Jaime E. Expósito

La senda del Ópalo


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      LA SENDA DEL ÓPALO

      Primera edición. Abril 2022

      © Jaime E. Expósito

      © Editorial Esqueleto Negro

      © Correción Inmaculada López Puerto

      www.esqueletonegro.es

      [email protected]

      ISBN Digital 978-84-124485-4-2

      Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

      La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal

      Agradecimientos:

      Cuando emprendí la ardua y maravillosa tarea de escribir esta novela, todo eran incertidumbres y mis manos era incapaces de transcribir todo lo que me transmitían los personajes.

      Un profesor me dijo que la parte más dura, pero a la vez más necesaria en la escritura, es la de revisar y cortar. Moldear y solo escoger la parte que debía ser escrita ha sido toda una hazaña.

      Cuando llegó el día en que pulsé el punto y final sentí un vacío en el estómago y todas las inseguridades se multiplicaron. Pero gracias a varias personas que tuvieron a bien leer el manuscrito y darme sus entusiastas opiniones, ahora querido lector, tenéis esta obra en vuestras manos.

      Infinitas gracias por sus ánimos y sus inestimables consejos a Lucía Negrete, Lourdes Jiménez, Susana Vaquerizo y Olga Expósito. Todo en ti es luz. ¡Ah! Y también a Estela López… ¡Ya sabes porqué!

      Gracias a mi familia por el entusiasmo demostrado, espero devolvéroslo algún día.

      No podía olvidarme de mi editor José Antonio, por abrirme las puertas. Sus consejos y correcciones solo han servido para enriquecer la obra.

      Y gracias a ti lector por comprar esta novela. Espero que este sea el comienzo de una gran amistad.

      Jaime E. Expósito

      Eddie descubrió una de las grandes verdades

      de la infancia: los adultos son los verdaderos monstruos.

      STEPHEN KING, It

      Maldecirás al sol que alumbra tu desgracia.

      MARY W. SHELLEY, Frankenstein

      Prefacio

      Era la hora de la cena en la casa de los Hortuño. Ayira se dispuso a preparar el comedor, era sábado y, como cada semana, por orden de la señora, engalanaba la mesa con la mantelería fina, la cubertería de plata y la vajilla traída por el señor Hortuño en uno de sus muchos viajes a las Américas.

      Ayira se quitó el mandil, salió de la cocina y se dirigió hacia el salón. Allí, abrió el primer cajón del aparador, donde guardaba con celo el mantel con el que cubrió la mesa, luego fue colocando los paños y los cubiertos por orden, manteniendo la distancia exacta entre cubiertos y platos, tal y como le había enseñado la señora. Después de revisar y comprobar que todo estaba listo, se dirigió al fondo, donde unas puertas correderas daban a un pequeño salón contiguo al comedor, las abrió de par en par. Al fondo, el señor Hortuño fumaba su pipa sentado en un sillón mientras leía atento las últimas páginas de su diario.

      —Señor Yago, la cena está lista.

      Ayira llamaba por su nombre de pila al señor Hortuño, siempre y cuando la señora no estuviera presente. Era una confianza que se había tomado desde que le conoció en Haití. Ayira se sintió en deuda con él desde el día en que le salvó la vida. Ella, como gratitud, le dijo que le serviría si así lo estimaba conveniente.

      El señor Hortuño se había hecho rico con el transporte marítimo, viajaba del viejo continente a las Américas en varios barcos de bandera francesa. Desde allí, transportaba cacao, algodón y el índigo, planta de la que salía una tintura azulada no vista hasta la fecha y que causaba furor en las clases altas de París.

      Corría el año 1882, habían pasado ya tres años de aquello cuando el señor Hortuño le ofreció la posibilidad de trabajar para él en el servicio de su nueva casa, una vivienda colonial con un vasto jardín situada en un pequeño pueblo pesquero de Galicia, al norte de España. Ella le contestó que cualquier parte del mundo sería mejor que aquella isla maldita y que, mientras viviera, estaría a su servicio.

      El señor Hortuño dobló el periódico que estaba leyendo y exhaló el humo de su pipa.

      —Avise a mi esposa y a mi hija de que la cena está dispuesta, por favor.

      —Así lo haré, señor Yago —contestó mientras asentía con la cabeza.

      Ayira salió del salón y atravesó el comedor que daba al distribuidor principal de la casa, donde se aferraba a un pasamanos de madera. En el centro de la estancia, una imponente escalera de caoba la llevaba en volandas a la segunda planta y, allí, un pasillo a ambos lados servía de distribuidor a las habitaciones. Tocó un par de veces con los nudillos la puerta de la habitación más oriental de la casa. La señora había decidido que allí se edificaría la habitación conyugal, ya que, por su orientación, vería cómo salía el sol por el horizonte al abrir la ventana. Así, llenaría de luz la habitación, además de ser la primera casa del pueblo en ver el amanecer.

      Volvió a insistir y tocó otra vez con los nudillos.

      —Señora Inés, la cena está preparada.

      —Gracias, Ayira, ya bajo. Avisa a Blanca, por favor.

      —A su servicio, señora.

      Ayira bordeó el pasillo hasta la última habitación y abrió la puerta sin llamar. La joven estaba sentada y ensimismada en su tocador. Intentaba alisar los rizos de su enredado pelo rubio.

      —¡Blanca, vamos!, ¡la cena está lista! —le gritó suavemente Ayira dando un par de palmadas—. ¡Deja ya de admirarte en el espejo! ¡Y a ver si comes más, que estás muy flaca!, ¡así nunca vas a tener pretendientes!

      Blanca dejó su ensimismamiento.

      —Ya bajo, yaya. —miró a Ayira a través del espejo y le regaló una amplia y bonita sonrisa juvenil.

      Para Blanca, Ayira era más que una sirvienta, era la persona que más sabía de sus más íntimos secretos y anhelos. Existía una complicidad entre ellas que nunca tendría con su madre.

      Ayira bajó las escaleras y se adentró en la gran cocina. Retiró del fuego la sopa a base de berzas, repollo y patata. Mientras tanto, en el horno terminaba de hacerse un asado a fuego lento.

      Probó la sopa, estaba a su gusto. Su cara cambió repentinamente de expresión, un rictus serio se adueñó de sus labios. Los ojos, muy abiertos, parecían salirse de sus órbitas. Repitió unas palabras en voz baja varias veces, extrajo de su mandil un tubo de ensayo y derramó su contenido en la sopa. Cerró los ojos y, al volver a abrirlos, escupió en el interior de la olla una y otra vez.

      Desde lo lejos del comedor, llegó la voz del señor Hortuño:

      —¡Ayira!, ¡ya puedes empezar a servir la mesa!

      Ella respiró hondo y salió con la sopera humeante como una agradable y servil criada.

      Cada uno de los componentes de la familia Hortuño estaba ya sentado en su disposición habitual. A un lado de la mesa presidía el señor Hortuño, mientras que, a cada lado, le flanqueaban la señora Inés y su hija Blanca.

      Colocó la sopera en el centro de la mesa y sirvió cada uno de los platos. Después, con la sopera casi vacía, se acercó hacia el señor para servirle más. Él levantó la mano para indicarle que era suficiente. Ayira aprovechó ese momento para agacharse levemente y arrancarle un botón