a pesar de todo de la agradable sensación de no tener que hacer nada en absoluto. Hasta que, una vez más, el horrible timbre volvió a atronar y una nueva oleada de pies atravesando los pasillos y un caótico concierto de voces rompió la paz de la mañana. Lucy miró su reloj. Eran las siete y media.
Ya se había decidido a pecar de tosca e incivilizada —después de todo, ¿qué era el baño diario sino una moda moderna? Si el mismísimo Carlos II podía permitirse oler un poco a humanidad, ¿quién era ella, una pobre plebeya, para poner el grito en el cielo por saltarse por una vez el baño matutino?— cuando llamaron a la puerta. Alguien había acudido en su ayuda. ¡Gloria! ¡Aleluya! Su aislamiento y su abandono tocaban a su fin.
—Pase —respondió en el amable tono de una Robinson Crusoe dando la bienvenida a unos recién llegados a su isla. Sin duda era Henrietta, que había decidido acercarse para darle los buenos días. Cómo había podido pensar que su amiga se olvidaría de ella. Debía esforzarse más en comportarse como la celebridad en que se había convertido. Quizá debería arreglarse el pelo de otra manera o practicar, repitiendo veinte veces al día, al estilo de Coué,5 el mejor modo de decir : «¡Adelante!».
Pero no era Henrietta. Se trataba de una especie de diosa.
Una diosa de cabellos dorados, vestida con una radiante túnica de lino de color añil, la mirada, de un azul profundo como el mar, y un envidiable par de piernas. Lucy siempre se fijaba en las piernas de las mujeres, siendo las suyas desde siempre una decepción y una triste fuente de inseguridad.
—¡Ay, lo siento mucho! No se me ocurrió pensar que quizá no estuviera usted aún levantada. En la escuela tenemos unos horarios tan disparatados —dijo la diosa. Y a Lucy le pareció todo un detalle que aquel ser celestial se hiciera responsable de su propia pereza—. Discúlpeme por irrumpir de este modo en su habitación.
Su mirada azul se detuvo sobre una de sus babuchas tirada en el suelo, y por un instante pareció fascinada por aquel objeto. Era una zapatilla de satén azul pálido, muy femenina, muy delicada y muy cara. Una innegable extravagancia.
—Me temo que puede parecer una tontería —dijo Lucy.
—¡Si usted supiera, señorita Pym, lo que significa para mí contemplar un objeto que no sea puramente funcional! —Y entonces, como si la mera tentación de alejarse del propósito de su visita de nuevo se lo hubiese recordado—: Me llamo Nash. Soy la delegada de último curso. He venido en representación de mis compañeras para decirle que sería un honor que tomara el té con nosotras mañana por la tarde. Los domingos tomamos el té en el jardín. Es un privilegio de las mayores y un verdadero placer durante las tardes de verano. De veras esperamos que nos acompañe.
Sonrió entonces con benevolencia a la señorita Pym mientras aguardaba su respuesta. Lucy le explicó que desgraciadamente mañana ya no estaría en la escuela, pues se marchaba esa misma tarde.
—¡No, por favor! —protestó la joven Nash. Y el genuino sentimiento que denotaba el tono de su voz hizo que Lucy se emocionara—. ¡No, señorita Pym, no lo haga! ¡No se vaya! No tiene ni idea, usted es como un regalo del cielo para todas nosotras. Es tan raro que alguien, alguien interesante, venga para quedarse. Este lugar es como un convento. Trabajamos tan duro que llegamos a olvidar que aún existe el mundo exterior. Es nuestro último año aquí y todo esto puede volverse tan siniestro y claustrofόbia)... Los exámenes finales, la Exhibición, la graduación y Dios sabe qué más. Llegamos a sentirnos tan mal que tememos perder el sentido de lo que es bueno y lo que no. Y ahora ha llegado usted, un ser civilizado... —Hizo una pausa, a medias riéndose, a medias tratando de mantenerse seria—. ¡No puede usted abandonarnos!
—Pero si todos los viernes recibís la visita de algún conferenciante externo —le recordó Lucy. Era la primera vez en su vida que alguien la hacía sentirse como un regalo del cielo y no estaba del todo dispuesta a creérselo sin más. No le gustaba en absoluto el sentimiento gratificante que a veces le producía el permitirse olisquear entre sus emociones.
La señorita Nash le explicó con claridad y detalle —y con cierta acritud— que las tres últimas ponentes habían sido: una octogenaria experta en inscripciones asirias, una checa versada en las vicisitudes de Europa Central y una ensalmadora que les habló largo y tendido sobre la escoliosis.
—¿Qué es la escoliosis? —preguntó Lucy.
—Una anomalía en la curva de la espina dorsal. Si cree que cualquiera de ellas trajo consigo algo de luz y color a esta escuela, se equivoca. El objeto de las conferencias es ponernos en contacto con el mundo pero... Si puedo serle franca e indiscreta —Era obvio que disfrutaba siendo ambas cosas en aquel instante—, el vestido que llevaba usted la otra noche nos causó mucho más placer que todas las conferencias a las que hemos asistido.
Lucy se había gastado una escandalosa cantidad de dinero en aquel vestido cuando su libro se convirtió en superventas y aún seguía siendo su favorito. Se lo había puesto para impresionar a Henrietta.
El sentimiento gratificante que trataba de mantener a raya de nuevo se aproximaba, pero no lo suficiente como para acabar con su sentido común. Aún se acordaba de las alubias y de la carencia de lamparilla nocturna en su cuarto; también de la imposibilidad de reclamar la presencia del servicio mediante campanillas o timbres; y, por supuesto, de aquel omnipresente timbre infernal que no dejaba de sonar como toque de diana. No, no perdería el tren de las 2.41 en Larborough ni aunque todas las estudiantes de la Escuela de Educación Física Leys se interpusieran en su camino llorando a coro. Murmuró algo acerca de sus compromisos —haciéndole ver a la muchacha que su agenda estaba repleta de inevitables obligaciones y deseables encuentros— e inquirió a la señorita Nash si tendría la amabilidad de indicarle dónde estaban los baños del personal de la escuela.
—No querría verme obligada a merodear hasta perderme por esos pasillos sin saber a quién acudir.
La señorita Nash reconoció que la ausencia de servicio era un gran inconveniente.
—Eliza debería haberlo tenido en cuenta y haber venido hasta aquí para comprobar si necesitaba alguna cosa. Es la asistenta de los miembros del claustro. Si a usted no le importa, señorita Pym, podría usar los baños de las estudiantes, que están más cerca. Por supuesto están divididos en cubículos, quiero decir que están solo cerrados en parte. El suelo es de hormigón verdoso mientras que el de las profesoras está cubierto de azulejos color turquesa en forma de mosaicos con hermosos dibujos de delfines, pero el agua, al fin y al cabo, es exactamente la misma para todas.
La señorita Pym se mostró encantada de poder utilizar los aseos de las estudiantes y, mientras recogía sus enseres de baño, la parte ociosa de su mente meditaba sobre la notable falta de reverencia de la señorita Nash por el personal de la escuela, lo que le hizo recordar algo. Y pronto tomó conciencia de qué era ese algo. Se trataba de Mary Barharrow. El resto de compañeras de clase de Mary Barharrow formaba un grupo de dóciles estudiantes que se esforzaban por aprenderse los verbos irregulares franceses. Mary Barharrow, sin embargo, aunque diligente y cordial, trataba a su profesora de francés de igual a igual. Tal comportamiento era sin duda el obvio resultado de que su padre era casi millonario. La señorita Pym llegó a la conclusión de que la señorita Nash, que hacía gala del mismo aire encantador y socialmente desenvuelto de Mary Barharrow, probablemente tenía también un padre muy parecido al de Mary Barharrow. Pronto descubrió que era exactamente eso lo primero que todas sus compañeras comentaban cuando el nombre de Nash era mencionado. «La familia de Pamela Nash es muy rica. Tienen incluso un mayordomo». Siempre mencionaban al mayordomo. Para las hijas de todos esos esforzados y atareados médicos, abogados, dentistas, hombres de negocios y granjeros, la mera idea de tener un mayordomo era algo tan exótico como lo hubiera sido disponer de un esclavo negro.
—¿No deberías estar ahora en clase? —preguntó la señorita Pym al recordar que la quietud que reinaba en los luminosos pasillos anunciaba a voz en grito que la actividad en esos momentos debía tener lugar en otro sitio y no allí—. Imagino que si os levantáis a las cinco y media de la mañana será porque tenéis trabajo antes del desayuno.
—Ah, sí. Durante los meses de verano tenemos