Plato

Obras Completas de Platón


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de haberse encontrado con un desgraciado amor, que él mismo ha llenado de injurias bien merecidas; el otro ha tomado a la derecha, y se ha encontrado con otro amor, que tiene el mismo nombre, pero cuyo principio es divino; y tomándolo por materia de sus elogios, lo ha alabado como origen de los mayores bienes.

      FEDRO. —Dices verdad.

      SÓCRATES. —Yo, mi querido Fedro, gusto mucho de esta manera de descomponer y componer de nuevo por su orden las ideas;[26] es el medio de aprender a hablar y a pensar. Cuando creo hallar un hombre capaz de abarcar a la vez el conjunto y los detalles de un objeto, sigo sus pasos como si fueran los de un dios.[27] Los que tienen este talento, sabe Dios si tengo o no razón para darles este nombre, pero en fin, yo les llamo dialécticos. Pero, a los que se han formado en tu escuela y en la de Lisias, ¿cómo los llamaremos? ¿Nos acogeremos a ese arte de la palabra, mediante el que Trasímaco y otros se han hecho hábiles parlantes, y que enseñan, recibiendo dones, como los reyes, por precio de su enseñanza?[28]

      FEDRO. —Son, en efecto, reyes, pero ignoran ciertamente el arte del que hablas. Por lo demás, quizá tengas razón en dar a este arte el nombre de dialéctica, pero me parece que hasta ahora no hemos hablado de la retórica.

      SÓCRATES. —¿Qué dices? ¿Puede haber en el arte de la palabra alguna parte importante distinta de la dialéctica? Verdaderamente guardémonos bien de desdeñarla, y veamos en qué consiste esta retórica de que no hemos hablado.

      FEDRO. —No es poco, mi querido Sócrates, lo que se encuentra en los libros de retórica.

      SÓCRATES. —Me lo recuerdas muy a tiempo. Lo primero es el exordio, porque así debemos llamar el principio del discurso. ¿No es éste uno de los refinamientos del arte?

      FEDRO. —Sí, sin duda.

      SÓCRATES. —Después la narración,[29] luego las deposiciones de los testigos, en seguida las pruebas, y por fin las presunciones. Creo que un entendido discursista, que nos ha venido de Bizancio, habla también de la confirmación y de la sub-confirmación.

      FEDRO. —¿Hablas del ilustre Teodoro?

      SÓCRATES. —Sí, de Teodoro. Nos enseña también cuál debe ser la refutación y la sub-refutación en la acusación y en la defensa. Oigamos igualmente al hábil Éveno de Paros, que ha inventado la insinuación y las alabanzas recíprocas. Se dice también que ha puesto en versos mnemónicos la teoría de los ataques indirectos; en fin, es un sabio. ¿Dejaremos dormir a Tisias y Gorgias? Éstos han descubierto que la verosimilitud vale más que la verdad, y saben, por medio de su palabra omnipotente, hacer que las cosas grandes parezcan pequeñas, y pequeñas las grandes; dar un aire de novedad a lo que es antiguo, y un aire de antigüedad a lo que es nuevo; en fin, han encontrado el medio de hablar indiferentemente sobre el mismo objeto de una manera concisa o de una manera difusa.

      Un día que yo hablaba a Pródico, se echó a reír, y me aseguró que solo él estaba en posesión del buen método, que era preciso evitar la concisión y los desarrollos ociosos, conservándose siempre en un término medio.

      FEDRO. —Perfectamente, Pródico.[30]

      SÓCRATES. —¿Qué diremos de Hipias? Porque pienso que el natural de Elis debe ser del mismo dictamen.

      FEDRO:

      ¿Por qué no?

      SÓCRATES. —¿Qué diremos de Polo con sus consonancias, sus repeticiones, su abuso de sentencias y de metáforas, y estas palabras que ha tomado de las lecciones de Licimnio, para adornar sus discursos?

      FEDRO. —Protágoras,[31] mi querido Sócrates, ¿no enseñaba artificios del mismo género?

      SÓCRATES. —Su manera, mi querido joven, era notable por cierta propiedad de expresión unida a otras bellas cualidades. En el arte de excitar a la compasión, en favor de la ancianidad o de la pobreza, por medio de exclamaciones patéticas, nadie se puede comparar con el poderoso retórico de Calcedonia.[32] Es un hombre que lo mismo agita que aquieta a la multitud, a manera de encantamiento, de lo que él mismo se alaba. Es tan capaz para acumular acusaciones, como para destruirlas, sin importarle el cómo. En cuanto al fin de sus discursos, en todos es el mismo, ya le llame recapitulación o le dé cualquier otro nombre.

      FEDRO. —¿Quieres decir el resumen, que se hace al concluir un discurso, para recordar a los oyentes lo que se ha dicho?

      SÓCRATES. —Eso mismo. ¿Crees que me haya olvidado de alguno de los secretos del arte oratorio?

      FEDRO. —Es tan poco lo olvidado que no merece la pena de hablar de ello.

      SÓCRATES. —Pues bien, no hablemos más de eso, y tratemos ahora de ver de una manera patente lo que valen estos artificios, y dónde brilla el poder de la retórica.

      FEDRO. —Es, en efecto, un arte poderoso, Sócrates, por lo menos en las asambleas populares.

      SÓCRATES. —Es cierto. Pero mira, mi excelente amigo, si no adviertes, como yo, que estas sabias composiciones descubren la trama en muchos pasajes.

      FEDRO. —Explícate más.

      SÓCRATES. —Dime, si alguno encontrase a tu amigo Erixímaco o a su padre Acúmeno y les dijese: —Yo sé, mediante la aplicación de ciertas sustancias, calentar o enfriar el cuerpo a mi voluntad, provocar evacuaciones por todos los conductos, y producir otros efectos semejantes; y con esta ciencia puedo pasar por médico, y me creo capaz de convertir en médicos a las personas a quienes comunique mi ciencia. A tu parecer, ¿qué responderían tus ilustres amigos?

      FEDRO. —Ciertamente le preguntarían si sabe además a qué enfermos es preciso aplicar estos remedios, en qué casos y en qué dosis.

      SÓCRATES. —Él les respondería que de eso no sabe nada, pero que con seguridad el que reciba sus lecciones sabrá llenar todas estas condiciones.

      FEDRO. —Creo que mis amigos dirían que nuestro hombre estaba loco, y que habiendo abierto por casualidad un libro de medicina u oído hablar de algunos remedios, se imagina con solo esto ser médico, aunque no entienda una palabra.

      SÓCRATES. —Y si alguno, dirigiéndose a Sófocles o a Eurípides, les dijese: —Yo sé presentar, sobre el objeto más mezquino, los desarrollos más extensos, y tratar brevemente la más vasta materia, sé hacer discursos indistintamente patéticos, terribles o amenazadores; poseo además otros conocimientos semejantes, y me comprometo, enseñando este arte a alguno, a ponerlo en estado de componer una tragedia.

      FEDRO. —Estos dos poetas, Sócrates, podrían con razón echarse a reír de este hombre, que se imaginaba hacer una tragedia de todas estas partes reunidas a la casualidad, sin acuerdo, sin proporciones y sin idea del conjunto.

      SÓCRATES. —Pero se guardarían bien de burlarse de él groseramente. Si un músico encontrase a un hombre que cree saber perfectamente la armonía, porque sabe sacar de una cuerda el sonido más agudo o el sonido más grave, no le diría bruscamente: —Desgraciado, tú has perdido la cabeza. Sino que, como digno favorito de las musas, le diría con dulzura: —Querido mío, es preciso saber lo que tú sabes para conocer la armonía; sin embargo, se puede estar a tu altura sin entenderla; tú posees las nociones preliminares del arte, pero no el arte mismo.

      FEDRO. —Eso sería hablar muy sensatamente.

      SÓCRATES. —Lo mismo diría Sófocles a su hombre, que posee los elementos del arte trágico, pero no el arte mismo; y Acúmeno diría al suyo, que conocía las nociones preliminares de la medicina, pero no la medicina misma.

      FEDRO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Pero ¿qué dirían Adrasto, el de la elocuencia dulce como la miel, o Pericles, si nos hubiesen oído hablar antes de los bellos preceptos del arte oratorio, del estilo conciso o figurado, y de todos los demás artificios que nos propusimos examinar con toda claridad? ¿Tendrían ellos, como tú y yo, la grosería de dirigir insultos de mal tono, a los que imaginaron estos preceptos, y los dan a sus discípulos por el arte oratorio, o, más sabios que nosotros,