Tadeusz Dajczer

El misterio de la fe


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por el camino de Dios que desciende sobre mí, no solo durante la celebración litúrgica, sino también en toda mi vida.

      Hay que pasar por el camino de la conversión interior para que cambie mi visión del mundo; para que al mirar la misma imagen, la mire de manera diferente.

      Parece como si este camino de fe estuviera marcado por una extraña paradoja –cuanto más necesito de esta fe, tanto menos la veo en mí; cuanto más estoy convencido de que es imprescindible para mí, tanto menos sé dónde buscarla–. Y, a decir verdad, es difícil asombrarse por ello ya que la fe es una dimensión nueva de la vida. Y es algo muy difícil porque, de hecho, no pertenece al orden de la naturaleza, es una dimensión divina en mí.

      La realidad visible se me impone con una fuerza tal, como si quisiera doblegarme para que me olvide de la realidad invisible. Toda la temporalidad crea unas condiciones tales, que con dificultad se me ocurre pensar en la existencia de un mundo diferente.

      Observo el mundo que tú creas incesantemente y, al mismo tiempo te escondes de una manera tan perfecta. Tu poder creador, que me parece que desde el punto de vista humano, las cosas creadas surgieron por sí mismas. Así sucedió con el pueblo elegido, al que condujiste por el desierto; lo rodeaste con el constante milagro del maná que caía para preservar del hambre a aquellos a quienes amas. Diste de beber a este pueblo con agua de una piedra, derribaste los muros de Jericó. Fuiste tú quien conquistaste para él la tierra prometida. Pero precisamente en el contexto de estos milagros que el pueblo elegido fue convenciéndose de que no te necesitaba, de que había realizado todo con su propia ingeniosidad y fuerza. A la primera ocasión te abandonó para servir a un ídolo que se encontró.

      ¿No ocurre de igual manera conmigo? Tú siempre actúas, pero escondiéndote de una manera tan perfecta, que a mí me parece que esa gracia no existe. Amas tanto mi libertad, es tanto lo que no soportas que se le presione, que nadie sabe esconderse mejor que tú. Con cuánta frecuencia me apropio de tu gracia, porque esta actúa de una forma tan perfecta, se esconde tan perfectamente, que no la percibo. Solo a la luz de la fe puedo ver que tú siempre actuaste y actúas.

      Tú quieres –cuando los sentidos y la razón nada me dicen– que pida, incluso que suplique la gracia de la fe creciente. Quieres que gracias a esa luz, intente ver –como en Fátima– al ángel que es todo adoración ante aquello que tiene lugar en el misterio eucarístico. Algo de esa adoración suya debería llegar hasta mí, impregnarme porque, de hecho, tú, Señor, eres digno de esa gloria infinita, tú que eres la infinitud.

      Si con la fe no veo a Dios sobre el altar, no puedo aceptar esa situación. Tengo que clamar: «¡Señor, que vea!». Entonces está bien. Como aquel ciego de Jericó, no puedo permanecer indiferente ante el misterio que adora con tanto respeto el ángel, como si quisiera decirme por medio de esa aparición: Intenta hacer lo mismo. Por lo menos inténtalo. De hecho nunca serás un ángel y no serás capaz de adorar así a Dios en la Eucaristía. Pero por lo menos inténtalo.

      Creer es muy difícil, pero es gracias a la fe que puedo descubrir a este Dios maravilloso que se revela y al mismo tiempo se esconde de manera tan perfecta. Ama, pero yo no veo su amor. Estoy desesperanzado, pero sin fe yo sé que, no obstante, Él está a mi lado tan cerca para salvarme y que no necesito tener miedo de nada. Este camino por el que voy hacia ti es admirable. Porque tú me precedes y haces que yo siga tus huellas que, al caminar, dejaste precisamente para mí.

       Como el hijo pródigo

      «Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados»1. Estoy delante de Dios e intento darme cuenta de lo importante que es que reconozca que soy pecador. Porque, sin esto, no podré tener un corazón purificado. Permanece cierta «impureza», cierta dureza del corazón –obstáculo para la gracia–, que no me permite abrirme al don de la Eucaristía.

      Existe una dureza del corazón que elige el camino del hijo mayor de la parábola del hijo pródigo; sin embargo, también existe la dureza del más joven, que se alejó del padre y todavía no ha retornado.

      «El hombre –todo hombre– es este hijo pródigo»2. Viajo en el coche, miro a la gente y pienso: yo mismo, pero también aquellos con los que me encuentro, somos hijos pródigos. Porque en cada uno de nosotros existe una actitud, que nace de la herida del pecado original, que nos separa de la gracia –la barrera de la autosuficiencia–, cuando no necesito a Dios, no necesito de la Eucaristía. Muchos de los hijos pródigos a los que veo –con seguridad también yo– van a la iglesia a la santa Misa, a decir verdad, sin necesitar a Dios, sin necesitar esa santa Misa porque, de hecho, de alguna manera se las arreglan en la vida. Sin embargo, no se le puede ayudar al hijo pródigo mientras él se las arregle por sí mismo. Si yo me las arreglo solo, en algún grado soy para mí mismo «Dios». Para qué necesito la Eucaristía... Vengo solo como obligación.

      Voy a la iglesia a la santa Misa y no reflexiono acerca de mi fe. Me parece que ya que vengo, es porque tal vez creo... No obstante, existe una fe, una piedad de prácticas que puede ser incluso muy ferviente, como la de los habitantes de Palestina – Nazaret o Cafarnaún–. Pero los primeros quisieron asesinar a Jesús, los segundos no confiaron en su palabra. Si en mi vida no elijo a Cristo, entonces no lo descubriré bajo las formas eucarísticas. La Eucaristía será simplemente una de mis prácticas.

      Los habitantes de Nazaret o de Cafarnaún eran practicantes, pero nunca eligieron a Jesús. Tenían una barrera interior que los bloqueaba y que no fue derrumbada. Jesús les dirige a los habitantes de Cafarnaún palabras terribles: «Ay de ti» (cf Mt 11,21).

      Para elegir a Jesús he de permitir que la gracia derrumbe en mi corazón las barreras de la fe en mí mismo, de la seguridad en mí mismo. Si estoy seguro de mí mismo, me elijo a mí. En el centro está mi «yo», no Cristo, no la Eucaristía.

      En la vida del hijo pródigo de la parábola del evangelio hay tres puntos decisivos. El primer punto es la partida de la casa del padre. El segundo, el derrumbamiento de la vida que había llevado hasta el momento y la crisis, muy profunda, como nunca antes la había experimentado: la situación de ser cuidador de cerdos y además de no ser remunerado por su trabajo. El tercer punto decisivo es el encuentro con el padre, que es todo amor dirigido hacia él.

      Entre estos puntos se pueden recorrer dos caminos. El primero desde el momento de la partida de la casa del padre, dictada por el deseo de autosuficiencia, hasta el momento de la mayor caída, incluso física. El segundo es el camino de retorno a la casa del padre, lleno de incertidumbre y de alguna esperanza humana oculta. El camino, que concluye con el tercer punto, es el maravillarse y admirarse, lo cual tuvo que haberlo dejado sin habla, fue una conmoción inesperada, tan positiva que no podía habérsela esperado.

      La resistencia a la gracia existe en cada uno de los hijos pródigos, porque, de hecho, a ellos les pertenece. Para creer en la presencia de Jesús bajo las formas eucarísticas, primero tengo que creer que soy un hijo pródigo. En la medida de esta fe, irá creciendo en mí la fe en la Presencia, la fe en la Eucaristía. Porque en realidad, ese hijo pródigo que soy yo, algún día debería dar por terminado el camino de alejamiento y comenzar a retornar al Padre. Sin embargo, para que pueda decidirse al camino de retorno, es necesario la prueba de fe, en la forma de una situación de despojamiento que engendre un menor o mayor desvalimiento. La situación que recordará ese momento crítico cuando el hijo pródigo se convirtió en cuidador de cerdos.

      El hombre –todo hombre–, de hecho yo soy hombre, es este hijo pródigo. La vida humana es un continuo alejamiento de Dios y debería ser un continuo retorno. Incluso si la conciencia nada me reprocha, de todas maneras la herida del pecado original se manifiesta continuamente. Por lo tanto, en mi vida existen siempre dos direcciones: «del» padre y «hacia» el padre, y esto significa que la conversión ha de ser una dimensión permanente de mi vida cristiana. «La conversión no se realiza nunca de una vez para siempre, sino que es un proceso, un camino interior de toda nuestra vida»3.

      Creer en el Señor presente sobre el altar significa primero creer que soy un hijo pródigo. Sin