Luis Enrique Íñigo Fernández

Historia de Occidente


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isla de Creta, en lugares como Cnossos, Festos o Hagia Triadha, centenares de casas se arracimaron a la sombra protectora de los palacios de reyes que eran también sacerdotes. Junto a su trono, crecieron asimismo almacenes y talleres, y agotados escribas rasgaron con decisión sus tablillas para dejar constancia del incesante acúmulo de las cosechas y el intenso tráfago de las mercancías. Pero la naturaleza, tan pobre aún la tecnología de los hombres, no podía por menos que imponer su tiranía a aquellos pueblos. No siendo allí tan generosa, no podía ser la tierra, sino el mar, el dador de la abundancia, y fueron el comercio y la artesanía, y no la agricultura, los pilares sobre los que se edificó la riqueza de la cultura minoica,

      Durante siglos, la talasocracia de los hijos de Minos, rey mítico de quien se decía que había reinado sobre las aguas, extendió sus redes comerciales por el Mediterráneo oriental. Fenicia, Chipre, Egipto, las islas del Egeo y la misma Grecia continental se encapricharon de su cerámica, consumieron su refinado aceite y sin duda admiraron un arte que rendía culto en sus fastuosos palacios adintelados, sus frescos multicolores y sus jarrones y estatuillas a una naturaleza que, tan sobria en dones, se dejaba, empero, querer por unas gentes que amaban ya la vida como mucho después lo harían todos los hijos del Mediterráneo.

      Y, sin embargo, aquella cultura espléndida tardó poco en desmoronarse ante el embate de pueblos menos refinados, pero más aguerridos. Mil seiscientos años antes de nuestra era, los aqueos, procedentes del norte, se enseñorearon de la Grecia continental y, al poco, de las islas del Egeo, quizá debilitadas por terribles catástrofes naturales. La cultura de palacio minoica dejó paso a la cultura de palacio de los aqueos, una simple e insulsa imitación del original, aunque mucho más tosca y violenta, una civilización iletrada, bárbara y militarista, como dijera de ella Gordon Childe. Grecia entera se pobló entonces de pequeñas ciudades, en realidad poco más que miserables villorrios que, apelmazados tras la segura protección de sus ciclópeas murallas, defendían orgullosos una independencia que no era sino sometimiento a los caprichosos dictados de un príncipe guerrero que apenas se ocupaba en cosa alguna que la guerra o el pillaje, un monarca inculto y vanidoso que ansiaba despilfarrar sus exiguos botines en la construcción de tumbas monumentales antes que invertirlos en la construcción de caminos o puentes en bien de sus sufridos súbditos. Micenas, la ciudad de reminiscencias homéricas que da nombre a esta cultura paradójica, no fue más que la primera entre aquellas ciudades, hermanas en cultura, religión y arte. Pero se trataba de una primacía honorífica. El poder de su rey no alcanzaba mucho más allá de sus murallas.

      Sí lo hizo, empero, la influencia de aquella civilización de contrastes, verdadera encrucijada entre Oriente y Occidente. Los palacios micénicos y sus tumbas se encuentran en Sicilia; su cerámica y sus armas, en Egipto y en las márgenes del mundo germánico. La difusión de los avances culturales no se detiene. Europa entera descubre el metal, como había descubierto el cultivo de los campos y el pastoreo de los rebaños, y son las tierras bendecidas por la abundancia del preciado cobre o el imprescindible estaño las que más se benefician de los dones que, generoso, ofrecerá el Mediterráneo. Los poblados se fortifican; la igualdad entre los hombres languidece; los jefes y los guerreros imponen su dominio en esta vida y en la otra; las tumbas grandiosas proliferan. Las culturas del bronce se enseñorean de una Europa que ignora aún cuán fértil habrá de ser el fermento que, poco a poco, crece en sus costas meridionales.

      La eclosión de las ciudades

      Pero la historia parece en ocasiones complacerse en destruir para edificar luego de nuevo sobre las ruinas. Mil doscientos años antes de Cristo, una terrible conmoción sacude el Mediterráneo oriental. Los pueblos del mar, señores del hierro, aniquilan el imperio Hitita y hacen tambalearse al Egipto de Ramsés III. En Grecia, los dorios barren la civilización micénica. Las aguas, removidas, se vuelven turbias. Cuando se aclaran, Oriente muestra una faz apenas transformada. Nuevos imperios, Babilonia, Asiria, toman el relevo de los antiguos. No le ocurre así a Grecia y el Mediterráneo occidental. Los siglos oscuros revelan, cuando se hace de nuevo la luz, ocho centurias antes de nuestra era, un mundo bien distinto. La ciudad-estado, la polis, es ahora el pilar sobre el que se asienta la civilización. Los altivos palacios, las tumbas monumentales, las guerras entre príncipes ególatras son cosa del pasado. No hay ahora por doquier sino burgos humildes, caseríos exiguos, aldeas que se han unido para constituir pequeñas villas que forman, con sus campos vecinos, una unidad económica, social y política. Porque la ciudad es todo eso. Su pasar humilde se nutre de los frutos de la tierra; son escasos el comercio y la artesanía. Sus vínculos son de sangre; no ha brotado aún con fuerza el espíritu de la ciudadanía. Su gobierno pertenece a unos pocos, una oligarquía de aristócratas que remontan al pasado las raíces de su autoridad, que se sientan en el consejo que rige los destinos de todos, que acaparan las magistraturas. La asamblea, donde se reúnen los campesinos soldados, los hoplitas, nada decide.

      Mas la polis lleva en sí el fermento del cambio. Los cultivos se transforman. El cereal, inadecuado para aquel suelo pedregoso y seco, deja paso al olivo, a la vid. La producción aumenta, pero sus frutos, el aceite, el vino, sienten la llamada del mercado. La población crece, pero el alimento escasea. El campesino, que arranca con su esfuerzo un nimio fruto de la tierra pobre, se endeuda. A menudo pierde su terruño, a veces incluso su libertad. La distancia entre ricos y pobres aumenta. Las tensiones sociales también. Los poderosos buscan una válvula de escape: llenan barcos que, como hicieran antes que ellos los ambiciosos fenicios, parten ansiosos en pos de nuevas tierras. Las colonias griegas comienzan a poblar el Bósforo, el Mar Negro, las costas de Asia Menor, pero también el norte de África e incluso la lejana Iberia, llevando por doquier la cultura, el arte, las costumbres de la Hélade. Pero la colonización resulta ser un arma de doble filo. Las colonias, independientes en lo político, hermanas en lo cultural, aportan nuevos mercados, consumidores necesitados de mercancías que vuelven sus ojos a sus metrópolis esperando de ellas la satisfacción de sus anhelos. La artesanía, al calor de un mercado nuevo y pujante, se desarrolla. El comercio aún más. La aparición de la moneda, en especial la de plata, agiliza los intercambios. Nuevas clases sociales ven la luz. El campesino no se encuentra ya solo frente a las ambiciones de los aristócratas. Pronto se gesta una poderosa alianza.

      Los caminos son diversos; los resultados, similares. En ocasiones, un noble ambicioso, un aristócrata frustrado por las derrotas sufridas a manos de los suyos, se proclama campeón de los derechos de las masas; se vale de ellas para afianzarse en el gobierno y disfruta un poder sin límites. Son los tiranos, que, agradecidos, no olvidan beneficiar al pueblo que los aupó, repartiendo tierras, combatiendo a los poderosos, sembrando de obras públicas el paisaje de la ciudad. Pero la violencia no siempre es necesaria. La aristocracia, en ocasiones, cede terreno y acepta negociar el reparto del poder. Brillantes legisladores dan forma a la nueva constitución y la escriben para que nadie pueda acogerse a la costumbre como pretexto para el abuso. El Consejo, por el que desfilan por turno todos los ciudadanos, es ahora el que delibera, el que propone las leyes, pero es la asamblea, en la que se sientan todos los varones en edad militar de la ciudad, la única que decide. Las magistraturas son electivas o se sortea su desempeño. Incluso el sitial de los jueces se ocupa por turnos. Ha nacido la democracia. Atenas, guiada por la mano sabia de Dracón, de Solón, de Clístenes, se erige en modelo. Casi toda Grecia la seguirá.

      Es cierto, empero, que se trata de una democracia peculiar. La ciudadanía, hereditaria, se reserva a los varones nacidos en la ciudad, y sólo la poseen quienes arriesgan la vida en su defensa. Los extranjeros carecen de derechos políticos. Las mujeres tampoco los disfrutan. Los esclavos, cuyo número no ha dejado de aumentar, padecen una condición aún peor que en los vecinos imperios de Oriente. Puede hablarse, por vez primera, de un verdadero sistema esclavista, porque los esclavos son muy numerosos, aunque pertenecen aún en su mayoría al Estado, y porque el peso de su trabajo resulta decisivo en el conjunto de la economía. Será una constante de las culturas mediterráneas hasta el fin del mundo antiguo.

      Además, no todas las polis han seguido el ejemplo ateniense. Despreciándolo, Esparta permanece fiel al viejo sistema oligárquico. Lo lleva incluso a su culminación bajo la forma de una sociedad sometida a estrictos principios de jerarquía y subordinación del individuo al grupo, una verdadera colmena que castiga el individualismo y lo sacrifica todo a la disciplina militar llevada a sus últimas consecuencias. A su frente, dos