que pueda lucir, porque se supone que reflejan por sí mismos y de un modo objetivo la personalidad de su dueño. En cada lugar y momento hay una serie de bienes especialmente valorados por la sociedad, y la identidad personal puede determinarse por la mayor o menor posesión de estos bienes concretos. Así es como esta identidad acaba por depositarse en algo tan relativo como la marca de ropa, el modelo de automóvil que utilizamos, el lugar en el que veraneamos, el colegio en el que estudian nuestros hijos, etc. Pero también en el número de autores que hemos leído, el sacrificio que hemos hecho por nuestros seres queridos, o el grado de desarrollo espiritual que creemos haber alcanzado. Elegimos unas cosas u otra según el ámbito social en el que nos movemos y el predicamento que en él tienen estas distintas posesiones.
Lo paradójico es que creemos que estas cosas sirven para mostrar nuestra identidad cuando, en realidad, somos nosotros los que nos hemos identificado a priori con los objetos o circunstancias que cuentan con la aprobación de este entorno. Tal decisión nos convierte a nosotros mismos en cosa, fundando nuestra identidad en lo que tenemos; y, lo que es peor, en lo que no tenemos y consideramos indispensable. Así es como esta identificación se convierte en una verdadera alienación que consigue hacernos olvidar por completo nuestro “yo” genérico y nos sumerge en una desorientación que afectará toda nuestra vida. Porque alienarse, convertirse en cosa, no es una decisión que tome a conciencia un individuo consciente que decide “venderse” a cambio de un buen sueldo o un cargo público, sino algo que se nos inculca en nuestra mente desde la más tierna infancia; algo que no tiene nada que ver con nuestro yo genérico y que sólo sirve para cuestionar y devaluar nuestra personalidad o yo-experiencia. Esta manera anómala de identificarnos es lo que denominamos: personaje.
LA GÉNESIS DEL PERSONAJE
El niño que nace en un entorno ordinario dispone de alrededor de tres o cuatro años para ser él mismo sin que nadie interfiera en su expresión. En estos primeros años todas sus manifestaciones son una clara muestra de su yo genérico; es evidente que es un ser inteligente que busca el contacto con su entorno y se complace en experimentar lo que le rodea. El niño vive sus capacidades de una forma prácticamente instintiva, no condicionada, y se experimenta a sí mismo como algo real, aunque dependiente de un entorno que le proporciona cuanto necesita. Sus manifestaciones espontáneas cuentan con el beneplácito y la aprobación de las personas que le rodean y que reciben con alborozo todo lo que el niño dice y hace en esos primeros años. Son las mismas personas que después se van a ocupar de su educación.
Por lo general, estas personas se identifican a sí mismas a través de la tercera alternativa. Es decir, están alienadas y se consideran en función del bienestar material y el prestigio social que han alcanzado y de la jerarquía que ocupan en su entorno grupal. Si están en un lugar secundario, lo más probable es que no dispongan de todo aquello que ansían tener y hayan visto frustrados muchos de sus proyectos vitales. En consecuencia, aspirar a que sus hijos disfruten en el futuro de lo que está fuera de su alcance es una forma de vivirlo en carne propia. También quieren que sus hijos se desarrollen como personas inteligentes, moralmente íntegras y autosuficientes; pero el plano subjetivo y el objetivo se suele confundir: se presupone que cuanto más modélico sea el niño, más holgadamente vivirá y viceversa. En cualquier caso, todos los padres aspiran a contar con hijos modélicos.
No obstante, durante estos tres o cuatro primeros años, el niño todavía no tiene que ser de ninguna manera y puede ser él mismo. Esta etapa del niño permite a los padres revivir un poco la identidad genérica que han olvidado. Por eso, gente que se queja constantemente de las condiciones en las que se desarrolla su existencia, vive con tanta alegría la llegada de un nuevo ser. Si fueran coherentes con lo que piensan, no colaborarían en traerlo al mundo; pero, en este momento, captan otro nivel de la realidad que resuena en su fondo porque la vivieron de niños. Por desgracia no la reconocen como identidad; consideran que el niño todavía no tiene identidad y que ellos son los encargados de desarrollarla; apreciación que es, en parte, cierta si nos referimos al yo-experiencia. Sin embargo, dado que ignoran al yo genérico, no se les puede pedir que se preocupen de él. En el fondo, todo es un problema de ignorancia que se transmite de generación en generación y desvirtúa la naturaleza del ser humano. Si no es el “pecado original” se le parece mucho.
La desconexión del yo genérico
Cuando el niño alcanza la edad de entre tres o cuatro años, los padres empiezan a preocuparse de su educación y se disponen a hacer de él una persona modélica, es decir: lo más cercana posible al modelo social vigente. Con esto está todo dicho: lo importante es el modelo de referencia; el niño deberá adecuarse a él lo máximo posible y será valorado en función de la aproximación que consiga. A partir de este momento, la referencia del entorno se traslada de la realidad genérica del niño al conjunto de ideas, sentimientos y conductas que el modelo prescribe y que el niño deberá encarnar. Desde este instante, a los ojos de los educadores, el niño deja de ser él mismo y pasa a ser un proyecto. El niño todavía no se ha enterado.
Se empieza a enterar cuando percibe que su conducta habitual deja de contar con la aprobación incondicional y acostumbrada del entorno y constata que, a menudo, sus manifestaciones obtienen todo lo contrario: reprobación y rechazo. Aquí empieza la educación básica: “esto no se dice”, “esto no se toca”, “eso no se hace”… Hay toda una serie de comportamientos espontáneos del niño que no resultan bienvenidos por el exterior, porque no se adecuan al modelo que quieren inculcar. Por desgracia, como se presupone que el niño es incapaz de entenderlo, nadie se molesta en explicarle que existe una forma de pensar, sentir y hacer que socialmente se considera recomendable seguir. Lo que hacen es, simplemente, imponérsela; y encima, acusan al niño de portarse “mal” si no adapta su comportamiento a estas directrices.
El modelo que ha de imitar es relativo al lugar y tiempo en el que ha nacido; distinto para cada cultura e incluso para los diferentes niveles sociales que se dan en la misma. Está básicamente constituido por una manera de pensar, unos patrones morales y unos códigos de conducta que tienen un contenido pragmático destinado a mantener y reproducir una forma estructurada de sociedad. Ciertamente esta manera de pensar y estos patrones morales y conductuales son un lenguaje indispensable que el niño debe conocer y manejar, pero el problema es que se le trasmiten ignorando por completo su identidad: como si el niño no la tuviera y hubiera que confeccionársela. En vez de enseñarle a manejarse en el mundo que le ha tocado, tratarán de imponerle una identidad orientada exclusivamente a la imagen que ha de presentar ante los demás.
A partir de este momento, el niño experimenta reiteradamente que su espontaneidad resulta contraproducente para sí mismo, porque genera problemas con el entorno. Problemas graves para él porque, de repente, su existencia se convierte en algo inseguro e inestable. En consecuencia, poco a poco, el niño se va desconectando de esta espontaneidad para poner toda su atención en adivinar qué conducta esperan los demás de él; lo cual complace especialmente al entorno. Deja de confiar en su intuición y empieza a buscar en su mente el registro de lo que se considera “adecuado” en cada momento. Y empieza a juzgarse a sí mismo en función del éxito o el fracaso de su elección. Es decir: empieza a pensar; y su pensamiento se basa en la información que el entorno le devuelve: elogios, rechazos, premios, castigos, etc. .
La espontaneidad es precisamente el nexo de unión entre el exterior y la identidad genérica del niño; es lo que le permite atribuirse el protagonismo de sus actos. Pero como su iniciativa personal provoca dificultades en un medio que el niño necesita para sobrevivir, su propia inteligencia le recomienda pensar, sentir y actuar como el entorno desea. No sin un período de resistencia, típico de los tres años, en el que el niño se comporta de una forma especialmente rebelde y genera la zozobra de unos padres temerosos de que “no les salga bien”. Cuando esto ocurre, y para que “les salga bien”, acostumbran a desarrollar diferentes prácticas de chantaje destinadas a conseguir que el niño obedezca. Blay decía que la manera de constatar que un niño ha perdido el contacto con su identidad es que obedece sistemáticamente. A esto se le llama también “uso de razón”; es decir, la operación mental consistente en imaginar los posibles resultados de diferentes respuestas