar con el otro desde la escucha y la disponibilidad. Habrá momentos en los que no será necesario hablar, aconsejar, dirigir o juzgar, sobre todo si el otro no lo pide. La presencia a menudo es discreta, paciente, y habla poco.

      A veces, nos parece que ayudamos si hacemos cosas. Quizá sí, si el otro nos lo pide. Aun así, en un primer momento de desconcierto acompaña mejor la presencia que el hacer; basta con estar atento.

      El primer impacto del dolor es el punto de partida de un proceso que pasará por muchas etapas y que ha de encontrar su camino a través de la expresión, haciéndose palabra y emoción. Justo en estos momentos, el acompañante puede ser de gran valor permaneciendo al lado, dando permiso a la tempestad y ofreciendo la confianza del soporte y la proximidad. No hace falta ser experto en nada, solo saber estar cerca, desde el corazón.

      «Muchas personas en el mundo han pasado por esto.

      Me reflejo en quien conserva el impulso de vida y la sonrisa.»

      2.

      A lomos de un caballo desbocado

      De Carolina

      A Lluna

      Lunes, 10 de noviembre de 2014

      Cuando esta semana me pedías que intentara escribir lo que me pasaba, lo que sentía, se me hizo demasiado duro: no quería dejar por escrito el momento tan doloroso por el que estoy pasando, por el que estamos pasando… Pero ahora he decidido hacerlo, aferrándome a la idea de cuán sanador es para mí verter por escrito el embrollo de emociones que siento. Me ayuda a ordenarme, a darme permiso. Permiso para sentir. Poder compartirlo contigo y saber que no me juzgarás es la caricia que mi dolor necesita.

      ¿Cómo estoy? Una pregunta que nadie se atreve a hacer por miedo a recibir un embate de sarcasmo, una bocanada de dolor tan grande que sea incontrolable.

      No estoy, no vivo en este mundo. Vivo en una realidad virtual muy dura, muy pesada. En esta realidad virtual el tiempo pasa muy despacio, las noches se alargan y se vuelven inacabables, el futuro no llega nunca, estoy anclada en una realidad que no siento mía. Vivo en el eco de una montaña lejana.

      Entretanto, a mi lado pero a años luz de distancia, el resto de humanos continúan caminando sin anclas, continúan colgando fotos idílicas y envidiables de sus vidas igual de idílicas y envidiables en los muros de las redes sociales. Entonces me siento todavía más pequeña al lado de mi ancla, que en estos momentos me sobrepasa en tamaño y peso.

      Aún siento que no puedo explicar lo que estamos viviendo. Yo, que siempre me he caracterizado por explicar, sin muchos tapujos, lo que siento y lo que estoy viviendo, ahora me profeso estrictamente cauta respecto a mi intimidad. Quiero silencio. En el fondo creo que, si no lo explico mucho, acabará desapareciendo. Que si de mi boca no salen determinadas palabras, nunca se harán realidad. Y podré retomar mi vida al lado de mis fantásticas hijas, y todo volverá a ser fácil. Porque ahora me doy cuenta de cuán fácil era todo antes. Antes.

      ¿Y por qué no podrá ser todo igual? De hecho, ¡todavía no hay un diagnóstico! Tengo la esperanza de que todo terminará un día de estos. Quiero pensar que mañana detectaremos lo que le pasa a nuestra pequeña y veremos que tiene solución, una solución rápida, ya que el destino tendrá piedad de nosotros: ya hemos sufrido bastante. Y cuando siento esta «certeza» me invade una sensación poderosa de fortaleza y optimismo. ¡Todo irá bien! ¡Todo se arreglará!

      Así que a menudo me hallo haciendo ver que no pasa nada; de hecho, esto que estamos viviendo lo saben pocas personas… Cuando intento escuchar a los otros y sus