de la Luz (Angelum lucis), tiene el poder de recuperar el cuerpo hinchado (tumens) y fétido (foetidus) de un Bulcolacas (Bulcolacae) de un cementerio y deambular con él, anunciando desastres y causando sufrimiento a la Humanidad? (Alacio, 1645: 145-146).
Como puede apreciarse, una sofisticada teología política informa la tratadística de Alacio que hace del vampirismo no sólo el inverso negativo de Dios sino que discute las posibilidades de ambos contendientes, Dios y el Diablo, en la gigantomaquia en torno al problema mismo de la vida y de la muerte que es, en definitiva, lo que Alacio reconoce como el núcleo duro que afecta al fenómeno vampírico.
Esta característica es asimismo reconocida en el posterior tratado de Pohl y Hertel que designa, precisamente, bajo el nombre de “Vrovcolacas” a los “hombres difuntos (homines defunctos)” que liban la sangre de los humanos vivos (Pohl – Hertel, 1732: § xi). En este sentido, resulta igualmente sugestiva la hipótesis lingüística avanzada por Montague Summers quien, apoyándose en el Etymologisches Wörterbuch der Slavischen Sprachen de Franz Miklosich, ha sostenido un camino que debe ser sopesado con seriedad, a saber, que con la excepción del serbio, en todas las lenguas eslavas de las cuales el término griego vrykólakas deriva, posee la significación a la vez de vampiro y hombre-lobo, mostrando la profunda copertenencia de ambos fenómenos según la creencia eslava de que “un hombre que durante su vida ha sido un hombre-lobo, necesariamente se transforma en un vampiro después de su muerte” (Summers, 1933: 20-21).
Agustín Calmet (1672-1757), en una línea similar, califica a este tipo de fenómenos como de “fanatismo epidémico (fantisme épidémique)”, aunque no se priva de las siguientes afirmaciones:
Estas personas retornan en sus propios cuerpos; se los ve, se los conoce, se los exhuma, se les hace su proceso; se los empala, se les corta la cabeza, se los quema. No es, por tanto, solamente posible sino también muy cierto y muy real (très-vrai & très-réel) que aparecen con sus propios cuerpos (…) El Demonio tiene el poder de dar la vida a algunos cuerpos y conservarlos de la corrupción durante cierto tiempo, de los cuales se sirve para engañar a los hombres con ilusiones y causarles pavor (frayeur) como ocurre con los revinientes de Hungría. (Calmet, 1746: 16 y 140).
De esta forma, los seres vivientes no tienen que esperar al Día del Juicio para experimentar, ya en el siglo presente, las desventuras y tormentos del Infierno. En cierto modo, el vampirismo constituye el reservorio de las oscuras presencias del Averno entre los hombres para recordarles que el tiempo escatológico, si bien puede ser inescrutable en cuanto a su arribo, no deja de enviar señales anticipatorias del gran Apocalipsis y la posthistoria de aquella parte de la Humanidad que podría recibir la punición eterna.
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No hay duda que la literatura gótica constituyó el afianzamiento moderno de la figura del vampiro. Sin embargo, no debe pensarse, como podría ser una tentación, que se trata meramente de una estetización y deformación de antiquísimos rituales. Al contrario, debemos tomar a la literatura moderna como una creadora co-partícipe de la mitopoiesis vampírica, vale decir, la extensión moderna y contemporánea de una mitología milenaria que contribuye a solventar. En ese sentido, la ultra-historia literaria de los vampiros modernos debe ser abordada, al menos, desde el Romanticismo alemán (Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 16-17). En un período temprano, Lord Byron podrá enunciar en The Giaour (1813) aquellos versos inmemoriales que constituyen un hito de la tradición:
But first, on earth as Vampire sent,
Thy corse shall from its tomb be rent:
Then ghastly haunt thy native place,
And suck the blood of all thy race.
(Pero antes, enviado a la tierra como Vampiro,
Tu cadáver de su sepulcro será arrancado:
Entonces, atormentará horrorosamente tu lugar natal,
Y chupará la sangre de toda tu raza).
(Byron, The Giaour, 755-758).
Puede detectarse aquí, probablemente, un conocimiento por parte de Byron del tratado de Dom Calmet, entre otras fuentes posibles que no descartan a René, la novela de Chateaubriand publicada en 1802 (Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 21). Así habrá de configurarse, progresivamente, la figura del vampiro moderno con su personalidad de la época de la decadencia europea: “un individuo que no sentía simpatía por ningún ser en la populosa tierra, excepto por aquella a quien se dirigía” (Polidori, El Vampiro (1819), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 56). Las definiciones canónicas, a su vez, no tardarán en llegar:
Los signos del vampirismo son: la conservación de un cadáver después del tiempo en lo que los otros cuerpos entran en putrefacción, la fluidez de la sangre, la flexibilidad de los miembros, etc. Se dice también que los vampiros tienen los ojos abiertos en las fosas, que las uñas y el pelo les crecen como a los vivos. Algunos se reconocen por el ruido que hacen en sus tumbas cuando mastican todo cuanto los rodea, a veces hasta su propia carne. (Prosper Mérimée, Sobre el vampirismo (1827), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 143).
Estas propiedades pueden obrar, justamente, porque “jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos” (Théophile Gautier, Los amores de una muerta (1836), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 182). Las mujeres, por su parte, no estarán exentas de conformar las filas del vampirismo más exótico:
En esas regiones lejanas que tiene ya los esplendores de Oriente, pero donde reinan esas misteriosas plagas, relegadas por ustedes al rango de fábulas, cada cual sabe bien que todo vampiro, cualquiera sea su sexo, tiene un don particular de hacer el mal, que ejerce bajo una condición, ley rigurosa cuya infracción cuesta al monstruo abominables torturas. El de Adema, así se llamaba la búlgara, era el de renacer bella y joven como el amor cada vez que podía aplicar sobre la espantosa desnudez de su cráneo una cabellera viviente: entiendo por esto una cabellera arrancada a la cabeza de una persona viva. Y por eso su tumba estaba llena de cráneos de doncellas y jóvenes mujeres (…) In vita mors, in morte vita, la muerte en la vida, la vida en la muerte. (Paul Féval, La vampira (1865), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 307-308).
Se definen aquí los rasgos de la metafísica de la muerte propia del vampirismo antiguo tamizado por la teología cristiana y que se enuncia en el motto latino que pone en abismo al par conceptual vida-muerte que se corporiza en el vampiro para hacer de él una (aparente) paradoja lógico-ontológica viviente. En este aspecto, el vampiro es el representante más conspicuo de un paradigma milenario olvidado que encierra uno de los misterios estructurales del sistema de la vida que, hasta ahora, ha pasado completamente inadvertido para el escudriño filosófico.
Pocas veces las sensaciones que provoca la presencia del vampiro han sido señaladas con mayor acuidad que en el siguiente fragmento:
Entonces vino el miedo, el atroz pánico que no tiene nombre, el horror mortal que custodia los confines del mundo que no vemos ni conocemos como conocemos otras cosas, pero que sentimos cuando su gélido escalofrío congela nuestros huesos y revuelve nuestros cabellos con el toque de su fantasmal mano. (Francis Marion Crawford, Porque la sangre es la vida (1905), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 551).
La psyché es, en definitiva, junto con la sangre, el dominio del vampirismo de la mitología literaria moderna, mediada por una blasfemia amatoria. Pues antes que la toma de la sangre sacrificial en el ritual del sado-masoquismo amoroso de la muerte, resulta determinante la conquista de la psyché de la víctima seducida quien cede sus propios confines psíquicos para entrar en una suerte de universo Otro y extraño completamente a su mundo consciente. La víctima del vampiro logra hacer la experiencia del mundo fantasmal; entra paulatinamente en él para quedar cautiva del mismo. La experiencia-fantasma es equivalente a la conquista de una pysché que ahora es llevada hacia un plano superior de (in)conciencia. Al mismo tiempo, al no conocer la víctima las leyes que arbitran ese dominio, se transforma en un lugar donde tiene lugar la conquista de su Sí mismo, de su yo individual que progresivamente entra en un proceso de disolución irreversible para confundirse en una psyché común entre la víctima y el vampiro.
No