Gabriel Salazar Vergara

Historia del trabajo y la lucha político-sindical en chile


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esclavismo de los «pueblos cautivos» en las haciendas y en las oficinas de la minería generó, durante el largo siglo XIX (1800-1930), la superplusvalía tan necesitada por la oligarquía chilena… para seguir siendo dominante ella misma, no para desarrollar el país… Que eso fue así, que no hubo desarrollo capitalista, lo probó la más que centenaria resistencia del ‘bandidaje mestizo’ del sur, el explosivo movimiento huelguístico del ‘peonaje pampino’ del norte, y la atrevida «toma» de las ciudades de Valparaíso (1903) y de Santiago (1905) por el ‘peonaje mestizo’ del centro. Si aquella ‘burguesía’ no cumplió su tarea de ‘clase dirigente’ (desarrollar el país) cuando correspondía, el destino histórico, en cambio, para dichos movimientos quedó abierto: eliminar el obstáculo central de su liberación y desarrollo.

Segunda Parte Las hermandades mestizas (1750-1925)

       Introducción

      En su mayoría, entre 1600 y 1840, los mestizos no vivieron en pueblos. No tenían cultura de ‘vecindario’. No podían ser, ni fueron por mucho tiempo, ciudadanos. Vivían dispersos: la mayoría de los hombres vagando por el territorio; la mayoría de las mujeres, arranchadas en los «ejidos de Cabildo» (tierras comunales, suburbio). Ellos («vagamundos»), robando ganado, cruzando ida y vuelta la cordillera, vadeando ríos, robando, saqueando, pero, sobre todo, huyendo de la prisión, las «levas» y el trabajo forzado. Ellas («huachas») habitando –en «consorcios» de dos o tres– un rancho común, donde vendían comida y hospedaje a los transeúntes que pasaban… Ni ellos ni ellas convivían en comunidad… Pocos de ellos formaban familia. Pero todos engendraban miles de niños «huachos» (hacia 1875, todavía el 40 % de los niños que nacían, a nivel nacional, eran «huachos»).

      Y eran todos «sospechosos» por principio: se creía que eran intrínsecamente ladrones (los hombres) e intrínsecamente escandalosas (las mujeres). En los archivos judiciales se hablaba de «ladrones de nacimiento». y no siendo «sujetos de derecho», la sospecha era suficiente prueba para su represión. De modo que sobre ellos blandía a menudo la denuncia, la persecución, la cárcel, el azote, la violencia represiva… Para la élite, eran merodeadores («lobos esteparios»). Más que eso: eran, oficialmente, el «enemigo interno» de la sociedad.

      Desde tal definición, las relaciones internas, entre mestizos, no fueron advertidas por la sociedad culta, ni comprendidas. Ni entonces, ni después. Pero lo cierto fue que se asociaban entre sí «al pasar»: libre, episódica y pragmáticamente. Sin reglas previas ni moralejas ulteriores: «sin Dios ni Ley». Allí no regía la majestad intemporal de la Ley, sino la fugacidad de sus relaciones. Fugaces, porque lo realmente determinante para ellos, en toda ocasión, era la larguísima duración de su identidad marginal (tres siglos de vagabundaje, montaña, represión, bandidaje, miseria, rostros oscuros, soledad). Siendo eso, tenían una identidad que les permitía reconocerse de lejos unos a otros. A simple vista. Con la certeza de que eran iguales. Confiaban en el que aparecía… sin ceremonial de presentación. Podían, por eso, improvisar de inmediato acciones de cualquier tipo sin más regla orgánica que su identidad de ‘pueblo’.

      Por ejemplo, para ejecutar un asalto, uno de ellos (dueño del dato) «convidaba» a un recién conocido en una reunión abierta («fiesta del angelito») a realizar la operación. Allí mismo decidían «convidar» a un tercero o a un cuarto. Ya en el lugar señalado, «se combinaban» para ejecutar con éxito la tarea. Realizada ésta, «se repartían» el botín. Luego «se dispersaban» en todas direcciones… En las declaraciones de los presos del siglo XIX aparecen, repetidas, estas palabras: encuentro, convite, combinación, acción, reparto, dispersión. No formaban, pues, «organizaciones» estables ni jerárquicas ni estatutarias, sino grupos operativos que se asociaban y dispersaban. Por eso, nunca los alguaciles (ni el ejército) pudieron desarticular al inarticulado «vandalaje».

      No necesitaban, pues, las relaciones funcionales de la ‘organización’: su igualdad intrínseca les proporcionaba una forma asociativa ‘superior’: la hermandad del ‘pueblo’ consigo mismo, la autonomía de acción que brota de la marginalidad extrema. Y también la temprana conciencia de soberanía popular que subyacía bajo todo eso.

       7. Las «colleras»

      En su larga historia presindical y prepartidaria, los mestizos desplegaron formas asociativas articuladas bajo el sentimiento de hermandad, propio y casi exclusivo del «bajo pueblo» (no debe confundirse con «hermandad de clase», porque ésta presupone vivir y trabajar integrado en una «sociedad estructurada en clases»).

      Los hombres –que vagaban por cerros, valles y pasos cordilleranos– descubrieron que «andar la tierra» en solitario daba entereza, resistencia y poder sobre la naturaleza (era el caso del temible «lacho guapetón»), pero para robar y lucrar con lo robado, lo mismo que para defenderse de las patrullas enviadas para apresarlos, era mejor vagar «de a dos». Y montados sobre sendos caballos, ideal… La compañía de ‘otro’ duplicaba el poder de pillaje, de autoprotección, el calor nocturno al dormir juntos a la intemperie («encamarse», de donde deriva «camarada») y la posibilidad de planificar mejor los «golpes de suerte».

      Para el mestizo –comúnmente «huacho»– el camarada era el «hermanito» que no se tuvo, o el padre que jamás se vio. De ahí la tendencia instintiva a deambular «acollerados» (en parejas). La hermandad –o «camaradería masculina»– fue, para ellos, una condición de supervivencia en un país excesivamente largo y ajeno.

      Tal hermandad reemplazó a la familia que no existió o que se perdió. Para la pareja «acollerada» significaba, por ejemplo, dormir juntos al borde del desfiladero, en la huella del arriero, en el bosque andino, en descampado. O despresar juntos el vacuno que robaban o comían. O asaltar la hacienda de un «borrego gordo». O robar en los trapiches mineros («cangalla»). O emborracharse en la cantina de la placilla o la chingana del suburbio. O trabajar en sociedad el yacimiento minero que descubrían. O el taller artesanal en la ciudad. Y si eran arrastrados a la guerra, podían atacar ‘de a dos’ o protegerse el uno al otro. Y si uno de ellos era encarcelado y torturado, jamás el apresado soltaría el nombre de su «collera» libre. En los pueblos, la collera era temible en las riñas de cantina, no sólo porque manejaban con maestría el cuchillo de matanza ganadera o el corvo minero, sino también porque el que peleaba tenía siempre a su espalda la collera protectora.

      Pero la hermandad del roto, temible en descampado y en suburbio, y en el robo y en la guerra, perdía prestancia en el poblado, particularmente en presencia de la mujer, a quien no sabía ni pudo tratar nunca con ‘urbanidad’. En la zona minera, donde no había «amancebamientos» ni «familias» mestizas, sólo existían mujeres en la pulpería de la «placilla» (por lo común, argentinas inmigradas de la otra banda). Las que, en realidad, eran prostitutas conchabadas por el pulpero. Los mineros, que trabajaban en soledad durante meses en los cerros, al bajar a la placilla a recibir el pago por sus «pastas», lo gastaban en la pulpería, donde se emborrachaban y enamoraban de alguna de las «sirvientes». Al volver a los cerros, aumentaba su enamoramiento. Pero al volver de nuevo a la placilla, descubrían que ellas eran… «infieles». Frustrados, se enardecían y agredían a la mujer. A menudo, marcándola con su corvo. Estallaban grandes riñas. El pulpero llamaba a la patrulla militar del poblado… El machismo minero fue, sin duda, el más primitivo de todos… Vicuña Mackenna –que conoció esa ‘sociedad’– escribió que la poesía minera era «poesía macha»: maldecía a la mujeres y cantaba, con amargura, su soledad. La hermandad masculina fue la punta de lanza en la conquista minera del norte. Muchos pueblos del desierto, por eso, fueron, durante largo tiempo, pueblos de «hombres solos» (Benjamín Subercaseaux).

      Esa hermandad, en zonas rurales, fue menos protagónica, pues en los valles existían «familias» campesinas… Allí, día tras día, el hombre trabajaba (de sol a sol) en potreros, cerros, acequias, arreando animales... De ahí su lenguaje tosco, sus modales bruscos, secos, autoritarios. Sus mujeres, en cambio, desde el rancho, realizando múltiples labores, socializaban con la familia, los patrones, los clérigos, los comerciantes, los diezmeros, los jueces, los transeúntes… Si