Félix Sentmenat

Orantes. De la barraca al podio


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alguien. Me dirigí a él y me atendió con su habitual simpatía. Con esa amabilidad natural que distingue a la gente que se encuentra bien, a gusto consigo misma. Le planteé algunas dudas que me acababan de asaltar. Y hablamos unos quince minutos de todo cuanto surgió sobre la marcha, de modo espontáneo, en la conversación: sus grandes actuaciones en el Godó, su victoria en el US Open ante Connors, su rivalidad con Manolo Santana, la final de Roland Garros que perdió después de mandar por dos sets a cero ante un Björn Borg que con 18 años asombraba al mundo entero con su primer Grand Slam…

      El entendimiento inmediato en esa conversación espontánea fue la semilla de lo que es hoy este libro. Como me confirmó en cuanto me dirigí a él, estaba esperando a Joan Gisbert para un acto sobre excampeones del Godó. En cualquier momento podía llegar su compañero de batallas y, con él, la conclusión del encuentro. Pero tuve la fortuna de que Gisbert se retrasó y, al ver que la conversación fluía, Orantes me invitó a sentarme junto a él.

      Fueron eso, unos diez o quince minutos, pero hubiera deseado permanecer allí durante horas. Que esa conversación distendida con uno de los sujetos activos de una de las épocas más atractivas de la historia del tenis se hubiera producido en la barra de un bar, con toda una noche por delante. Era, de pronto, como poder asomarse desde un amplio ventanal a esa etapa dorada en la que el tenis se ganó el corazón de medio mundo con jugadores tan carismáticos y talentosos como Borg, Connors, Nastase, McEnroe, Vilas, Gerulaitis, Noah, Ashe, Stan Smith, Panatta…

      Me asombró lo mucho que tenía que contar. Y que efectivamente lo hiciera de modo tan cercano y afable, siempre con una sonrisa, sin alzar una palabra más que la otra. Y me impactó estar hablando de tú a tú con alguien que, pese a su modestia congénita, se había batido, también de tú a tú, con los mejores tenistas de una de las épocas más brillantes de este deporte. Los números, con un simple paseo por internet, hablan por sí solos: 16 duelos con Borg (4 victorias), 15 con Connors (3 victorias), 25 con Nastase (8 victorias) o 15 con Vilas (8 victorias), por citar algunos de sus rivales más célebres.

      Pensé entonces que Orantes no había tenido la repercusión que sus 33 títulos ATP, incluidos dos peces gordos como el US Open y el Masters, requerían. Que se había destacado siempre la figura de Santana, por su innegable condición de pionero del tenis español, y de resultas se había sido injusto con uno de nuestros grandes deportistas. Que valía la pena tirar del hilo para poner negro sobre blanco las vivencias de un hombre que, como decía Machado, destaca por ser, en el buen sentido de la palabra, bueno.

      Capítulo 1

      La gran remontada

      Génesis de la gran remontada

      El tenis, a diferencia de otros deportes, no está regido por un límite temporal. El reglamento indica que el ganador de un partido es quien se anota el último punto. Lo que implica que la puerta de la victoria debe ser derribada con un último golpe de gracia. Si tu rival no te permite derribar esa puerta, si resiste, envía un mensaje de rebelión ante la derrota, de lucha in extremis. Es el poder de decir, “por mucho que quieras ganar, tendrás que seguir esforzándote: esto no se ha acabado”.

      Por complicada que sea la situación, el jugador que se halla contra las cuerdas siempre tiene la opción de resistir. De recordarse a sí mismo, a su oponente y a todo el que esté interesado en ese partido, aquello tan cierto de que mientras hay vida hay esperanza. Eso es lo que hizo Manuel Orantes en el partido de semifinales del US Open de 1975, considerado en la historia del tenis como una de las grandes remontadas de todos los tiempos. Quizás la más grande.

      Perdía por dos sets a uno contra Guillermo Vilas, y en el cuarto set el marcador indicaba un 5 a 0 favorable al argentino. Manuel se disponía a sacar con un tanteo de 15-40. El premio para el ganador de ese partido era enorme: el acceso a la final de uno de los cuatro torneos del Grand Slam. O lo que es lo mismo, la posibilidad de entrar en la historia del tenis. Quizás por ello, y por otras circunstancias que iremos reviviendo al detalle, Orantes conectó con una poderosa determinación física y psíquica para rebelarse ante una derrota que parecía inevitable.

      Aún ahora, 47 años después, Orantes recuerda cuál era su planteamiento psicológico en aquella situación agónica, cuando afrontó con éxito hasta cinco pelotas de partido. “Yo me dije: a lo mejor me vas a ganar, pero te vas a tener que dejar todo en la pista y te voy a llevar al límite para que por lo menos llegues tocado a la final”. Orantes no solo levantó esas dos primeras pelotas de partido, sino que tuvo arrestos para ganar una tercera en ese mismo juego, y otras dos en el siguiente. Cinco puntos, revirtiendo en alguno de ellos alguna situación realmente desesperada, en los que envió a su oponente el mensaje de que no estaba dispuesto a entregarse.

      Cuando eso sucede, cuando alguien demuestra en una situación límite que sigue teniendo fuerzas para seguir peleando, se produce un trasvase de energías. La dinámica positiva que arrastra el que está a punto de cerrar el partido pasa inmediatamente, sobre todo si ocurre hasta en cinco puntos distintos, a manos del contrario. Es la teoría física de los vasos comunicantes. El viejo axioma de que la energía no se destruye, sino que se transforma.

      A finales del verano de 1975, España era un país en convulsión que vivía los últimos coletazos del franquismo. Tras 36 años de represión, la sociedad llevaba tiempo incubando el cambio, reivindicando de forma cada vez más evidente una apertura de puertas y ventanas para que corriera el aire de la libertad. Como si se tratara de una serpiente en los instantes previos al cambio de piel, el inconsciente colectivo rechazaba sin tapujos el envoltorio de la dictadura. Y aunque no supiera muy bien ni cómo ni hacia dónde debía moverse, sí sabía que debía desprenderse de esa piel caduca. Que había que cerrar esa etapa sombría y represiva para reinventarse y seguir hacia delante con ilusión y esperanza.

      El 6 de septiembre, la fecha exacta en que Manuel Orantes logró una de las mayores remontadas de la historia del tenis y se clasificó para la final del US Open, quedaban únicamente 74 días para que Carlos Arias Navarro, presidente del gobierno, se armara de valor ante las cámaras para pronunciar esas cuatro palabras que cambiarían el destino del país. El 20 de noviembre, con un punto de congoja e incredulidad ante lo que debía anunciar al país entero, Arias Navarro adoptó la expresión más apesadumbrada que pudo y dijo, con una enorme pausa entre la primera y la segunda palabra: “Españoles, Franco ha muerto”.

      Aquella era una sociedad irritada por los achaques finales de Franco. Un dictador que, a sus 83 años y ante la inevitable cercanía de su muerte, quiso despedirse con una última muestra de autoridad. Autoridad mal entendida en cualquier caso, porque lo que hizo fue más bien un desvarío senil: decretar la ejecución de cinco opositores al régimen, fusilados todos ellos el 27 de septiembre en Madrid, Barcelona y Burgos. Con esa última estocada, Franco desoyó el clamor unánime de la oposición nacional e internacional, incluida una petición formal de amnistía solicitada por el mismo papa Pablo VI, y provocó una oleada de protestas y condenas contra el gobierno español. Fueron las últimas penas de muerte ejecutadas en España. La pena capital fue abolida en 1978.

      En esas circunstancias, con ese caldo de cultivo que reivindicaba cuanto antes el cambio de régimen político, el país era especialmente sensible a todo lo que apuntara hacia el futuro. A todo lo que nos equiparara con otras sociedades más evolucionadas. Y aunque tan solo fuera un acontecimiento vinculado al mundo del deporte, y no tuviera una trascendencia notable en las vidas de los españoles de a pie, la magnífica actuación de Orantes en Nueva York, en la capital del mundo moderno, provocó un avance en la percepción que el resto del mundo tenía por entonces de España.

      Además, Orantes era, a primera vista, un fiel representante de nuestro país. A sus 26 años, tenía un genuino aspecto español. Un aire latino, mediterráneo. Una imagen de hombre de la tierra, y a la vez del mar. De la naturaleza. Sus rasgos marcados, su prominente nariz, propia de un boxeador experimentado, su boca, con esos labios carnosos y esa sonrisa tan expresiva, su pelo negro azabache, de una densidad potente. O su estatura, más bien reducida, a juego con sus fornidas piernas. Por no hablar de las muñequeras con la bandera