Tadeusz Dajczer

Asombrosa cercanía


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me introducirás en tu gloria. Y entonces veré que durante toda mi vida me buscaste continuamente con tu amor redentor, con tu amor eucarístico».

       El don de la longanimidad

      Me desanimo mucho porque he intentado muchas veces ir de alguna manera hacia Dios y todavía no lo logro. Siempre sucede lo mismo. O tal vez incluso es peor. Pero el hecho es que, al ir hacia Dios, Él está tan presente en mí, que el querer, la luz y la gracia son tanto como el camino que me conduce1. Pero de esto yo nada sé, porque Dios no me quiere mostrar el modo en que actúa en mi corazón, en mi alma.

      ¿Qué debo hacer para no desanimarme? La respuesta es no contar conmigo mismo. Más bien debo sorprenderme cuando algo me sale bien, cuando algo resulta, ya que Dios solo puede entrar a mi corazón cuando las cosas no resultan, cuando se crea un vacío espiritual para la fe. Él permite que muchas cosas en mi vida no resulten, para que lo desee más, para que sepa que lo necesito más.

      Dios no se desanima conmigo; entonces, ¿por qué he de perder la paciencia?, ¿por qué desanimarme conmigo mismo? Él me ama tal como soy; entonces, ¿por qué no he de amarme tal como soy? Él siempre me da oportunidades; ¿por qué me enfado conmigo y no quiero darme ni una oportunidad?

      Santo Tomás de Aquino hace una clara distinción entre «paciencia» y «longanimidad». La paciencia es la capacidad de padecer o soportar diferentes formas inmediatas de mal sin alterarse (imminentia malorum); en cambio, la longanimidad es la habilidad de no perturbarse ante el retraso en la llegada del bien (dilatio bonorum)2. La paciencia está relacionada con el mal que me molesta; por ejemplo mi dolor, el mal comportamiento de alguien, el hecho de que me denigren o perjudiquen. Si ese sufrimiento persiste, es posible que en cierto momento me desanime, que monte en cólera o que caiga en la tristeza. Además, existe una segunda fuente de desánimo y tristeza: la falta de algo que deseo y que debo esperar durante demasiado tiempo. Es entonces cuando aparece la necesidad de la longanimidad.

      En el Himno sobre la caridad se dice que «la caridad es paciente» (1Cor 13,4). En idioma griego precisamente la palabra «paciencia» expresa longanimidad. Solo el Espíritu Santo –quien santifica mi corazón y, por el poder de las palabras de Cristo, realiza el milagro de la consagración sobre el altar– es el Constructor de mi camino hacia Dios. Él me anima a intentar «mirar a lo lejos», porque el Himno dice que la caridad es longánima; la caridad, pues, «mira a lo lejos», no espera resultados inmediatos.

      Con frecuencia me cuesta trabajo vivir la longanimidad porque quisiera que todo se diera en seguida, y que yo fuera mejor, y que los demás lo fueran, y también el mundo. Pero Dios nunca tiene prisa. Es en mí donde hay precipitación, la cual genera ruido interior, que puede afectar también a mi camino hacia Él. Mi impaciencia puede adoptar apariencias de celo, de un celo frustrado. Del mismo modo, puede parecer «ira santa», contra mí mismo o contra los demás. Se me olvida que el deseo de que las cosas sucedan «en seguida» puede ser resultado del amor propio, porque el silencio interior es también silencio de la voluntad. Hay que ir hacia Dios, al paso de su amor y no al mío, que tal vez tiene un poco el ávido deseo de que lo que tanto quiero ya se haya realizado.

      El mundo sería diferente si hubiera más longanimidad. Pero precisamente el hecho de que me precipite para obtener o lograr algo inmediatamente –también en los asuntos temporales– es consecuencia del pecado original. Me pongo tenso. En cambio, Dios quiere que tenga paz en mi corazón: «Mi paz os doy –nos dijo–; no os la doy como la da el mundo...» (Jn 14,27). Esta paz también significa longanimidad. Porque la paz del corazón es silencio del corazón.

      Es curioso notar que Jesús, al aparecerse a los Apóstoles después de la Resurrección, los salude precisamente con las palabras: «La paz con vosotros» (Lc 24,36). Estas son palabras llenas de poder, que llegan a corazones atemorizados, estremecidos por el drama del Calvario, cuando parecía que el mundo entero se había derrumbado para ellos. Y Jesús les dice a esos corazones asustados, incrédulos: «Mi paz os doy». Quiere llenarlos con fe en su amor y con fe en su poder. A decir verdad, la longanimidad puede surgir únicamente a la luz de la fe en que Dios es amor y en que es Dios de las cosas imposibles.

      Se trata de que yo no le estorbe a Dios, de que no lo «apremie». Mientras tanto todo puede derrumbarse. Y tal vez lo sufra como si se tratara de una tragedia. No obstante, en la Cruz y en su Resurrección Él venció al mal. También venció todo lo que conduce al mal, toda inquietud del corazón.

      Durante la santa Misa escuchamos el siguiente saludo: «La paz del Señor esté siempre con vosotros». Antes de la santa Comunión oramos pidiendo que Dios proteja nuestros corazones de toda perturbación, porque solo los corazones sosegados, acallados, pueden acogerlo profundamente, en la medida de ese recogimiento. La santa Comunión, que por el momento recibo de manera tan mediocre, debería ser englobada por la longanimidad que el Espíritu Santo quiere comunicarme, para que no me preocupe por mi mediocre relación con Jesús eucarístico. Porque precisamente en ese momento, durante la celebración eucarística, Él se ofrece a Dios Padre en sacrificio, a través del sacerdote, pero también a través de mí, como Hostia santa e inmaculada, por la Redención del mundo y la mía.

      Este don ofrecido a Dios Padre debe retornar a mí en la forma de la santa Comunión, porque este es precisamente el don que recibo. Durante la Comunión sacramental recibo a ese Dios que un momento antes se había ofrecido sobre el altar, pero que ahora quiere ser el don que no encuentra obstáculos en mi corazón, acallado, con longanimidad y en actitud de quien lo espera solo a Él. En realidad no puede ocurrir nada más importante que la venida de Dios sobre el altar en el momento de la consagración, para ser ofrecido como víctima de sacrificio y, luego, para venir a mi corazón y transformarlo en la medida en que esté abierto a la gracia.

      No se debe separar el Sacrificio de la santa Comunión. Así lo considera la Iglesia y así escribe Juan Pablo II. Según él, Sacrificio, Comunión y Presencia han de formar un todo3. La fe en la Presencia de Dios vivo en la Eucaristía me ayudará a comprender que Él se ofrece por mí. La fe en la Presencia referida a la Comunión me mostrará que en ese momento estoy recibiendo a Dios y que no hay nada más importante; ni para mí ni para el mundo.

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