Nikolas Rose

La invención del sí mismo


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desde el cual evaluar un régimen de ser persona a partir de otro (véase Fraser, 1989, para un ejemplo de este argumento). He propuesto que ninguna teoría de este tipo es requerida para dar cuenta del conflicto y la contestación, y que la base ética estable provista aparentemente por cualquier teoría sobre la naturaleza del ser humano, es ilusoria. No se tiene más opción que entrar en un debate que no puede ser clausurado apelando a la naturaleza del ser humano en tanto sujeto esencial y universal de derechos, de libertad, de autonomía, o lo que fuese. Entonces, ¿es posible que se pueda escribir una genealogía de la subjetivación sin una metapsicología? Creo que sí.

      Propongo que tal genealogía requiere sólo una mínima, débil o delgada concepción del material humano sobre el cual se escribe la historia (cf. Patton, 1994). Lo que nos preocupa aquí no es la construcción social o histórica de la persona o la narración del nacimiento de la identidad moderna del sí mismo. Más bien, lo que nos preocupa es la diversidad de estrategias y tácticas de subjetivación que han tenido lugar y que han sido desplegadas en diversas prácticas en diferentes momentos y en relación a distintas clasificaciones y diferenciaciones de personas. Aquí, el ser humano no es una entidad con una historia, sino más bien el objeto de una multiplicidad de tipos de trabajos, más parecido a una latitud o una longitud intersectada a distintas velocidades por diferentes vectores. La “interioridad”, que tantos se ven compelidos a diagnosticar, no es aquella referida a un sistema psicológico, sino una superficie discontinua, una especie de plegamiento interno de la exterioridad.

      He extraído libremente la noción de plegamiento del trabajo de Gilles Deleuze (Deleuze, 1988, 1990a, 1992a; cf. Probyn, 1993). El concepto de pliegue o doblez, sugiere una manera en la cual podemos pensar una internalidad que comienza a existir en el ser humano, sin necesidad de postular ninguna interioridad previa y, por tanto, sin atarnos a ninguna versión particular de la ley de esta interioridad cuya historia estamos buscando diagnosticar y alterar. El pliegue indica una relación sin un interior esencial, un interior en el cual lo que está “adentro” es meramente un plegamiento interno de un exterior. Estamos familiarizados con la idea de que aspectos del cuerpo que comúnmente pensamos como parte de su interioridad —el tracto digestivo, los pulmones— no son más que la invaginación de un exterior. Sin embargo, esto no impide que sean investidos con afectos personales y culturales, como también con valores en términos de una imagen corporal aparentemente inmutable, que es tomada como norma de nuestra percepción de los contornos y límites de nuestra corporalidad. Tal vez podamos pensar, entonces, en el poder que los modos de subjetivación tienen sobre los seres humanos en términos de dicho plegamiento interno. Los pliegues incorporan sin totalizar, internalizan sin unificar, agrupan discontinuamente en la forma de dobleces, produciendo superficies, espacios, flujos y relaciones.

      Dentro de una genealogía de la subjetivación, aquello que estaría plegado internamente sería cualquier cosa que pueda adquirir autoridad: mandatos, consejos, técnicas, pequeños hábitos de pensamiento y emoción, una variedad de rutinas y normas sobre ser humano; los instrumentos a través de los cuales el ser se constituye a sí mismo en diferentes prácticas y relaciones. Estos plegamientos internos son parcialmente estabilizados en la medida en que los seres humanos han llegado a imaginarse a sí mismos como sujetos de una biografía, a utilizar ciertas “artes de la memoria” con el propósito de estabilizar dicha biografía, a emplear ciertos vocabularios y explicaciones para volverla inteligible para ellos mismos. Esto es indicativo de la necesidad de extender los límites de la metáfora del pliegue, ya que las líneas de tales pliegues no corren por un dominio coextensivo a los límites carnales de la epidermis humana. El ser humano es emplazado, promulgado, a través de un régimen de dispositivos, miradas, técnicas que se extienden más allá de los límites de la carne. La memoria de la propia biografía no es una simple capacidad psicológica, sino que es organizada a través de rituales de narración, sostenidos por artefactos como álbumes fotográficos, entre otros. Los regímenes de la burocracia no son procedimientos meramente éticos insertos en el pliegue del alma, sino que ocupan una matriz de oficinas, archivos, máquinas de escribir, hábitos de puntualidad, repertorios conversacionales y técnicas de anotación. Los regímenes de pasión no son simplemente pliegues afectivos del alma, sino que son realizados en ciertos espacios aislados o valorizados, a través de equipamientos sensualizados de camas, cortinas y sedas, rutinas del vestirse y desvestirse, dispositivos estetizados para aportar música e iluminación, regímenes de partición del tiempo, y así sucesivamente (cf. Ranum, 1989). El plegamiento del ser no es asunto de cuerpos, sino de lugares ensamblados.

      Podríamos contraponer esta espacialización del ser humano a la narrativización realizada por los sociólogos y filósofos de la modernidad y la posmodernidad. Esto quiere decir que necesitamos volver al ser humano inteligible en términos de ensamblajes (este argumento es desarrollado en el Capítulo 8). Por ensamblajes me refiero a la localización y conexión de rutinas, hábitos y técnicas dentro de dominios específicos de acción y de valor: librerías y estudios, habitaciones y ba-ños públicos, tribunales y salas de clase, consultas y museos, mercados y grandes tiendas. Los 5 volúmenes de La historia de la vida privada, compilados bajo la edición general Philippe Ariès y Georges Duby, otorga abundantes ejemplos acerca de la manera en que nuevas capacidades humanas, tales como estilos de escritura o de sexualidad, dependen de, y dan lugar a, particulares formas de organización espacial del hábitat humano (Veyne, 1987; Duby, 1988; Chartier, 1989; Perrot, 1990; Prost & Vincent, 1991). Sin embargo, no hay nada privilegiado en lo que ha venido a ser denominado “vida privada” para el emplazamiento de regímenes de subjetivación; es tanto en la fábrica como en la cocina, en las fuerzas armadas como en el estudio, en la oficina como en la habitación, que el sujeto moderno ha debido identificar su subjetividad. A la aparente linealidad, unidireccionalidad e irreversibilidad del tiempo, nosotros contraponemos la multiplicidad de espacios, planos y prácticas. Y en cada uno de estos ensamblajes, son activados repertorios de conductas que no están limitados por el encerramiento formado por la piel humana, ni son realizados de forma estable en el interior de un individuo: son más bien redes de tensión a través de un espacio que otorga a los seres humanos capacidades y poderes, en la medida en que los capturan en ensamblajes híbridos de saberes, instrumentos, vocabularios, sistemas de juicio y dispositivos técnicos. En esta medida, una genealogía de la subjetivación requiere pensar al ser humano como un tipo de maquinación, un híbrido de carne, artefacto, saber, pasión y técnica.

       Conclusión

      Es característico de nuestro actual régimen del sí mismo reflexionar y actuar sobre toda la diversidad de dominios, prácticas y ensamblajes en términos de una “personalidad” unificada, de una “identidad” a ser revelada, descubierta, o trabajada en cada uno. Esta maquinación del sí mismo como identidad requiere ser reconocida como un régimen de subjetivación de origen reciente. En los ensayos que siguen, sostengo que las disciplinas psi han jugado un rol clave en nuestro régimen contemporáneo de subjetivación y su unificación bajo el signo del sí mismo. De este modo, una historia crítica de las disciplinas psi debería tomar como objeto nuestro régimen contemporáneo del sí mismo y su identidad, junto con todos los juicios y jueces que los han poblado. Esta historia crítica describiría el rol jugado por las ciencias psicológicas en la genealogía de dicho régimen, y las relaciones que construye entre el uno y los muchos, entre lo interno y lo externo, entre el todo y la parte, así como también en las clasificaciones que han sido forjadas dentro de él. Una genealogía de la contribución de la psicología a nuestro régimen del sí mismo conecta, entonces, de manera lateral, con todos aquellos movimientos políticos contemporáneos que han desafiado la categoría de identidad: la identidad de la mujer, la identidad de la raza, la identidad de la clase (véase, en particular, Haraway, 1991; y Riley, 1988). Si se dejan de lado las burbujeantes celebraciones “posmodernas” de la alegría de la “diferencia”, tales desafíos están motivados, en parte, por la creencia de que los valores del sí mismo y la identidad no son tanto recursos para un pensamiento crítico, sino que obstáculos para dicho pensamiento. Las políticas de la identidad, incluso cuando no están asociadas a proyectos bárbaros de “limpieza” de la diferencia, están atormentadas por fragmentaciones internas en las cuales los sujetos que deben ser supuestamente unificados —como mujeres, como negros, como discapacitados, como locos— se resisten a reconocerse en el nombre