Santo - Simeón - el Nuevo Teólogo

Catequesis I-X


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y el cuerpo humano corruptibles se vuelvan incorruptibles al unirse a Dios, y este cambio es tan extraordinario que el ser humano es consciente de él.

      El camino mostrado por Simeón que nos conduce a la plena divinización pasa en primer lugar por alcanzar la imperturbabilidad. No podemos llegar a ella si no es cumpliendo todos los mandamientos y, además, el cumplimiento de la ley no será completo mientras no se domine todo tipo de pasión, por pequeña que sea.

      En segundo lugar, si el ser humano quiere llegar a la perfección, es necesaria la compunción, con derramamiento de lágrimas, que limpie el lodo de los pecados, porque de nada sirven las obras buenas si no estamos totalmente limpios de los pecados.

      Un tercer requisito es la huida o renuncia al mundo, especialmente del deseo de las cosas que hay en él, ya que este anhelo por las realidades del mundo puede considerarse como un verdadero adulterio del corazón, que debe estar apegado solo a Dios. Después de renunciar al mundo es preciso el abandono de los placeres de la carne para vivir del espíritu. Esto debe hacerse a través del ayuno que, en palabras de Simeón, mata la pasión, puesto que quien se sacia del alimento no puede al mismo tiempo gozar de la dulzura intelectual y divina. También es preciso el silencio, tanto exterior como interior, y la mortificación del cuerpo. Finalmente, para dificultarnos el camino y hacer que nos desviemos de él, no falta la actividad de los demonios, sirvientes de Satanás, que envidia al ser humano y por eso desea dañarlo. Su acción es distinta según el alma esté en la luz o en las tinieblas. A las primeras no las puede dominar, sino que son estas las que lo pisotean; en cambio a las segundas las castiga y les declara una guerra sin cuartel a la que no pueden resistirse.

      ¿Pero qué es la impasibilidad para Simeón? En el Discurso ético IV nos dice que la impasibilidad consiste en no tener ni permitir ningún pensamiento pasional ni del mundo ni de sus asuntos. Esta impasibilidad se puede dividir en dos tipos: la del cuerpo y la del alma, esta última más perfecta. Añade también que es preferible la adquisición de virtudes a la simple inmovilidad del cuerpo y de las pasiones del alma. Más adelante, Simeón anima a no quedarse en la simple renuncia a los placeres terrenales, sino a aspirar a los bienes eternos, porque es más importante perseguir la gloria de Dios que conformarse con rehusar la gloria mundana. También nuestro autor nos anima a vestirnos de la luz de Cristo y a no conformarnos con ataviarnos pobremente.

      Para alcanzar la perfecta impasibilidad es primordial la humildad, tanto aquella que podemos adquirir con nuestras propias fuerzas, como aquella que es don de Dios y que no está en nuestro poder. Acerca del perdón perfecto sostiene que se consigue no solo olvidando la ofensa, sino abrazando al ofensor como si fuera un amigo y no insinuar la ofensa ni siquiera en la conversación.

      Termina afirmando que es preferible el cumplimiento de los mandamientos al simple temor de Dios, la práctica de los mandamientos a la impecabilidad y, finalmente, combatir y vencer al enemigo que resistirlo simplemente. Simeón nos muestra, por tanto, que la impasibilidad no es una actitud pasiva, no tener pasiones, sino más bien una actitud dinámica, que busca la perfección con la ayuda de Dios, ya que la impasibilidad perfecta es una gracia de Dios.

      Esta imperturbabilidad que nos lleva a la divinización nos hace conocer a Dios de una manera diferente al conocimiento mundano. Para Simeón el conocimiento divino es deificante. Dos son los términos que se utilizaban entre los místicos griegos para expresar este tipo de saber: el de teoría o contemplación y el de conocimiento o gnosis. El primero vendría a significar contemplación o visión de Dios o de las cosas en Dios. El segundo término, gnosis, equivaldría a la ciencia existencial de las cosas espirituales. Por lo que se refiere a nuestro autor apenas diferencia los dos términos sino que los considera como sinónimos.

      Este conocimiento que tenemos de Dios es distinto del humano. Para explicarlo nuestro autor se sirve de la alegoría platónica de la caverna. El conocimiento por los sentidos corporales se parece al de unos prisioneros que, estando en una cárcel oscura desde su nacimiento, no ven más que sombras, pero como no tienen otro modo de conocimiento piensan que este es el único verdadero. El conocimiento de Dios se asemeja a la luz del sol que el prisionero no ve. Pero al abrirse un boquete por donde entra la luz solar, el prisionero puede intentar elevarse mediante el dominio de las pasiones y ser iluminado por la luz clara de la fe. Poco a poco encontramos en este ser humano una ascensión a lo divino. Una vez que esta situación de iluminación se hace habitual, es cuando contempla –en expresión de Simeón– maravilla sobre maravilla, misterios sobre misterios, contemplaciones sobre contemplaciones, y cuando intenta expresar a los otros prisioneros lo que ha visto le es imposible hacerlo, y a los otros entenderlo porque, para el que no ha vivido esta experiencia, no puede imaginarse que su conocimiento meramente sensitivo no sea el verdadero.

      Terminamos nuestra reflexión refiriéndonos a la tesis de nuestro autor según la cual este conocimiento de la luz de Dios lo tiene el ser humano conscientemente, y si no es consciente, es que no lo posee. Varios son los argumentos con los que quiere asentar esta tesis: el primero nos dice que por el Bautismo hemos sido revestidos de Cristo y de su conocimiento. Igual que un cuerpo nota si está vestido o desnudo así debe advertirlo el bautizado, a no ser que sea un cadáver o que Cristo no sea nada, y como esto último es inadmisible para Simeón, opina que el que no tiene este conocimiento es porque está muerto.

      El segundo argumento consiste en la cita bíblica: «Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Si Dios ha prometido que los que han alcanzado la pureza en su corazón lo podrán ver, si decimos que una persona que ha logrado este estado no lo contempla, o hacemos a Dios mentiroso o bien no ha llegado a la pureza de corazón necesaria para llegar a la visión de la luz de Dios.

CATEQUESIS

      I

      LA CARIDAD1

       Sobre la caridad. Y cuáles son los caminos y las obras de las personas espirituales. Y la bienaventuranza para los que tienen el amor en su corazón [1-6] 2 .

       [A pesar de ser indigno, yo os exhorto] 3

      Hermanos y padres, quiero hablaros de lo que aprovecha al alma y siento vergüenza ante vuestra Caridad4 –Cristo que es la verdad me es testigo–, pues conozco mi indignidad. Por eso quisiera permanecer en un absoluto silencio, bien lo sabe el Señor, y ni siquiera elevar la vista para mirar un rostro humano, ya que mi conciencia me condena al haber sido puesto indignamente a la cabeza de todos vosotros, como si conociera el camino, yo que no sé a dónde voy y ni siquiera he comenzado la senda que conduce a Dios.

      Por esto me invade una pena no pequeña ni ordinaria por haber sido elegido yo, que soy despreciable, para guiaros a vosotros, los más venerables, a los que yo mismo debería tener por guías, porque soy el último de vosotros en antigüedad y edad5. Mi vida no tiene el discurso práctico y testimonial para exhortaros y recordaros lo que concierne a las leyes y a la voluntad de Dios. Y, cada vez que deseo hablaros de estas cosas, sé que ninguna de ellas las he puesto nunca en práctica.

      Pues conozco con exactitud que el Señor y Dios no llama bienaventurado solo al que habla, sino al que obra antes de hablar. En efecto, Él dice: «Bienaventurado el que obra y enseña. Ese será llamado grande en el reino de los cielos»6. Pues los discípulos, al escuchar a un tal maestro, se vuelven dispuestos a imitarlo y no reciben tanto provecho de sus palabras cuanto son estimulados por sus buenas obras y se esfuerzan en hacer lo mismo. En cambio, yo sé que eso no se halla en mí, pues tengo conciencia de no hacer nada bueno.

      Por ello os pido y os exhorto a todos vosotros, mis queridos hermanos, que no pongáis vuestra vista en mi vida relajada, sino en los mandatos del Señor y en las enseñanzas de nuestros santos Padres, porque estas luminarias no escribieron nada que antes no practicaran, y tuvieron éxito al practicarlas [7-38].

       [Tomemos la misma ruta]

      Por consiguiente, recorramos todos juntos el único camino que nos lleva al cielo y a Dios: los mandamientos de Cristo. Pues, aunque son diferentes