cualidades intrínsecas que lo dignifican y lo colocan en el plano más alto del conglomerado social en el que se desenvuelve. La personalidad misma constituiría una categoría abstracta y mutilada en lo esencial si solo se apreciara como aptitud para la titularidad de derechos y deberes que se incardinan únicamente en el tráfico jurídico en sede patrimonial, económica, desdeñando toda la riqueza que encierra el propio ser y los bienes que le resultan más preciados en el ámbito espiritual o moral. Así, la personalidad, entendida en toda su dimensión, deberá estar acompañada de derechos que le son inherentes, que garantizan al ser humano el goce de sus bienes personales, haciendo valer su dignidad como tal.
Para su más acertada comprensión, los derechos inherentes a la personalidad pueden agruparse, metodológicamente, en los relativos a la esfera física o corporal y los que protegen el ámbito moral o espiritual de la persona; dentro de estos últimos se ubica el derecho a la propia imagen.
El derecho a la imagen es el fruto del progreso de los tiempos modernos. Con el surgimiento de la fotografía en 1839 se establecen las bases de la configuración jurídica de un poder estrictamente personal para disponer de la reproducción plástica de la imagen, particular que se había considerado naturalmente asociado a la persona con anterioridad, cuando solo a través de la pintura u otras artes similares se plasmaban en un soporte los rasgos fisonómicos del individuo. Si bien la civilización grecorromana fue profundamente iconográfica, no es hasta la irrupción de las artes fotomecánicas en el universo humano cuando comienza la preocupación por controlar la captación y ulterior utilización de la imagen, lo cual alcanza cada vez más actualidad con el extraordinario desarrollo que en la vida moderna ha adquirido la propaganda mercantil y comercial, y el desarrollo tecnológico aplicado a los instrumentos de captación y reproducción de imágenes en formato digital. Así, las innovaciones introducidas por el desarrollo de la tecnología en la sociedad han estimulado el afianzamiento y la difusión de nuevas visiones del derecho a la imagen que se extienden mucho más allá de las tradicionales interrelaciones con las lesiones al honor y la intimidad, por lo que adquieren entidad propia.
Se reconoce un doble contenido al derecho a la imagen: uno positivo, de aprovechamiento, referido al derecho a obtener, reproducir y publicar la propia imagen; y uno negativo, de exclusión, referido al valladar que coloca la persona para impedir la obtención o la reproducción y publicación de la propia imagen por un tercero que carece de consentimiento para ello.
Indudablemente, la imagen acompaña siempre a la persona, es su presentación psicosomática y la forma más simple de reconocerla e individualizarla. Pero no siempre se ha reconocido un derecho subjetivo sobre tal imagen, toda vez que la patrimonialización del Derecho civil en la época de la codificación decimonónica relegó a un segundo plano la preocupación iusfilosófica y normativa de los atributos y cualidades del ser humano, que lo dignifican en cuanto tal. En nuestros días, en cierta medida se revierte la situación y los llamados derechos inherentes a la personalidad van ganando protagonismo en sede civil, lo que apunta hacia la actualidad del tema abordado por el autor del libro que ahora prologamos, a lo que se suma el tratamiento de la propia imagen no ya en cualquier persona, sino en particular en las que realizan una prestación personal, de carácter intelectual, interpretando o ejecutando obras musicales protegidas por el derecho de autor, o que alguna vez fueron objeto de él, aunque ya se encuentren en el dominio público, que resultan entonces titulares de derechos conexos, derechos afines al derecho de autor, que protegen también prerrogativas morales y patrimoniales de estos sujetos.
El tratamiento de la imagen profesional del artista separada de la clásica concepción de aquella como derecho de la personalidad, sin abandonarla, pero sumando un nuevo derecho que se constituye con base en aquel para explotar económicamente, o más propiamente, de modo profesional la imagen artística, es original y acertado, y el autor aporta consideraciones propias que resultan de gran interés.
Los artistas son, en definitiva, los que permiten al público disfrutar de las obras, «los que dan la cara», en palabras gráficas de Fernández-Santos1 refiriéndose a los actores y actrices de la obra cinematográfica, pero que pueden trasladarse y seguir siendo exactas, en sentido figurado, para cualquier interpretación o ejecución artística. Por ello, establecer los presupuestos doctrinales que deben servir de base para el reconocimiento de ese derecho es, además de novedoso, necesario. El autor incursiona en la posibilidad de explotar económicamente la imagen del artista intérprete o ejecutante como un derecho autónomo, con fisionomía propia, que no se identifica plenamente con el derecho a la imagen de cualquier persona ni tampoco con el llamado right of publicity. Propone la inclusión dentro del concepto de imagen de rasgos somáticos o estéticos, que son determinados por la propia voluntad del sujeto, en franca expresión del libre desarrollo de su personalidad. Identifica, dentro del concepto de imagen, aspectos naturales y aspectos derivados de la actividad creativa del titular de la imagen, y estos últimos son expresión de un poder previo de conformar con libertad la apariencia externa de la persona y los que adquieren especial relevancia para los que explotan económicamente su imagen. Destaca el autor que es precisamente en estos elementos sobre los que recae la originalidad de la figura de la persona pública, que la hace susceptible de ser explotada económicamente. Analiza con agudeza las condiciones para la emisión del consentimiento para su disposición económica, su alcance, su posible revocación, las particularidades propias de ese consentimiento cuando se produce en el marco de una relación laboral, el ejercicio de tal derecho en el caso de los menores de edad. En este sentido, particularmente interesante resulta el tercer capítulo del libro, referido a cómo explotar económicamente la imagen profesional del intérprete o ejecutante, por sí mismo o a través de representante, de manera directa o indirecta.
En resumen, pienso que el libro que el lector tiene en sus manos es muestra de un trabajo serio, que corona la labor investigativa de su autor, joven jurista de destacada trayectoria, que de seguro continuará enriqueciéndose, dado su afán constante de superación y estudio. Los destinatarios lo disfrutarán y sabrán apreciarlo. Algunos criterios expuestos, todavía en franca discusión, puede que no cuenten con la aprobación de todos, pero servirán de acicate para profundizar en su tratamiento doctrinal y normativo. Mis felicitaciones al creador de esta obra, mis parabienes a ella y mi agradecimiento por darme la oportunidad de presentarla, segura de que el éxito los acompañará a ambos.
Dra. Caridad del Carmen Valdés Díaz
Profesora titular de Derecho Civil
Facultad de Derecho
Universidad de La Habana
1 Vid. Fernández-Santos, A., «Los que dan la cara», en Interpretación y Autoría, Ed. Reus y AISGE, Madrid, 2004. p. 21-22.
Introducción
Cada vez más con mayor énfasis se consolida el papel de la imagen en los actos de comunicación. En un mundo marcado por el desarrollo de las tecnologías de la información y las herramientas de marketing, es lógico que lo visual adquiera una connotación como nunca lo había tenido en la historia de la Humanidad. La imagen, ya sea fija o en movimiento, deviene un recurso cardinal en el fomento del consumo de bienes y servicios y, por tanto, adquiere valor tanto desde el punto de vista comunicativo como económico.
Como consecuencia propia de este contexto, los individuos que hacen de la comunicación y transmisión de significados un modo de vida, dígase artistas intérpretes y ejecutantes, comienzan a asumir su imagen como un producto, un bien inmaterial objeto de valor económico, cuya producción, comercialización y consumo demanda la intervención de múltiples actores con disímiles intereses y expectativas. Redes sociales, empresas de radiodifusión, promotores de conciertos en vivo, agencias de publicidad, empresas, productores, bares y clubes nocturnos, y hasta fabricantes de dispositivos electrónicos comienzan a ser parte de este complejo proceso. Todos estos actores, de una forma u otra, algunos más, otros menos, se convierten en utilizadores de la imagen de los artistas, ya sea de manera directa o indirecta, en virtud de las relaciones profesionales que establecen con estos.
Sin embargo, estas relaciones no están exentas de conflictos. La interrelación que se produce entre el acto de interpretación