la luz del gas en el escenario de ninguna sala de espectáculos, ni con los actores vestidos de rigurosa etiqueta. Tiene que ser a la luz del día, en un terreno que les sea del todo extraño, y que no hayan visitado antes. No debe haber maquinarias ni ayudantes; la corbata y el frac tienen que dejarse a un lado, y los campeones ingleses deben aparecer en la primitiva vestimenta de Adán y Eva: un vestido de piel estrechamente ajustado, con el sólo aditamento de un dhoti o de unos calzones de siete pulgadas de largo. Los indos lo hacen así, y sólo exigimos una justa igualdad. Si en estas circunstancias hacen desarrollar un renuevo de mangle, el Dr. Carpenter se hallará en perfecta libertad para hacer saltar con él los últimos restos de los sesos de cualquier chiflado espiritista que halle a la mano. Pero hasta entonces, cuanto menos hable acerca de los juglares indos, tanto mejor para su reputación científica.
No hay que negar que en la India, en China y en otras partes de Oriente, hay verdaderos juglares que hacen juegos de manos. Es igualmente verdad que algunos de ellos sobrepujan en sus habilidades a todo lo que conocen las personas de Occidente. Pero éstos no son ni faquires ni los que llevan a cabo la maravilla del mangle, según la describe el Dr. Carpenter. Esta última suele ser imitada por adeptos indos y orientales, por habilidad de manos, pero bajo condiciones totalmente diferentes. Siguiendo modestamente a retaguardia a los distinguidos funcionarios civiles y científicos, voy a relatar algo que he visto con mis propios ojos.
Hallándome en Caroupur de camino para Benarés, la ciudad santa, le robaron a una señora, compañera mía de viaje, todo lo que llevaba en un pequeño baúl. Joyas, vestidos y hasta su libro de notas, que contenía un diario que venía escribiendo con cuidado hacía más de tres meses, habían desaparecido misteriosamente, sin que la cerradura del baúl hubiese sido forzada. Habían pasado horas, quizás una noche y un día, desde el robo, pues habíamos salido al amanecer para visitar unas ruinas próximas, relacionadas recientemente con las represiones de Nana Sahib contra los ingleses. El primer pensamiento de mi compañera fue acudir a las autoridades locales; el mío recurrir a la ayuda de algún gossain indígena (un santo hombre a quien se atribuye que lo sabe todo), o por lo menos a un Jadugar o conjurador. Pero las ideas de la civilización prevalecieron y se perdió una semana en visitas inútiles a la chabutara (casa de la policía) y en entrevistas con el Kotwal, su jefe. Desesperada ya, se recurrió por fin a mi idea y se buscó a un gossain. Ocupábamos un pequeño bungalow al extremo de uno de los barrios en la orilla derecha del Ganges, desde cuya terraza se descubría una completa vista del río, que en este sitio era muy estrecho.
Nuestro experimento se verificó en esta verandah en presencia de la familia de nuestro huésped —un portugués mestizo del sur—, de mí y de mi amiga, y de dos franceses recién llegados, que se habían reído ofensivamente de nuestra superstición. Eran las tres de la tarde. El calor era sofocante, sin embargo, el santohombre —un esqueleto viviente color café— pidió que se suspendiera el movimiento del pankah (abanico suspendido que se movía por una cuerda). No dijo la razón, pero era porque la agitación del aire influye sobre todos los experimentos magnéticos delicados. Todos habíamos oído hablar de la marmita rotatoria como agente para el descubrimiento del robo en la India: una marmita común de hierro, la cual, bajo la influencia de un conjurador indo, rueda por su propio impulso, sin que nadie la toque, hasta el punto mismo en que los objetos robados se hallan ocultos. El gossain procedió de un modo distinto. En primer lugar, pidió algún objeto que hubiese estado últimamente en contacto con el contenido del baúl, y se le dio un par de guantes. Los estrujó entre sus delgadas manos, y dándoles vueltas una y otra vez, los dejó caer al suelo y procedió a dar lentamente una vuelta sobre sí mismo, con los brazos y los dedos extendidos, como si estuviera buscando la dirección en donde se encontraba lo robado. De repente se detuvo con un sacudimiento, se dejó caer gradualmente al suelo y permaneció inmóvil, sentado con las piernas cruzadas y con los brazos siempre extendidos en la misma dirección, como si estuviese sumido en un estado cataléptico. Esto duró más de una hora, la que en aquella atmósfera sofocante fue para nosotros una prolongada tortura. De repente nuestro huésped saltó de su silla a la balaustrada, y comenzó a mirar fijamente hacia el río, en cuya dirección todos volvimos la vista también. De dónde y cómo venía, no podíamos decirlo; pero allí, sobre el agua y cerca de su superficie, se aproximaba un objeto oscuro. Tampoco podíamos ver bien lo que era; pero aquella masa parecía impelida por alguna fuerza interna a dar vueltas, primero con lentitud y luego más y más rápido, a medida que se aproximaba. Parecía como sostenida por un pavimento invisible, y su curso era en línea recta al modo que vuela la abeja. Llegó a la orilla y desapareció de nuevo entre la espesa vegetación, y presto, rebotando con fuerza al saltar sobre la baja pared del jardín, rodó hacia la verandah y cayó pesadamente en las manos extendidas del gossain. Un temblor convulsivo y violento se apoderó del anciano, al abrir, dando un profundo suspiro, sus ojos medio cerrados. Todos estábamos asombrados, pero los franceses miraban espantados el envoltorio con una expresión de terror idiota en sus ojos. El santo hombre se levantó del suelo, desenvolvió la cubierta de lona embreada y dentro se hallaron todos los objetos robados, sin faltar la menor cosa. Sin decir una palabra, ni esperar a que le dieran las gracias, hizo un profundo salaam (saludo) a la reunión y desapareció por la puerta antes de que hubiéramos vuelto de nuestra sorpresa. Tuvimos que correr tras él, un largo trecho antes que pudiéramos obligarlo a aceptar una docena de rupias, las cuales recibió en su cuenco de madera.
Esta historia parecerá sorprendente e increíble a los europeos y americanos que no han estado nunca en la India. Pero tenemos la autoridad de Mr. Carpenter que nos avala, pues sus amigos, distinguidos funcionarios civiles y científicos, tan poco a propósito para sorber nada místico con sus narices aristocráticas, como el Dr. Carpenter para verlo en Inglaterra con sus ojos telescópicos, microscópicos y científicos de doble aumento, han presenciado el juego de manos del árbol que es todavía más maravilloso. Si lo uno es hábil prestidigitación, lo otro también. ¿Querrán los señores de corbata blanca y chaqueta con cola, de la sala de espectáculos, tener a bien enseñar a la Sociedad Real cómo se hace uno y otro?
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