Plato

Obras Completas de Platón


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—¡Ah!, ¡el juego de ajedrez!

      SÓCRATES. —¿La de los números?

      CRITIAS. —Tampoco.

      SÓCRATES. —¿La de lo que es sano?

      CRITIAS. —Quizá.

      SÓCRATES. —Pero, en fin, ¿cuál es la que más contribuye?

      CRITIAS. —La ciencia del bien y del mal.

      SÓCRATES. —¡Picaruelo!, después de tanto andar me haces girar en un circulo. ¡Ah!, ¿por qué desde el principio no me has dicho que vivir dichoso no es vivir según la ciencia en general, ni según todas las ciencias reunidas, sino según la que conoce del bien y del mal? Pero veamos, querido Critias, si separas esta ciencia de todas las demás, ¿nos veremos por eso menos curados por la medicina, calzados por un entendido zapatero, vestidos por un tejedor, y libres de la muerte por mar o en campaña mediante un piloto y un experto general?

      CRITIAS. —No, sin duda.

      SÓCRATES. —Faltándonos esta ciencia, ninguna de estas cosas llegará a tiempo y de manera que nos sea útil.

      CRITIAS. —Dices verdad.

      SÓCRATES. —Y esta ciencia, a lo que parece, no es la sabiduría, sino aquella cuyo objeto es el sernos útil; porque no es la ciencia de la ciencia y de la ignorancia, sino del bien y del mal; de manera que si es ella la que nos es útil, la sabiduría debe ser para nosotros otra cosa que útil.

      CRITIAS. —¡Cómo!, ¿la sabiduría no nos ha de ser útil? Si es esencialmente la ciencia de las ciencias, domina todas las ciencias, y por consiguiente, superior a la ciencia del bien y del mal, no puede menos de sernos útil.

      SÓCRATES. —¿Por ventura es ella la que nos cura y no la medicina? Y los resultados de las otras artes ¿es ella la que nos lo procura y no cada arte los suyos? ¿No hace ya mucho que hemos reconocido que ella es la ciencia de la ciencia y de la ignorancia y nada más? ¿No es así?

      CRITIAS. —Así parece.

      SÓCRATES. —Por lo tanto, ¿no se puede esperar de ella la salud?

      CRITIAS. —No, ciertamente.

      SÓCRATES. —La salud depende de otro arte, ¿qué dices a esto?

      CRITIAS. —Que es verdad.

      SÓCRATES. —Tampoco hay que esperar de ella nada útil, mi querido amigo, porque hemos achacado lo útil a otro arte. ¿Es cierto?

      CRITIAS. —Completamente.

      SÓCRATES. —¿Cómo, entonces, la sabiduría nos será útil sin procurarnos ninguna especie de utilidad?

      CRITIAS. —De ninguna manera, Sócrates, a lo que me parece.

      SÓCRATES. —Ves, pues, mi querido Critias, la razón que tenía para temer, y cuán justamente me acusaba de ser incapaz de examinar con fruto la sabiduría. Porque la mejor cosa, a juicio de todos, no nos parecería desprovista de utilidad, si yo tuviese, con gran provecho mío, el arte de examinar las cosas. En este momento henos aquí batidos por todas partes, y en la impotencia de descubrir a qué objeto ha aplicado la palabra «sabiduría» su inventor. Y sin embargo, ¡cuántas suposiciones hemos hecho que la razón desaprueba! Hemos supuesto que existe una ciencia de la ciencia, a pesar de que la razón no permite ni autoriza semejante concepción; después hemos supuesto que esta ciencia conoce los objetos de las otras ciencias, cuando tampoco lo permite la razón; y queríamos que el sabio pudiese saber que él sabe lo que sabe y lo que no sabe. Y en verdad hemos obrado liberalmente haciendo esta última concesión, puesto que hemos considerado que es posible saber de cierta manera lo que absolutamente no se sabe. Porque admitimos que él sabe y que él no sabe, que es lo más irracional que puede imaginarse. Pues bien, no obstante esta complacencia y esta facilidad, nuestra indagación no ha conseguido encontrar la verdad, y cualquiera que haya sido la definición que de la sabiduría hayamos inventado de común acuerdo, ella nos ha hecho ver con desenfado que está desprovista de utilidad. Con respecto a mí, me importa poco; pero tú, mi querido Cármides, yo sufro al pensar que con tu figura y con un alma muy sabia no tengas nada que esperar de la sabiduría, ni puedas sacar de ella ninguna utilidad en el curso de la vida, aun poseyéndola. Pero sobre todo, siento haber recogido las palabras mágicas del tracio y haber aprendido con tanto afán una cosa que ningún valor tiene. Pero no, no puedo creer que sea así, y es más justo pensar que yo no sé buscar la verdad. La sabiduría es sin duda un gran bien; y si tú la posees, eres un mortal dichoso. Pero examina atentamente si la posees en efecto y si no tienes necesidad de palabras mágicas; porque si la posees verdaderamente, entonces sigue mi consejo, y no veas en mí más que un visionario incapaz de indagar ni encontrar nada por el razonamiento, y tú tente por tanto más dichoso cuánto más sabio seas.

      CÁRMIDES. —¡Por Zeus!, Sócrates, no sé si poseo o no poseo la sabiduría; ni cómo puedo saberlo, cuando tú mismo no puedes determinar su naturaleza, por lo menos según tu confesión; si bien en este punto no te creo, y antes bien pienso que tengo gran necesidad de tus palabras mágicas; y quiero someterme a su virtud sin interrupción hasta que me digas que es bastante.

      CRITIAS. —Perfectamente. La mayor prueba que puedes darme de tu sabiduría, mi querido Cármides, es entregarte a los encantos de Sócrates y no alejarte de él ni un solo instante.

      CÁRMIDES. —Me uniré a él, y seguiré sus pasos; porque me haría culpable si en este punto no te obedeciese, a ti que eres mi tutor, y si no hiciese lo que mandas.

      CRITIAS. —Sí, yo, yo te lo mando.

      CÁRMIDES. —Lo haré, y desde hoy quiero comenzar.

      SÓCRATES. —¡Ah!, ¿qué es lo que los dos tramáis?

      CRITIAS. —Nada, sino que nos tienes a tus órdenes.

      SÓCRATES. —Pero qué, ¿empleáis la fuerza sin dejarme la libertad de escoger?

      CÁRMIDES. —Sí, la fuerza; es preciso hacerlo así, puesto que él lo manda. Mira ahora lo que te toca a ti hacer.

      SÓCRATES. —¿Qué quieres que vea? Cuando has resuelto hacer una cosa y recurres a la violencia, ¿qué hombre puede resistirlo?

      CÁRMIDES. —Entonces no te resistas.

      SÓCRATES. —Concedido.

LAQUES

      Argumento del Laques[1] por Patricio de Azcárate

      El verdadero objeto del Laques no es el valor, sino, con ocasión del valor, la educación de los hijos, es decir, la ciencia de los estudios y de los ejercicios que más pueden convenirles. Melesías y Lisímaco, dos ancianos, cuyos hijos han llegado ya a la adolescencia, acompañados de Nicias y de Laques que intervienen a propósito en la discusión, acometen, todos juntos, a Sócrates, para pedirle consejo sobre los mejores medios de desarrollar las facultades físicas y morales de sus hijos. Sócrates les obliga a convenir en que el beneficio de la educación consiste en que se arraigue en el alma de los jóvenes la idea de la virtud; mas para que así suceda, es preciso poseerla, o por lo menos conocerla, como quedó ya demostrado en el Primer Alcibíades. Por lo pronto ya se nota la mucha dificultad que presenta una buena educación. La verdadera cuestión que debe resolverse, si este punto se ha de tratar a fondo, no puede menos de ser la siguiente: ¿Qué es la virtud? Pero como este objeto es tan vasto, Sócrates, en vez de examinar lo que es la virtud en general, limita la cuestión a indagar si se conoce bien alguna de sus partes, el valor, por ejemplo.

      Laques da el primero una definición: el valor consiste en mantenerse firme y no huir delante del enemigo. Pero el hombre valiente puede ceder por táctica delante del enemigo, y esto en realidad es también una especie de valor. ¿Y no tiene necesidad el hombre de mostrarse valiente en la enfermedad, en la pobreza, en la buena o mala fortuna y en la lucha con sus pasiones? Esta definición, que presenta el general de ejército, es rechazada por Sócrates, por exclusiva y por falsa.

      Laques