Sin embargo, la trascendencia de La doctrina del shock, tratado exhaustivo y aterrador sobre los desastres ocasionados por el neoliberalismo, y la evidencia —certificada con la Gran Recesión— de que la economía especulativa se ha convertido en una máquina incontrolada y destructiva, sitúa la obra de la canadiense como un referente esencial para la nueva izquierda global, tanto por su encarnizado diagnóstico de la realidad actual del capitalismo como por su decidida voluntad de construir plataformas de resistencia contra las nuevas formas de dominación. En ese sentido, es esencial el papel de la crisis, que ha tenido la virtud de colocar a cada cual en su sitio.
El neoliberalismo3, doctrina que ha determinado la evolución global en los últimos 40 años, ha evidenciado su fracaso. Su supuesto poder para generar prosperidad se erige a costa del bienestar de la mayoría, aumentando la pobreza, las desigualdades y la inseguridad. Esto ocurre por la destrucción de las instituciones estatales de protección de los débiles, y por trasladar ingentes cantidades de capital desde las clases medias y bajas hacia una oligarquía cada vez más inalcanzable de multimillonarios. No podemos estar más lejos de aquel regreso eufórico al liberalismo de Hayek que proclamaba Margaret Thatcher, ni tampoco del «fin de la historia» de Fukuyama, quien se ufanaba de que, con la caída del Muro, el capitalismo liberal podía deambular tranquilamente por el mundo con la presunción de no aceptar controversias.
El primer gran relato de la globalización que elabora Naomi Klein se encuentra en No logo: el poder de las marcas, publicado poco después de la crisis financiera de los Tigres Asiáticos, en medio de la sugestión por el Efecto Dos Mil y antes del 11S. En ese momento, la evolución de la economía mundial entraba en el vértigo del capitalismo más tecnológico, capaz de alcanzar un crecimiento exponencial de la actividad económica, la real y, especialmente, la especulativa.
Por lo general los informes sobre la red mundial de logos y de productos se presentan envueltos en la retórica triunfal del marketing de la aldea global, un sitio increíble donde los salvajes de las selvas más remotas manejan ordenadores […]. Durante los últimos cuatro años, los occidentales hemos comenzado a ver otro tipo de aldea global, donde la desigualdad económica se ensancha y las oportunidades culturales se estrechan. (Klein, 2005a, p. 23)
Acuñado por John Williamson, economista británico liberal muy influyente en los años ochenta y noventa, el llamado Consenso de Washington alude, en origen, al pliego de exigencias que debían satisfacer las economías emergentes para acceder a los préstamos del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional. Posteriormente, esto ha servido a los enemigos del neoliberalismo para designar al fundamentalismo de mercado, también llamado pensamiento único. Klein encuentra en el padre de la Escuela de Chicago, Milton Friedman, figura omnipresente en La doctrina del shock, la fuente inspiradora de aquel programa cuyos puntos determinantes eran los recortes drásticos en el gasto social, la destrucción de las barreras y reglas que dificultan el libre comercio, y la privatización de las empresas públicas. Si el modelo de modernización y paz social dominante en gran parte del mundo —no solo en Norteamérica y el resto de Occidente— arranca del New Deal, basado en la implantación de controles y equilibrios para evitar que el capital genere catástrofes como la Gran Depresión, la ortodoxia heredada de Friedman se basa en arrasar con todas las instituciones que construyeron los Estados durante el periodo que comienza desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el inicio de los años ochenta.
No se trata de criticar las bondades del libre mercado, sino de denunciar la impostura de quienes con más energía lo defienden. Presentado por sus apologetas como una puesta en práctica del viejo ideario de Adam Smith, adaptado a la actualidad tardocapitalista, la práctica neoliberal tiene en realidad mucho de cinismo. Es llamativo que quienes, por ejemplo en España, se han afirmado en esa ortodoxia, que reniega de lo público y apuesta por la iniciativa privada, hayan configurado los cuadros de mando de sus Gobiernos con saqueadores de los bienes de todos, convirtiendo las instituciones en maquinarias de corrupción y bandidaje.
Los ejemplos serían innumerables, pero algunos son especialmente significativos. En 1997, los mismos brokers que aconsejaban con euforia invertir en los mercados asiáticos emergentes retiraron, en pocos minutos, su dinero de las Bolsas de los Tigres cuando una alarma desencadenó el pánico. Por otro lado, Klein se refiere al viaje que Madeleine Albright, secretaria de Estado durante la administración Clinton, realizó a Tailandia dos años después. Esta jugó a ser apóstol de las buenas costumbres: reprochó a la población de aquel país la facilidad con la que cayó en las drogas y la prostitución. Sin embargo, obvió la influencia que el poder omnímodo de su administración otorgaba a los especuladores, lo cual facilitó el empobrecimiento general de los tailandeses. Tampoco vio la conexión entre los horrores, como el turismo pederasta y la rigurosa austeridad del Estado tailandés, que su Gobierno apoyó activamente.
Acaso sea este el «capitalismo compasivo» al que se refería George W. Bush durante su Gobierno. Friedman no dudó en convertir tan ridículo oxímoron en etiqueta del modelo que propugnaban: «No hay contradicción entre un sistema de mercado libre y la búsqueda de notables objetivos sociales y culturales, ni ante aquel y la compasión para con los menos afortunados» (Friedman y Friedman, 1992, p. 199).
El sueño de acabar con los impuestos, la seguridad social y la supuesta dualidad entre quienes viven de los fondos públicos y quienes los sufragan habla de una arcadia capitalista en la que la asistencia a los infortunados debe ser financiada vía impuestos y haciendo recaer su gestión sobre instituciones privadas:
Pero aún sería necesaria una asistencia personal a algunas familias, incapaces por una u otra razón de dirigir sus propios asuntos. Sin embargo, si el peso de esta ayuda fuera a cargo del impuesto negativo sobre la renta, las organizaciones privadas de beneficencia podrían dar y proporcionarían esa asistencia. Creemos que uno de los costes mayores del actual sistema del bienestar es que no sólo mina y destruye la familia, sino que también envenena los impulsos de las actividades asistenciales privadas. (Friedman y Friedman, 1992, p. 175)
Pero este paraíso de la mundialización capitalista que, con alguna pretensión de neutralidad, llamamos globalización, y que el neoliberalismo presenta como el triunfo del individuo libre sobre la opresión de los Estados, es en realidad el sometimiento de las instituciones públicas a los mercados. Por ello, antes que las propias naciones, los primeros afectados son los derechos humanos. ¿No estaremos ante una nueva forma de totalitarismo, en este caso con la cara sonriente del marketing, pero tan peligroso como el que denunciaron los autores de la Escuela de Frankfurt antes y después de la Segunda Guerra Mundial? ¿No estaremos perdiendo el espacio de lo público? O, mejor dicho: ¿no nos estamos lanzando de cabeza hacia la despolitización de las multitudes?
Desde esta perspectiva, el neoliberalismo no es la ejecución de las viejas promesas de la modernidad, sino más bien su traición, y acaso incluso su parodia. Al precio de una enternecedora candidez, podemos creer que la flexibilización del mercado laboral supone una «liberación» para el trabajador. Ciertamente, la sociedad sufre procesos acelerados de individualización, pero ese nuevo sujeto que se vislumbra no se relaciona con el sujeto emancipado y autónomo que mencionaban los sabios de la Ilustración. No se relaciona tampoco con la concepción del contrato social, elemento clave desde el que se sustenta el discurso filosófico de la modernidad, que traslada la soberanía a las comunidades de sujetos libres a través de la voluntad general, la isonomía y las libertades civiles. Para el contractualismo, es legítimo sacrificar una parte de la libertad del individuo a cambio de que las instituciones autorizadas le protejan. Hoy las colosales corporaciones que dominan el mundo se imponen por la fuerza; no podemos estar más lejos de lo que alguna vez se llamó espíritu republicano. El último de los engaños sería el del liberal que dice recuperar el viejo aliento anarquista: mientras que los antiguos seguidores de Bakunin decían combatir el opresor Estado burgués, la ambición de los actuales «anarcocapitalistas» es suprimir en el planeta toda forma institucional que ponga trabas al lucro.
La confusión se origina desde el momento en que no supimos entender que el capitalismo y la democracia no eran lo mismo. Al respecto, Cornelius Castoriadis explica lo siguiente:
El capitalismo como tal no tiene nada que ver con la democracia (no hay más que mirar a Japón, antes y después de la guerra). Y, en el plano económico, sin las luchas sociales