ellos mismos se sometieron a la coyunda. En cuanto al rey, no se atrevió a socorrerle por respeto a los trofeos de Maratón, de Salamina y de Platea, pero, permitiendo a los expatriados y a los voluntarios entrar a su servicio, ella le salvó incontestablemente.
Después de haber levantado sus murallas y reconstruido sus buques, Atenas, preparada de esta manera, aguardó la guerra, y cuando se vio precisada a hacerla, defendió a los parios contra los lacedemonios. Pero el gran rey, comenzando a temer a Atenas desde que vio que Lacedemonia le cedió el imperio del mar, reclamó, como precio de los socorros que debía suministrar a nosotros y a los demás aliados, las ciudades griegas del continente de Asia, que los lacedemonios le habían en otro tiempo abandonado. Quería retirarse de la liga, y contando con una negativa, le servía de pretexto para conseguirlo. Los otros aliados engañaron su esperanza. Los argivos, los corintios, los beocios y los demás estados comprendidos en la alianza, consintieron en entregarle los griegos del Asia por una suma de dinero, y se comprometieron a ello por la fe del juramento. Solo nosotros no nos atrevimos a abandonarlos ni a empeñar nuestra palabra; tan arraigada e inalterable es entre nosotros esta disposición generosa que quiere la libertad y la justicia y este odio innato a los bárbaros, porque somos de un origen puramente griego y sin mezcla con ellos. Entre nosotros no hay nada de Pélope, ni de Cadmo, ni de Egipto, ni de Dánao, ni de tantos otros verdaderos bárbaros de origen, y griegos solamente por la ley. La sangre pura griega corre por nuestras venas sin mezcla alguna de sangre bárbara, y de aquí el odio incorruptible que se inocula en las entrañas mismas de la república a todo lo que es extranjero. Nos vimos, pues, abandonados de nuevo por no haber querido cometer la acción vergonzosa e impía de entregar griegos a los bárbaros. Pero, aunque reducidos al mismo estado que en otro tiempo nos había sido funesto, con la ayuda de los dioses la guerra se terminó esta vez más felizmente, porque al ajuste de la paz nosotros conservábamos nuestros buques, nuestros muros y nuestras colonias; tan ansioso estaba el enemigo de que terminara la guerra.[16] Sin embargo, esta lucha nos privó aún de bravos soldados, ya en Corinto por la desventaja de lugar, ya en Lequeo[17] por traición. Tan valientes eran como los que libertaron al rey de Persia y arrojaron a los lacedemonios del mar. Os hago este recuerdo y debéis unir vuestros votos a los míos, para alabar y celebrar a estos excelentes ciudadanos.
Os he trazado las acciones de los que aquí reposan y de todos los que han muerto por la patria. Acciones tan numerosas como magníficas en medio de las cuales no he hecho mención de muchas más brillantes, porque no bastarían muchas noches y muchos días para referirlas todas. Que todos los ciudadanos, henchida su alma de tan grandiosos hechos, exhorten a los descendientes de estos valientes, como pudieran hacerlo en un día de batalla, para no desmerecer de sus mayores, ni retroceder, ni echar el pie atrás cobarde y vergonzosamente. Hijos de estos hombres bravos, yo os exhorto en este día, y dondequiera que me encontrare os exhortaré y os excitaré, a fin de que despleguéis todos vuestros esfuerzos para que lleguéis a toda la altura a que podéis llegar. Por ahora, debo repetiros lo que vuestros padres, en el momento de entrar en acción, nos han encargado referir a sus hijos, si les sucediese alguna desgracia. Os diré lo que les he oído, y lo que no dejarían ellos de deciros si pudiesen, y lo creo así por los discursos que entonces pronunciaban. Suponed que oís de su propia boca lo que yo os digo. He aquí sus palabras.
Hijos, cuanto os rodea está diciendo la noble sangre de que procedéis. Pudimos vivir sin honor, pero hemos preferido una muerte honrosa antes que condenar a la infamia vuestros nombres y nuestra posteridad, y cubrir de vergüenza a nuestros padres y a nuestros mayores. Hemos creído que el que deshonra a los suyos no merece vivir, ni puede ser amado por los dioses, ni por los hombres, ni en este mundo, ni en el otro. Recordad siempre nuestras palabras, y no emprendáis nada sin que tengáis de vuestra parte la virtud, persuadidos de que sin ella todo lo que se adquiere, todo lo que se sabe, se convierte en mal e ignominia. Las riquezas no dan lustre a la vida de un hombre sin valor; es rico para los demás, pero no para sí mismo. La fuerza y la belleza del cuerpo no tienen ningún mérito en el hombre tímido y sin corazón; son prendas impropias que le ponen más en evidencia, y ponen más en claro su cobardía. El talento mismo, separado de la justicia y de la virtud, no es más que una despreciable habilidad y no la sabiduría. Que la herencia de honor que os dejamos nosotros y vuestros abuelos, sea objeto de vuestros primeros y últimos cuidados, y procuréis acrecentarla, porque de lo contrario, si os excedemos en virtud, esta victoria será un baldón vuestro, mientras que la derrota sería nuestra felicidad. He aquí cómo podréis sobrepujarnos y vencernos; no abuséis de la gloria de vuestros padres, no la disipéis, y sabed que nada es más vergonzoso para un hombre, que tiene alguna idea de sí mismo, que presentar como un título a la estimación, no sus propios méritos, sino la nombradía de sus abuelos. La gloria de los padres es sin duda para sus descendientes el más bello, el más precioso tesoro, pero gozar de ella sin poder trasmitirla a sus hijos, y sin haberle añadido nada por sí mismo, es el colmo de la abyección. Si seguís mis consejos, cuando el destino haya marcado vuestro fin, vendréis a uniros con nosotros, y os recibiremos como los amigos reciben a sus amigos; pero si los despreciáis, si habéis degenerado, no esperéis de nosotros buena acogida. He aquí lo que tenemos que decir a nuestros hijos.
En cuanto a nuestros padres y a nuestras madres es preciso exhortarlos incesantemente soportar con paciencia cuantos acontecimientos sobrevengan, y no compartir sus lamentos. Bástales su desgracia, sin necesidad de provocar más su dolor. Para curar y calmar sus pesares, es preciso recordarles más bien, que de todos los votos que dirigían a los dioses han visto cumplido el más caro y precioso, porque no pedían hijos inmortales, sino hijos célebres y bravos; y esta petición, que es un bien verdadero, la han visto realizada. Que se les recuerde igualmente, cuán difícil es que durante la vida salgan al hombre las cosas a medida de su deseo. Si soportan con valor su desgracia, harán conocer que son padres dignos de hijos valientes, y que no les ceden en valor; pero si se amilanan, harán dudar si verdaderamente fueron nuestros padres, o si las alabanzas que se nos prodigan son verdaderas. Lejos de esto, a ellos es a quienes corresponde encargarse de nuestro elogio, haciendo ver con su conducta, que valientes ellos, han engendrado hijos valientes. Ha pasado siempre por precepto de la sabiduría este antiguo dicho: nada en demasía; y en verdad es una palabra llena de sentido. El hombre que saca de sí mismo todo lo que conduce a la felicidad o que por lo menos se aproxima a ella, que no hace depender su suerte de los demás hombres, y que no pone su destino a merced de su buena o mala estrella; el que llena todas estas condiciones tiene perfectamente arreglada su vida, es un sabio, es un modelo de hombre firme y prudente. Que la suerte le dé riquezas e hijos o que se las quite, poco importa; siga el sabio el precepto mencionado y el exceso de alegría y el exceso de pesar le serán igualmente extraños, porque solo en sí mismo tendrá confianza. Tales creemos que son nuestros padres; tales queremos y pretendemos que lo sean; tales nos los representamos en nosotros mismos, sin pesar, sin terror, porque se haya de abandonar la vida desde este mismo momento, si es preciso. Suplicamos, pues, a nuestros padres y a nuestras madres, que acaben de tan digna manera el resto de sus días. Que tengan entendido, que ni con gemidos, ni con gritos, probarán su ternura, y que si después de la muerte queda algún sentimiento de lo que pasa entre los vivos, el mayor disgusto que nos podrían causar sería el que se atormentasen y se dejasen abatir, porque nosotros gustaríamos más de verlos tranquilos, moderados y dignos. En efecto, la muerte que experimentamos es la mejor a que pueden aspirar los hombres, y lejos de quejarnos, es preciso que nos felicitemos de ello. ¡Qué cuiden a nuestras mujeres y a nuestros hijos, qué los asistan, y que se consagren por entero a cumplir este deber! Por este medio verán borrarse poco a poco el recuerdo de su infortunio, su vida será más virtuosa y más digna, y para nosotros más agradable. He aquí lo que por nuestra parte tenemos que decir a nuestros padres.
También dirigiríamos una enérgica recomendación a la república, para que se encargue de nuestros padres y de nuestros hijos, dando a los unos una educación virtuosa, y sosteniendo a los otros en su ancianidad, si bien sabemos que sin ser solicitada por nuestras súplicas, se encargará ella de este cuidado, cual conviene a su generosidad.
Padres e hijos de estos muertos, he aquí lo que nos encargaron que os dijéramos, y que yo os digo con toda la energía de que soy capaz. Os conjuro en su nombre a vosotros, hijos, a imitar a vuestros padres; y a vosotros, padres, a sufrir con resignación vuestra suerte, seguros de que la solicitud pública