Sin embargo, el doctor Fillgrave, aunque débil, estaba apoyado en la teoría y en la práctica, por casi todos los colegas del condado. La tarifa de una guinea, el principio de dar consejo y no vender medicinas, la gran resolución de mantener una nítida barrera entre el médico y el boticario, y, sobre todo, el odio a contaminarse con una factura, eran aspectos graves en las mentes médicas de Barsetshire. El doctor Thorne tenía a todo el mundo médico de la zona en contra y, por eso, apeló a la metrópolis. The Lancet[1] tomó partido por él, pero el Journal of Medical Science estaba en contra; el Weekly Chirurgeon, famoso por su democracia médica, le defendió como profeta médico, pero el Scalping Knife, periódico mensual nacido en oposición radical a The Lancet, no tuvo piedad. Así prosiguió la guerra, y nuestro médico, hasta cierto punto, se hizo célebre.
Hubo, además, otras dificultades que se interpusieron en su carrera profesional. Era algo a su favor que comprendiera su carrera profesional, algo a lo que deseaba dedicarse con energía, y decidió dedicarse a ello conscientemente. Poseía otros dones, tales como brillo en la conversación y honestidad general en su disposición, que permanecieron en él a medida que pasaba la vida. Pero, cuando empezó a ejercer, mucho de su carácter personal se volvió en su contra. Entrara en la casa que entrara, entraba con la convicción, a menudo expresada para sus adentros, de que él era igual como hombre al propietario, igual como ser humano a la propietaria. A la edad y al reconocido talento, al menos eso decía, concedía cierta deferencia, al rango también concedía el respeto debido; dejaba que un lord saliera de una habitación antes que él si no se olvidaba; al hablar con un duque, se le dirigía llamándole su Excelencia, y de ninguna manera entablaría familiaridad con hombres más importantes que él, concediendo al hombre más importante el privilegio de dar los primeros pasos. No obstante, más allá de lo dicho no admitiría que nadie en la tierra anduviera con la cabeza más alta que él.
No hablaba mucho de estas cosas. No ofendía a nadie jactándose de su propia importancia. Jamás salió de su boca ante el Conde de Courcy que el privilegio de cenar en Courcy Castle no era para él un placer mayor que el privilegio de cenar en la casa del párroco de Courcy. Sin embargo, había algo en sus modales que lo decía. El sentimiento en sí quizás era bueno y verdaderamente quedaba justificado por la manera en que se comportaba con la gente de rango inferior. Pero había cierta locura en su decisión de oponerse a las leyes arbitrarias de la sociedad y cierto absurdo en su modo de oponerse, ya que en el fondo de su corazón era un completo conservador. No es mucho afirmar que odiaba a primera vista a un lord, pero, no obstante, habría gastado sus medios, su sangre y su espíritu en la lucha por la cámara alta del Parlamento.
Tal disposición, hasta que se entendía del todo, no valía para congraciarse con las esposas de los caballeros entre los cuales él ejercía. Tampoco había mucho en su manera de ser que le recomendara para obtener el favor de las damas. Era brusco, autoritario, dado a la contradicción, tosco aunque nunca sucio en su aspecto personal e inclinado a ser indulgente con una especie de burlas tranquilas, que a veces no se entendían del todo. La gente no siempre sabía si se reía de ella o con ella, y algunas personas creían, quizás, que el médico no debería reírse nunca cuando se le llamaba para actuar como tal.
Cuando se le conocía, de verdad, cuando se llegaba al corazón de la fruta, cuando se aprendía la enorme proporción de ese corazón digno de confianza y cariño, cuando se reconocía su honestidad, cuando se sentía esa ternura masculina y casi femenina, entonces, de verdad, se reconocía que el médico era adecuado para su profesión. Para achaques insignificantes era a menudo demasiado brusco. En vista de que aceptaba dinero por su curación, podemos decir que debería curarlos sin un modo tan grosero. En eso no tiene defensa. Pero para con el sufrimiento real nadie le encontraba brusco; ningún paciente que yaciera con dolor en el lecho de la enfermedad le creía desconsiderado.
Otro inconveniente era que fuese soltero. Las damas creen, y yo, por única vez, creo que las damas tienen razón en creerlo, que los médicos deberían estar casados. Todo el mundo nota que el hombre, cuando se ha casado, adquiere algunos de los atributos de una anciana: se convierte, hasta cierto punto, en un ser maternal, adquiere cierta familiaridad con la manera de ser y las necesidades de las mujeres y pierde ese algo más salvaje y ofensivo de la virilidad. Debe de ser mucho más fácil hablar con alguien así sobre el estómago de Matilda y el dolor de las piernas de Fanny que con un joven soltero. Este impedimento se interpuso en la vida del doctor Thorne durante sus primeros años en Greshamsbury.
Pero al principio sus necesidades no eran muchas. Y, a pesar de que su ambición era tal vez grande, no era de una naturaleza impaciente. El mundo era su ostra[2], pero, rodeado como se hallaba, sabía que no dependía de él abrirla enseguida. Tenía pan para comer, que debía ganar con su esfuerzo; tenía que ganarse una reputación, que debía venir con lentitud; le satisfacía tener, además de sus esperanzas inmortales, un futuro posible en este mundo que podía contemplar con mirada limpia y al que podía llegar con un corazón que no conociera el desfallecimiento.
A su llegada a Greshamsbury, el hacendado le concedió una casa, la misma que ocupaba cuando el nieto del señor cumplía la mayoría de edad. Había dos casas particulares espaciosas y decentes en el pueblo, siempre exceptuando la rectoría, que se alzaba enorme en su terreno, y, por consiguiente, se consideraba como mayor con respecto a las residencias del pueblo. De las dos, el doctor Thorne ocupaba la menor. Ambas se hallaban exactamente en el ángulo descrito con anterioridad, en su lado externo y formando un ángulo recto. Las dos poseían buenas cuadras y amplios jardines. Conviene especificar que el señor Umbleby, abogado y agente de la hacienda, ocupaba la mayor.
Aquí vivió solo el doctor Thorne once o doce años y, luego, otros diez u once más con su sobrina, Mary Thorne. Mary tenía trece años cuando llegó para instalarse como señora de la casa o, en cierto modo, para hacer de única señora de la casa. Este suceso cambió mucho las costumbres del médico. Antes era el típico soltero: ni una sola de las habitaciones estaba amueblada de modo adecuado. Al principio empezó de modo improvisado porque no dominaba los medios para empezar de otra manera y así continuó, puesto que nunca había llegado el momento en que debiera poner en orden las cosas de la casa. No tenía hora fija para las comidas, ni lugar fijo para los libros, ni armario fijo para la ropa. Guardaba en la bodega unas cuantas botellas de vino y, de vez en cuando, invitaba a otro soltero a comer con él, pero, fuera de esto, apenas se preocupaba del mantenimiento del hogar. Por las mañanas se preparaba un gran tazón de té fuerte, junto con pan, mantequilla y huevos y, sea cual fuere la hora en que llegara por la noche, esperaba que le sirvieran algún alimento con el que satisfacer las necesidades naturales. Si, además, le daban otro tazón de té al anochecer, ya tenía todo lo que deseaba, o, como mínimo, todo lo que pedía.
Cuando llegó Mary, o mejor, cuando estaba a punto de llegar, todo cambió en la casa del médico. Hasta entonces la gente se preguntaba, y en especial la señora Umbleby, cómo podía vivir de una manera tan dejada el doctor Thorne; y ahora la gente se preguntaba, y en especial la señora Umbleby, cómo ponía tantos muebles en la casa el médico sólo porque una muchachita de doce años fuera a vivir con él.
La señora Umbleby tenía un buen radio de acción para su observación. El médico llevó a cabo una auténtica revolución en su hogar y amuebló la casa completamente, desde el suelo hasta el techo. Pintó —por vez primera desde que estaba allí—, empapeló, alfombró, encortinó, puso espejos, ropa de casa, mantas, como si al día siguiente fuera a llegar una señora Thorne de gran fortuna. Y todo por una muchacha de doce años de edad. «¿Y cómo —preguntaba la señora Umbleby a su amiga la señorita Gushing— cómo sabe qué comprar?», como si el médico se hubiera criado como un animal salvaje, ignorante de lo que eran mesas y sillas y con menos ideas que un hipopótamo de lo que era la decoración de un salón.
Para asombro de la señora Umbleby y de la señorita Gushing, el médico lo hizo muy bien. No dijo nada a nadie —nunca hablaba demasiado de estas cosas—, pero amuebló la casa bien y con discreción, y, cuando Mary Thorne llegó a la casa procedente del colegio de Bath, donde había permanecido seis años, se halló invitada a ser quien presidiera un paraíso perfecto.
Se ha dicho que el médico había conseguido granjearse las simpatías del nuevo hacendado