de haber pasado agradablemente su vida ¿no encuentras que ha vivido bien?
—Sí.
—¿Luego vivir agradablemente es un bien, y vivir desagradablemente es un mal?
—Es según que se ciñe o no a lo que es honesto —dijo.
—Pero qué, Protágoras, ¿no eres tú de la opinión del pueblo, y no llamas, como él, malas a ciertas cosas agradables, y buenas a otras cosas penosas?
—Ciertamente.
—Y dime, estas cosas agradables ¿no son buenas en tanto que agradables, con tal de que no resulte ningún mal? Y las cosas penosas ¿no son malas igualmente en tanto que penosas?
—En verdad, Sócrates —me dijo—, yo no sé si debo darte respuestas tan sencillas y tan generales como tus preguntas, y asegurar absolutamente que todas las cosas agradables son buenas y que todas las cosas penosas son malas. Me parece, que no solo en esta disputa, sino también en todas las demás que pueda tener en mi vida, es más seguro responder que hay ciertas cosas agradables que no son buenas, y otras desagradables que no son malas, y que hay una tercera especie de cosas que ocupan un término medio y que no son ni buenas ni malas.
—¿Llamas agradables las cosas que van unidas con el placer y que causan placer?
—Ciertamente.
—Te pregunto, si son buenas en tanto que son agradables, es decir, si el placer mismo es un bien.
—A esto, Sócrates, te respondo lo que tú respondes todos los días a los demás: que es preciso examinar este punto. Si concuerda con la razón, y lo agradable y lo bueno no son más que una misma cosa, hay necesidad de concederlo; si no, será preciso discutir.
—Pues bien, Protágoras —le dije—, ¿quieres guiarme en esta indagación, o quieres que yo te guíe?
—Es más natural que tú me guíes, puesto que tú has comenzado.
—He aquí quizá el medio —dije yo— de poner las cosas en claro. A la manera que un maestro de gimnasia, al ver un hombre, cuya constitución quiere conocer para juzgar de su salud y de la fuerza y de la buena disposición de su cuerpo, no se contenta con examinar sus manos y su cara, sino que le dice: «Desnúdate, te suplico, y descúbreme tu pecho y tu espalda, para que pueda juzgar de tu estado con más certidumbre»; en igual forma tengo deseos de observar contigo la misma conducta respecto a nuestra indagación, y después de haber conocido tus sentimientos sobre lo bueno y lo agradable, es preciso que yo te diga: mi querido Protágoras, descúbrete más, y dime lo que piensas de la ciencia. Sobre este punto ¿piensas como el pueblo o tienes otra opinión? Porque he aquí el juicio que el pueblo forma de la ciencia: para la multitud la ciencia ni es eficaz, ni capaz de conducir, ni digna de mandar; está persuadida de que cuando la ciencia se encuentra en un hombre, no es ella la que le guía y le conduce, sino otra cosa muy distinta, tan pronto la cólera, como el placer, algunas veces la tristeza, otras el amor, y las más el temor. En una palabra, el pueblo tiene la ciencia por una esclava, siempre regañona, dominada y arrastrada por las demás pasiones.
»¿Juzgas tú como él? ¿O piensas, por el contrario, que la ciencia es una cosa buena, capaz de dominar al hombre, y que este, poseyendo el conocimiento del bien y del mal, no puede ser ni arrastrado ni dominado por fuerza alguna y que todos los poderes de la tierra no pueden obligarle a hacer otra cosa que lo que la ciencia le ordene, porque ella sola basta para salvarle?
—Yo pienso de la ciencia todo lo que dices, Sócrates —me respondió Protágoras—, y sería en mí muy mal visto, más que en ningún otro, que no sostuviera que la ciencia es la más eficaz de todas las cosas humanas.
—Hablas admirablemente, Protágoras; todo lo que dices es muy cierto. Sin embargo, sabes muy bien que el pueblo no nos cree en esta materia, y que sostiene, que la mayor parte de los hombres podrán conocer qué es lo mejor, pero que no lo practican, a pesar de depender de su voluntad el hacerlo, y muchas veces practican todo lo contrario. Cuando he preguntado a los que así obran, cuál es la causa de tan extraña conducta, todos me han dicho que se ven vencidos por el placer o por el dolor, o arrastrados por alguna otra de las pasiones de que he hablado.
—Hay otras muchas cosas, Sócrates, sobre las que los hombres se engañan.
—Veamos y procuremos demostrar aquí tú y yo, en qué consiste esta desgraciada tendencia que hace que se vean dominados por los placeres y no practiquen lo mejor, a pesar de que lo conozcan. Quizá si les dijéramos: «Amigos, estáis en un error, os engañáis»; ellos nos preguntarían a su vez: «Sócrates y Protágoras, ¿qué significa ser vencido por los placeres? Decidnos qué es y qué pensáis sobre ello».
—¡Cómo! Sócrates, ¿estamos obligados a examinar las opiniones del pueblo, que dice a la aventura todo lo que se le viene a las mientes?
—Sin embargo —le respondí—, me parece que esto nos servirá para hallar la relación que el valor puede tener con las demás partes de la virtud. Si te sostienes en lo que aceptaste al principio, y quieres que te conduzca yo por el camino que me parezca mejor y más corto, sígueme; si no, sea como gustes, pero abandono la cuestión.
—Por el contrario —me dijo—, Sócrates, te suplico que continúes como has comenzado.
Tomando la palabra, dije:
—Si estas mismas gentes se empeñasen en preguntarnos: «¿Cómo llamáis vosotros lo que nosotros llamamos ser vencido por los placeres?». Yo, he aquí cómo me gobernaría para responderles. Les diría primero: «Amigos míos, escuchad, os lo suplico, porque Protágoras y yo estamos resueltos a satisfacer a vuestra pregunta. ¿No os sucede eso todas las veces que, atraídos por los placeres de la mesa o por el del amor, que os parecen muy agradables, sucumbís a la tentación, aunque sepáis muy bien que estos placeres son malos y peligrosos?». No dejarían ellos de responder en este mismo sentido. En seguida les preguntaríamos: «¿Por qué decís que estos placeres son malos? ¿Es porque os causan una especie de placer en el momento de gozarlos? ¿O bien es porque en seguida engendran enfermedades y son causa de mil males funestos, como la pobreza, por ejemplo? Si ellos no fuesen seguidos de ninguno de estos males y solo os causaran placer, ¿los llamaríais siempre malos, en el acto mismo en que os fuesen del todo agradables?». Figurémonos, Protágoras, que no nos den otra respuesta sino que los placeres no son malos por el gozo que causan en el acto, sino por las enfermedades y demás accidentes que arrastran tras de sí.
—Estoy persuadido —dijo Protágoras— de que eso es lo que responderían casi todos.
—«Arruinando vuestra salud», añadiría yo, «¿no os producen algún dolor como la pobreza misma?» Yo creo que en esto convendrían.
—Sin duda —dijo Protágoras.
—¿Os parece, amigos míos, como ya dijimos Protágoras y yo, que estos placeres no os parecen malos sino porque concluyen por el dolor y os privan de otros placeres? No dejarían de confesar esto.
Protágoras convino conmigo.
—Pero —continué yo—, si nosotros ahora les presentásemos la cuestión contraria, diciéndoles: amigos míos, ¿cuando decís que ciertas cosas desagradables son buenas, cómo lo entendéis?, ¿os referís, por ejemplo, a los ejercicios del cuerpo, a la guerra, a las curas que los médicos hacen por medio de los instrumentos, de los purgantes y de la dieta?, ¿decís que estas cosas son buenas, pero desagradables? Ellos convendrían en esto.
—Sin dificultad.
—¿Por qué las llamáis buenas? ¿Es porque en el acto de su aplicación os causan terribles dolores y penas infinitas? ¿O bien porque producen después la salud y la buena constitución del cuerpo, la salubridad de las ciudades, la fuerza y la riqueza de ciertos estados? Ellos no dudarían en confesarlo.
Protágoras convino en ello.
—Todas estas cosas que acabo de nombrar, continuaría yo, ¿son buenas por otra razón que porque terminan por el placer, y os eximen de los disgustos y de la tristeza? ¿Sabéis de algún otro fin,