generaciones jóvenes se quejan del mundo que les dejamos en herencia y nos señalan con el dedo acusador. Están hartas del neoliberalismo globalizado, sienten hastío de la sociedad del homo consumens y del vasallaje al dios Capital. Sufren una precariedad laboral que se dilata en el tiempo y que les impide desarrollar sus legítimos proyectos de vida. La vivienda, a pesar de ser un derecho fundamental, sigue siendo, para ellos, un lujo imposible. Se sienten víctimas de un sistema que funciona mecánicamente y que destruye sueños y utopías, un sistema que se ha convertido en una verdadera apisonadora de ilusiones.
Algunos se limitan a obedecer y practican la moral de rebaño, en palabras de Friedrich Nietzsche (1844-1900). Otros, organizados en pequeños grupúsculos alternativos de estética antisistema, sueñan con utopías ecocéntricas y transgresoras mientras resisten en los márgenes de la sociedad turbo e hipercapitalista.
Algo habremos hecho mal. En algún momento nos olvidamos de lo fundamental. Tomar conciencia de ello no es fácil, porque significa reconocer nuestra labilidad.
Este reconocimiento es, precisamente, el principio de la humildad.
Morgovejo, enero de 2021
EXCURSIÓN ETIMOLÓGICA
Un buen camino para acercarse a la densidad semántica de una palabra es el método etimológico. Ahondar en la raíz de la palabra humildad es una vía para acceder al significado originario, a su contenido más primitivo.
Los conceptos, como las personas y los pueblos, tienen su historia, evolucionan, cambian, mutan y adquieren nuevos significados. En ocasiones, se borra el sedimento original o bien se interpreta de un modo completamente distinto con el paso del tiempo al que tenía al principio. La historia del concepto (Begriffsgeschichte) no es lineal, ni se puede anticipar su trayectoria, dibuja todo tipo de meandros, de curvas y de ramificaciones a lo largo del tiempo.
La palabra humildad persiste. Está en el diccionario, a pesar de que su uso es extraño en el lenguaje habitual. Aun así, no se ha perdido en el cementerio de la desmemoria. Está ahí, pero requiere de un proceso de resignificación, de reelaboración intelectual, para sacarla del atolladero semántico donde ha ido a parar y explorar sus múltiples significados latentes. Necesita una puesta al día, un aggiornamento.
La palabra humildad procede de humus (detectable en el neologismo humus y en inhumar y exhumar), que significa «tierra». Debe tener también alguna relación con humedad, pero es difícil establecerla. Humilis ha de significar algo así como que se puede reducir a tierra, a humus, que está muy cerca de la altura del barro.
Ser humilde significa reconocerse hijo de la tierra, pero también, muy arraigado a la superficie de esta. De hecho, el humus se forma, en gran parte, de la desintegración de las hojas de los árboles cuyas sustancias nutrientes son absorbidas, de nuevo, por los árboles, para realizar su función vital.
El cristianismo dota al vocablo de un contenido positivo, al igual que los demás caracteres de la esclavitud y de la desgracia humana. Convierte la condición humilde en cualidad para un cristiano, la aceptación de esa condición en virtud y el estar dispuesto, por solidaridad con los humildes, a colocarse junto a ellos, en un rango más abajo del que a uno objetivamente le corresponde (humillarse), en una de las más excelsas virtudes cristianas.
La humildad, en este sentido, es claramente contraria al clasismo. El hombre humilde se desapega de su rango, se olvida de su estatus y condición para unirse con todos los demás, porque entiende que lo humano es lo más común y esencial que nos une a todos y que las diferencias son meramente accidentales y coyunturales.
El clasismo significa todo lo contrario: petrificarse en las diferencias, marcar niveles, distinguir derechos y deberes y someter a los inferiores a una relación de dominio y subyugación.
LA HUMILDAD NO ES EL
COMPLEJO DE INFERIORIDAD
Miguel de Cervantes (1547-1616) escribe en Coloquio de los perros que la humildad es la base y el fundamento de todas las virtudes y que, sin ella, no hay alguna que lo sea. Mucho antes que él, san Agustín (354-430), el que fuera obispo de Hipona, afirmó que es la madre de las virtudes (mater virtutum est), la fuente de donde manan todos los buenos hábitos, la excelencia del carácter.
Este valor se ha asociado, erróneamente, a conceptos relacionados con el complejo de inferioridad o con el sometimiento. Es relevante dibujar conceptualmente la noción de humildad y marcar distancias respecto de ideas preconcebidas que nada tienen que ver con ella y que, sin embargo, están ahí, en el inconsciente colectivo y que, con frecuencia, deslucen su belleza.
Un acercamiento por descarte puede ayudar a clarificar lo que realmente es. La humildad nada tiene que ver con el complejo de inferioridad. Sin ánimo de entrar en el terreno de la psicología, que no nos corresponde, es preciso distinguir ambas realidades.
La humildad es una cualidad humana, mientras que estar acomplejado o sufrir algún tipo de complejo, fuere el que fuere, no constituye una cualidad, sino más bien un defecto y, en el caso de que sea muy grave, una patología psíquica.
El complejo de inferioridad es una percepción subjetiva que causa un grave sufrimiento emocional a quien lo padece. Estamos hablando de un sentimiento, de una emoción tóxica que consiste en sentirse inferior a los demás, a alguien en concreto o bien a un conjunto de personas. Nace de una comparación equívoca y arbitraria.
El sujeto que lo padece se compara con los demás, allegados o lejanos y se siente menos que ellos, experimenta que no los alcanza, que no posee las cualidades que, supuestamente, poseen los demás. Se siente inferior y eso le causa un gran sufrimiento de naturaleza emocional que tiene, lógicamente, sus múltiples derivadas en la vida práctica, en el plano social y profesional.
Quiere ser como los demás, asemejarse a ellos, física e intelectualmente, pero siente que no puede, que se abre una zanja entre ellos y él. No se trata de una visión objetiva, fundamentada y cotejada, sino de una percepción subjetiva y arbitraria. Él percibe que los demás son superiores y no es capaz de poner en cuestión tal percepción y someterla a un examen crítico.
Cuando uno se siente inferior a los demás, prejuzga que no podrá seguir su ritmo, que no podrá asumir las responsabilidades que ellos desempeñan, ni conseguir sus objetivos. Cree que fracasará en sus empeños. Todo esto lo asume antes de empezar a realizar la labor, con lo cual este sentimiento determina la acción posterior.
El pensar configura la acción y la inacción. En este sentimiento de inferioridad late una forma de autodesprecio y de desdén hacia uno mismo que, en casos extremos, deriva en formas de autodestrucción.
También puede manifestarse a través de la arrogancia y del abuso de poder. Como puso de manifiesto Alfred Adler (1870-1937), discípulo heterodoxo de Sigmund Freud (1856-1939), cuando una persona sufre el complejo de inferioridad, reacciona de un modo prepotente, justamente para ocultarlo o demostrar su falsa superioridad, a través de actitudes de explotación y de desprecio a sus semejantes.
A través de la humillación a los demás, trata de subsanar su sentimiento de inferioridad y reafirmarse. Sin embargo, lo que consigue a través de esta conducta no es mostrar su superioridad, sino, justamente, lo contrario, poner claramente de manifiesto su sentimiento de inferioridad.
El complejo de inferioridad es un mal anímico. Nadie desea padecerlo. No es un acto de la voluntad, ni el resultado de una deliberación. Es, simplemente, un sentimiento que adviene en el alma y que se apodera de ella, incluso contra su voluntad. No es una expresión de la libertad humana. Es fruto de un defectuoso conocimiento de uno mismo.
Se produce cuando uno exagera sus limitaciones, hipertrofia las cualidades de los demás y no es capaz de entrever sus propios recursos o potencias. La consecuencia de ello es el apocamiento y el resentimiento contra los demás por creer que son superiores en todo.
Existe una profunda vinculación entre el sentimiento