Mary Shelley

Cuentos góticos


Скачать книгу

unida a las aventuras de esta joven reliquia. La animación (creo que los fisiólogos se muestran de acuerdo) se puede suspender con facilidad durante unos cien o doscientos años, o unos pocos segundos. Un cuerpo herméticamente sellado por la helada se ve, por necesidad, preservado en su primitiva totalidad. No se le puede añadir nada o quitarle algo a aquello que se halla absolutamente aislado de la acción de un agente exterior: no puede acontecer ninguna descomposición, pues algo jamás se puede volver nada. Bajo la influencia de ese estado que nosotros llamamos muerte, el cambio, mas no la aniquilación, nos quita de la vista el mundo corpóreo, la tierra recibe sustento de él, el aire se alimenta de él, cada elemento toma lo suyo, forzando así el pago de lo que ha prestado. Sin embargo, los elementos que flotaban sobre la helada mortaja del que nunca podría escapar un aliento. Y entonces se le liberó, la tenebrosa sombra fue desterrada para su propia perplejidad. Su víctima se había quitado el gélido hechizo y se levanta un hombre tan perfecto como el que se tumbó hace ciento cincuenta años. Con ansiedad hemos deseado que se nos comunicaran algunos detalles de sus primeras conversaciones y la manera en que ha aprendido a adaptarse a su nuevo escenario de vida. Pero como se nos niegan los hechos, permítasenos esbozar una conjetura. Se puede adivinar cuáles fueron sus primeras palabras de las expresiones usadas por las personas expuestas a accidentes más cortos de similar naturaleza. Pero a medida que recupera toda su capacidad, la trama se hace más densa. Su ropa ya ha estimulado el asombro del doctor Hotham: la barba puntiaguda, los rizos sobre la frente, que, hasta que se descongeló, se mantenían rígidos bajo la influencia de la escarcha y la helada; su traje hecho como el de los retratos de Van Dyck, o (una similitud más familiar) como el disfraz del señor Sapio en Winters Opera of the Oracle, sus zapatos en punta... todo hablaba de otra época. La curiosidad del salvador le descubrió que el señor Dodsworth estaba a punto de despertar. Mas para ser capaces de conjeturar con cierto grado de veracidad el rumbo de sus primeras preguntas, hemos de esforzarnos por descifrar qué papel desempeñó en su vida anterior. Vivió en el periodo más interesante de la historia inglesa: se hallaba perdido al mundo cuando Oliver Cromwell ya había alcanzado la cúspide de su ambición, y a los ojos de Europa entera, la Commonwealth de Inglaterra parecía tan establecida como para durar toda la eternidad. Carlos I estaba muerto; Carlos II era un proscrito, un mendigo, pobre incluso, en esperanzas. El padre del señor Dodsworth, el anticuario, recibía un salario del general republicano, lord Fairfax, un gran amante de las antigüedades, y murió el mismo año en que su hijo se sumió en ese sueño largo pero no definitivo... una curiosa coincidencia ésta, pues da la impresión de que nuestro amigo preservado por el frío regresaba a Inglaterra cuando murió su padre, para, probablemente, reclamar su herencia. ¡Cuán efímeros son los puntos de vista humanos! ¿Dónde se encuentra ahora el patrimonio del señor Dodsworth?

      ¿Dónde sus coherederos, sus albaceas y legatarios? Su prolongada ausencia, suponemos, ha proporcionado a los actuales poseedores de sus propiedades; la cronología del mundo es ciento setenta años más vieja desde que él abandonara la escena, mano tras mano ha arado sus acres, convirtiéndose luego en más terrones de tierra; se nos puede permitir dudar si una sola partícula de su superficie es individualmente la misma que aquellas que iban a ser suyas... la misma tierra joven rechazaría la antigua reliquia de su reclamador. El señor Dodsworth, si podemos juzgarlo por la circunstancia de que se encontrara en el extranjero, no era un celoso hombre de la Commonwealth; no obstante, haber elegido Italia como el país a visitar y su proyectado retorno a Inglaterra a la muerte de su padre, torna probable que no fuera un violento colono leal a Gran Bretaña. Sí parece ser (o haber sido) uno de esos hombres que no seguían los consejos de Catón como están registrados en la Farsalia; un grupo, si el no pertenecer a grupo alguno admite semejante término, que Dante nos recomienda despreciar por completo, y que en no pocas ocasiones cae entre los dos taburetes, asiento que se evita con sumo cuidado. Sin embargo, el señor Dodsworth apenas podía dejar de sentirse ansioso por las últimas noticias procedentes de su país natal en un periodo tan crítico; su ausencia podría haber puesto en gran peligro su propia propiedad; por lo tanto, podemos imaginar que una vez que sus miembros hubieron sentido el gozoso regreso de la circulación, y después de haberse estimulado con tales productos de la tierra como jamás hubiera podido esperar vivir para comer, una vez que se le hubiera informado de qué peligro había sido rescatado y haber dicho una oración que incluso le pareció enormemente larga al doctor Hotham, podemos imaginar, repito, que su primera pregunta habría sido:

      —¿Ha llegado últimamente alguna noticia de Inglaterra?

      —Recibí cartas ayer —bien se puede presumir que fue la respuesta del doctor Hotham.

      —¡De verdad! —exclama el señor Dodsworth—. Por favor, señor, ¿ha acontecido algún cambio, para bien o para mal, en ese pobre y confundido país?

      El doctor Hotham sospecha la presencia de un radical, y con frialdad contesta:

      —Señor mío, sería difícil decir en qué consiste su confusión. La gente habla de fabricantes que se mueren de hambre, bancarrota y de la caída del capital social de las compañías... excrecencias, excrecencias que existirían en un estado de buena salud. De hecho, Inglaterra jamás se ha encontrado en una condición más próspera.

      Entonces, el señor Dodsworth sospecha la presencia del republicano, y, con lo que hemos supuesto ser su cautela habitual, oculta durante un rato su lealtad y, con voz moderada, pregunta:

      —¿Nuestros gobernantes miran con ojos descuidados los síntomas del exceso de salud?

      —Nuestros gobernantes —responde su salvador—, si se refiere a nuestro ministro, se encuentran demasiado vivos para la turbación temporal —(Pedimos el perdón del doctor Hotham si le ofendemos convirtiéndole en un Tory; tal cualidad corresponde a nuestro entendimiento puro y anticipado de un doctor, y tal es el único conocimiento que poseemos de este caballero)—. Sería deseable que se mostraran más firmes... ¡el rey, Dios le bendiga!

      —¡Señor! —exclama el señor Dodsworth.

      El doctor Hotham continúa, sin darse cuenta del excesivo asombro exhibido por su paciente.

      —El rey, Dios le bendiga, dedica sumas inmensas de su dinero personal para la ayuda de sus súbditos, y su ejemplo ha sido imitado por toda la aristocracia y clase alta de Inglaterra.

      —¡El rey! —exclama el señor Dodsworth.

      —Sí, señor —responde con énfasis su salvador—, el rey, y me siento feliz de decir que los prejuicios que tan desgraciada e inmerecidamente poseían los ingleses con respecto a Su Majestad ahora han sido transformados, con la excepción de unos despreciables ejemplos —con añadida severidad—, en un amor respetuoso y la reverencia que merecen sus talentos, virtudes y amor paternal.

      —Querido señor, usted me divierte —replica el señor Dodsworth, mientras su lealtad, últimamente sólo un capullo, de repente florece por completo—; sin embargo, no consigo comprenderlo. El cambio es tan súbito, y el hombre, Carlos Estuardo, ahora puedo llamarlo Carlos I, ¿confío en que su asesinato haya sido condenado como se merece?

      El doctor Hotham le toma el pulso al paciente... temía un acceso de delirio debido a semejante desviación del tema. Era regular y tranquilo, y el señor Dodsworth continuó:

      —Ese infortunado mártir que nos mira desde el cielo esta, espero, aplacado por la reverencia que se le tributa a su nombre y las plegarias dedicadas a su recuerdo. ¿Ningún sentimiento, creo que puedo aventurarme a afirmar, está tan generalizado en Inglaterra como la compasión y el amor en que se tiene la memoria de ese desventurado monarca? ¿Y su hijo, que reina ahora?

      —Seguro, señor, que lo habéis olvidado. Ningún hijo; eso, por supuesto, es imposible. Ningún descendiente suyo está en el trono inglés, ocupado ahora con todo merecimiento por la casa de Hanover. La despreciable raza de los Estuardo, hace tiempo proscrita y perdida, ya está extinta, y los últimos días del último pretendiente a la corona de esa familia justificaron a los ojos del mundo la sentencia que lo echó para siempre del reino.

      Ésas debieron haber sido las primeras lecciones