Ilsa Barea-Kulcsar

Telefónica


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      TELEFÓNICA

Illustration

      ILSA BAREA-KULCSAR

      TELEFÓNICA

      UNA NOVELA

      TRADUCCIÓN DE PILAR MANTILLA

      EDICIÓN DE GEORG PICHLER

Illustration

      SENSIBLES A LAS LETRAS, 52

      Título original: Telefonica, 1939

      Primera edición en Hoja de Lata: mayo del 2019

      © Heirs of Ilsa Barea-Kulcsar, 1949

      © de la traducción: Pilar Mantilla, 2019

      © del epílogo y notas: Georg Pichler, 2019

      © de la ilustración de la cubierta: Joan Mundet, 2019

      © de las fotografías: Collection Uli Rushby-Smith

      © de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2019

      Hoja de Lata Editorial S. L.

      Avda. Galicia, 21, 4.° E, 33212 Xixón, Asturies [España]

      [email protected] / www.hojadelata.net

      Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

      Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

      Corrección de pruebas: Tania Galán Álvarez

      ISBN: 978-84-18918-34-6

      Producción del ePub: booqlab

      Este libro ha recibido una Ayuda a la Traducción de la Cancillería Federal de Austria, Departamento II/5 Literatura y Edición.

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

      ÍNDICE

       En lugar de una dedicatoria

       Primera parte

       Segunda parte

       Tercera parte

       Cuarta parte

       Madrid, otoño de 1936

       Notas

       Telefónica, de Ilsa Barea-Kulcsar, por GEORG PICHLER

      EN LUGAR DE UNA DEDICATORIA

      Acabo de leer en el periódico la noticia de la entrega de Madrid. Las tropas del general Franco han entrado en la ciudad. Las mujeres y los niños han mendigado pan a los soldados, los hombres, cigarrillos. Han izado la bandera de la España nacional en lo más alto del edificio de la Telefónica, el rascacielos que durante los años de asedio fue el más bombardeado y tiroteado... algo así decía el escueto comunicado.

      Delante de mi habitación se extiende un césped verde que una niebla fina y suave empieza a envolver. Un tordo se ha posado en la valla. En el seto alborota un coro de pajarillos. Los cálices amarillos de las campanillas de primavera ondean en silencio. Estoy en Inglaterra. Pero el zumbido de motores de avión se oye más que el chisporroteo de la madera húmeda de la chimenea. Tres pájaros negros surcan en un vuelo bajo y lento el apacible horizonte. ¿Aviones de maniobras o la fuerza aérea? Aquí tienen tiempo de formar a los pilotos porque Madrid ha resistido hasta ayer, no se rindió hace dos años y medio.

      Pronto no se entenderá cómo fue. Surgirán leyendas que ocultarán a los hombres vivos o ya muertos que no quisieron someterse y no se entregaron porque no les parecía justo. En aquellos meses yo vivía en la Telefónica de Madrid. Quiero intentar hacer vivir a estas personas —no la verdad oficial sino la verdad interior de todos nosotros— en un libro, tal y como se han adueñado de mí: por eso no veo el sentido de dedicarles este libro.

      ***

      Los feos edificios de Madrid se transforman en una ciudad espléndida cuando la tarde luminosa los hace relucir como bloques fantásticos delante de los montes en el ocaso, o cuando el sol blanco del mediodía los dibuja como superficies lisas y estridentes con finos bordes umbríos sobre la campana centelleante del cielo de un intenso color azul.

      Entonces ese rascacielos americano que es la Telefónica pierde sus ridículas molduras y sus torrecillas y se convierte en la torre vigía de esta ciudad de ensueño.

      La Telefónica era la atalaya y el símbolo de Madrid en aquellos primeros meses de sitio, cuando la gente, sobreponiéndose a sus pequeños miedos y a los pequeños actos de valor de sus vidas individuales, se convirtió en un solo pueblo en lucha. Este destino común de vida y muerte al que nadie podía sustraerse creó una cálida unión en el interior de los elevados muros de hormigón de la Telefónica, porque los que trabajaban y vivían allí se sentían como la avanzadilla de la muerte. Y sin embargo, nadie murió durante esos meses en la Telefónica de Madrid, y el edificio sobrevivió con cientos de impactos de granadas en el cuerpo.

      Sus ventanas miraban al frente. A sus pies se amontonaban sacos de arena. Y por las tardes, antes de que llegase la oscuridad total y empezasen los combates nocturnos, veíamos brillar a nuestro Madrid torturado y destrozado por la batalla desde la torre de la Telefónica, como si fuera una fortaleza incorpórea y atemporal.

      ILSA BAREA

       Hertfordshire, 29 de marzo de 1939

      PRIMERA PARTE

      I

      —¿Es cierto que cuando oyes silbar las bombas ya no te pueden dar? —preguntó Johnson.

      Iba por la calle de Alcalá con Simms y Warner, con la sensación de atravesar una selva inexplorada. Era el 16 de diciembre de 1936. Estaba en Madrid, y en la redacción esperaban que les enviara una serie de reportajes sobre la defensa e inminente conquista de la ciudad. Hacía solo cinco días aún estaba en Londres. Eso le parecía fantástico.

      —Sí, es cierto —le respondió el pequeño Warner, que prefería aferrarse a esa parcela de tranquilidad—. Por lo menos eso espero. —La cara de ratón de ojos vivos traslucía tensión interna, todos los músculos trabajaban bajo la piel. Llevaba ya tres meses en Madrid como corresponsal de guerra.

      De alguna parte llegó un estruendo sordo.

      —Ha sido por la plaza de Callao —dijo Simms, que vivía en Madrid desde hacía cinco años y conocía y amaba cada una de sus calles—. Suena como si fuera de gran calibre... No, lo de los silbidos es una leyenda. No se puede uno fiar de nada. Nunca se sabe si te van a dar o no.

      Siguieron caminando en silencio.

      —¿Lo de ahora ha sido un obús? —preguntó Johnson. Su fino rostro de intelectual bajo el pelo de un rubio pajizo solo expresaba curiosidad, pero en su interior se preguntaba desconcertado: ¿A qué mundo he ido a parar?

      Warner