preservar, no sólo para sí mismo sino también para su hijo, Melvil: “Melvil sólo dice tres palabras, y sin embargo lo entiende todo. Mantener una conversación seria con él y decirle: ‘Mamá ha tenido un grave accidente, ya nunca volverá’, sería como contarle con palabras de adulto una historia de grandes, impedirle captar más allá de nuestras palabras lo que le toca, matarla por segunda vez [ce serait lui raconter avec des mots d’adulte une histoire de grand, l’empêcher de saisir au-delà de nos mots ce qui le touche, la tuer une deuxième fois]. Las palabras no bastan”8. Nuestras palabras, las palabras adultas, son a la vez insuficientes y excesivas. Y las de Melvil no son mejores, no son ni más ni menos útiles. De hecho, si las palabras de niño fueran mejores para palpar o asir el mundo que sin embargo ellas abren, no habría necesidad de más palabras, no habría necesidad de adquirir y desarrollar más palabras. Las palabras del niño son más escasas, pero no son fundamentalmente distintas de las del adulto. Las tres palabras que Melvil usa para comprender el mundo, su mundo, las que él usa para tocar el mundo que le toca a él —“Mamá, papá, chupete [Maman, papa, tétine]”9— también impiden (y hacen posible a la vez) que él capte ese mundo, para comprender aquello que le toca a él. Las palabras son la instancia de la posibilidad del mundo en tanto imposible. Nunca serán suficientes, hay siempre demasiadas y demasiado pocas, nos llegan siempre demasiado pronto y demasiado tarde. Y siempre marcarán, señalarán, la ausencia —la pérdida originaria— de aquello a lo que refieren. Si las palabras nos tocan y hacen posible que nosotros toquemos —y que seamos tocados por— el otro, lo hacen en la ausencia del mundo que ellas mismas hacen posible. Como si hubiera mundo y posibilidad de tocar y ser tocado antes de las palabras —ya sean muchas o pocas— que destruyen y crean el mundo, que lo arruinan y lo conservan, que reducen su singularidad en el único suspiro que lo instituye y lo repite10.
¿Qué toca a Melvil en el exceso —más allá— de las palabras que son a la vez demasiadas y demasiado pocas? ¿Qué significa tocar y ser tocado? ¿Qué es el sentido del mundo? Y ¿es ese sentido simplemente dado, sin ser mediado —como si fuera una “intuición”— por las palabras que necesitamos para recordarlo? Como si nuestra experiencia del mundo, del sentido del mundo, no estuviese, desde el principio, ligada al lenguaje —a sus como y como si necesarios— y a la imaginación que lo hace posible, pero sólo en cuanto es imposible. La experiencia del lenguaje es la experiencia del luto, del estar en duelo, del duelo originario e insuperable. Y la experiencia del duelo es la experiencia, así de simple. No hay experiencia del mundo, de la pérdida en el mundo sin la pérdida del mundo. La experiencia en tanto tal ocurre, tiene lugar, en el como si de (la experiencia de) las palabras, del lenguaje, de la imaginación11.
Anticipar, aquí y ahora, al principio, la importancia del como, y del como si que lo informa y lo arruina, es desde ya violar, traspasar, el método cartesiano, el cual exige que uno pase por la cadena de deducciones tan lentamente como sea necesario y, a la vez, tan rápidamente como sea posible, para poder tomar las deducciones por (como) intuiciones, como si la cadena sucesiva de deducciones estuviese, de hecho, dada inmediatamente en y como intuiciones intelectuales12. En la medida en que la virtualización es inevitable, y junto con ella la ruina del ser en anticipación de su posibilidad, la violencia de la imaginación —del como si, y por lo tanto de todo “como” posible— es constitutiva. Así, la imaginación (y la violencia que la imaginación no puede no engendrar) viene antes del cogito, antes del alma, antes del cuerpo. La imaginación —su violencia, su finitud, su muerte— es el suelo, el subsuelo, el fondo de todo lo que nos amenaza y lo que también nos da la posibilidad de protegernos de esa amenaza. La imaginación está en el fondo de todo el terror y, por lo tanto, de todo el terrorismo, pero también está detrás de todo lo que hacemos para anticipar el terror y el terrorismo, para protegernos de ellos. Descartes nunca lo dice explícitamente13, pero ubica la imaginación —la facultad de virtualización constitutiva y, entonces de retención y de protención, de memoria y de anticipación— en el centro de su método, a pesar de su intención de aislarla del entendimiento (del alma, del espíritu). Toda la violencia en el mundo —la violencia del mundo— proviene de la imaginación: todo el miedo, todo el terror y el terrorismo, pero también toda la esperanza en y del mundo. La imaginación promete el mundo.
6 René Descartes, Discours de la méthode, OEuvres philosophiques, edición de Ferdinand Alquié (París: Éditions Classiques Garnier, 2010), 1.617; Discurso del método, traducción de Risieri Frondizi (Madrid: Alianza Editorial, 1979), 134-135. Para todas las citas de Descartes, utilizo los tres tomos de la edición de Alquié de las OEuvres philosophiques. Cito por título de la obra seguido de tomo y página.
7 Antoine Leiris, Vous n’aurez pas ma haine (París: Librairie Arthème Fayard, 2016), 40; No tendréis mi odio, traducción de Rosa Alapont (Barcelona: Ediciones Península, 2016), 35. Traducción modificada. Le agradezco a Luis Felipe Alarcón no sólo su ayuda con las traducciones sino su ayuda en general con el texto.
8 Antoine Leiris, Vous n’aurez pas ma haine 30/No tendréis mi odio 27.
9 Antoine Leiris, Vous n’aurez pas ma haine 30/No tendréis mi odio 27.
10 Vous n’aurez pas ma haine es en gran medida una reflexión sobre las palabras, tanto sobre su inadecuación como sobre la posibilidad de duelo que estas proveen, la promesa que proveen. Leiris escribe, por ejemplo, recordando las conversaciones que habría tenido después del asesinato de su esposa: “Mantengo las apariencias. Tomo al otro de la mano, lo tranquilizo enseñándole la ciudad de cartón piedra que sirve de decorado a la película que permito que vean. En ella las calles están limpias, los habitantes son apacibles, la vida parece seguir su curso con toda la normalidad posible. No obstante, los edificios son meras fachadas, los habitantes, extras, y tras la normalidad aparente, nada, ya nada. Excepto quizá esta angustia. ¿Qué ocurrirá cuando todo el mundo pase a otra película? ¿Cuándo me encuentre a solas en mi decorado abandonado? —Lamento muchísimo por lo que estás pasando. Ánimo. . . Para ese no tengo respuesta convencional. 'Hasta pronto' es una promesa [“A bientôt est une promesse”], ‘Cuídate’, una invitación. 'Ánimo', una cadena. Significa devolverme intacto ese dolor del que han tratado de aliviarme el tiempo de una conversación. Una palabra que reduce a cenizas mi Cinecittà de pacotilla. Por lo general la conversación termina ahí. Las fachadas se han derrumbado, los extras han hecho mutis por el foro, yo me he quitado la máscara” (Leiris, Vous n’aurez pas ma haine 92/No tendréis mi odio 74-75). Las palabras de Leiris montan un set de película, una fachada (façade), con las ordenadas, limpias, calles de la normalidad, pero son palabras (“bon courage”) que también queman esa façade hasta sus últimos restos, hasta convertirla en cenizas. Este es el double bind del lenguaje: abre, construye, el mundo que nos protege, que nos resguarda de los otros y de nosotros mismos, incluso cuando hace posible la relación con nosotros mismos y con otro. Y, al mismo tiempo, destruye el mismo mundo que produce. El lenguaje promete, invita y condena. Produce el film —la ilusión, la ficción, el largometraje— que enmascara la nada, el vacío, de una vida después de la muerte de Hélène, y, al mismo tiempo, descorre la cortina para revelar