esta estructura fue debida a la labor del primer emir, pero sí fue él quien estableció las bases fundamentales que posteriormente serían perfeccionadas por sus sucesores en determinados aspectos.
Desde un punto de vista territorial, la organización del Estado andalusí se estructuraba en cuatro grandes divisiones administrativas: el emirato en sí como unidad estatal; las regiones o nahiyas, que en las zonas fronterizas sometidas a los continuos enfrentamientos bélicos dieron lugar a las marcas o thugur (en singular, thagr), que a lo largo del tiempo demostraron ser territorios díscolos y conflictivos.
Los gobernadores de las mismas tenían bajo su responsabilidad amplios territorios que proteger. Estos se gestionaban desde una gran ciudad: Badajoz en la marca occidental, Toledo la central y Zaragoza la oriental. Pero la lejanía de la capital cordobesa, unidas a la fuerte presencia de tropas acantonadas en ellas, le daba un gran poder a sus gobernantes, quienes, en numerosas ocasiones, hicieron uso de él para rebelarse contra los emires y califas cordobeses.
Existían otras dos divisiones territoriales a menor escala. Las coras o kuras, que equivalen aproximadamente a lo que hoy día conocemos como provincias. Su número fluctuó a lo largo del tiempo, pero por lo general llegó a haber entre veinte y treinta. Finalmente se crearon los aqalim (en singular, iqlim) o distritos, cuyo equivalente actual podría ser lo que conocemos como comarcas.
La administración política del Estado giraba en torno a la figura del emir o, posteriormente, del califa. En la historia de al-Andalus hubo ocho emires, aunque el último de ellos, Abd al-Rahman III, fue el primero en convertirse en califa. Este último título uniría a las funciones política y militar que poseía el gobierno del emir la de jefe de la comunidad religiosa musulmana, la denominada umma. Dicho de otra forma, y comparándolo con el momento actual, el emir, como posteriormente el califa, era el Jefe del Estado, pero con unos poderes muy amplios. En torno a su figura se centralizaban todas las decisiones importantes que se tomaban en el Estado.
El segundo en la escala era el hachib o hayib, al que también se le denomina en ocasiones el gran visir. Era el equivalente actual a un primer ministro o un jefe de gobierno y además el jefe supremo de todos los visires o ministros. Estos últimos eran los consejeros o asesores del emir o califa. Podemos considerar a los visires como una especie de ministros o secretarios de Estado que se encargaban de administrar el palacio, las finanzas, el comercio, la justicia, la diplomacia y la guerra.
Todos estos cargos superiores se apoyaban en el denominado diwan. Con este nombre se hacía referencia al conjunto de oficinas de la administración central encargadas principalmente de la responsabilidad de los asuntos económicos, en particular de la emisión de moneda en las cecas o casas donde se acuñaban las monedas, y de la organización y recaudación de los impuestos.
Los valíes o walíes constituían el siguiente nivel de la administración. Aunque en un principio este nombre se había aplicado a los gobernadores militares enviados a la Península desde Damasco, con el tiempo pasó a designar a todos los gobernadores de las provincias del emirato.
La administración estatal se completaba con los cadíes o qadíes, que eran los funcionarios encargados de administrar justicia en nombre del emir, por tanto, eran una especie de jueces municipales. Sus funciones no se limitaban solo a litigios entre particulares, sino que eran mucho más amplias, englobando competencias sobre los impuestos, los mercados, las monedas, el comercio o las propiedades.
La consolidación del emirato independiente: los sucesores de Abd al-Rahman I
La vida del primer emir de al-Andalus fue, como diríamos hoy en día, una vida “de película”. Sin duda, el príncipe Omeya fue un hombre de un gran magnetismo personal sobre quienes le rodeaban. También sobresalió por su inteligencia. Esto lo demostró cuando en una sociedad tan compleja como la andalusí fue capaz de aunar a todas las facciones practicando la tolerancia religiosa y reconciliando a unos bandos con otros.
Cuando en el 788 le llegó la muerte a los 57 años de edad, al-Andalus era ya un territorio independiente consolidado. Con él, también lo hizo el principio dinástico basado en el carácter hereditario de la autoridad que, por espacio de más de dos siglos y medio, recayó en descendientes directos suyos. Todos los emires y la mayor parte de los califas que lo sucedieron pertenecieron a la dinastía Omeya andalusí que él había fundado.
Pero el sentido de la herencia del poder político entre los Omeyas no estaba establecido, por desgracia, en principios claramente determinados. En realidad este problema era común a casi todos los estados del mundo antiguo y medieval, hasta que posteriormente se estableció de forma generalizada el principio de que el heredero de la soberanía debería ser siempre el primogénito varón, y en caso de fallecimiento de este sin que tuviera hijos, el resto de sus hermanos por orden de edad.
Esto que luego llegó a ser aceptado comúnmente y que todavía lo es en las monarquías actuales, no era lo habitual hasta entonces. Imperios como el romano o el bizantino habían adoptado diferentes sistemas a lo largo de la historia para asegurar la sucesión pacífica de unos gobernantes a otros, aunque no siempre habían conseguido que esta fuera tan pacífica como era de desear.
Otros, como el reino franco, recurrieron al concepto patrimonial del Estado. Es decir, actuaban como si este fuese una propiedad exclusiva del rey que, poco antes de morir, lo repartía en partes más o menos iguales entre todos sus hijos varones (y a veces incluso entre las hembras también). Existía la idea de que estos hermanos gobernarían entre sí apoyándose fraternalmente, pero la realidad demostró también que esa forma de actuar se convertía casi siempre en papel mojado y que lo más habitual sería que tras fallecer el rey estallasen guerras civiles entre sus hijos.
Los visigodos habían optado en Hispania por otra alternativa. Aunque en ocasiones defendieron la herencia directa de padres a hijos, a partir del siglo VII se impuso la idea de la monarquía electiva. Es decir, un grupo de personas pertenecientes a las altas jerarquías nobiliarias y eclesiásticas (reunidos en el Aula Regia), elegía entre la alta nobleza al candidato que supuestamente era el más idóneo. Esto es lo mismo que sucedió en el Imperio romano cuando se impuso durante el siglo II la elección de “el mejor”.
Pero esta teoría también falló. En un mundo en decadencia en el que el rey no tenía grandes apoyos ni un verdadero poder, nunca faltaban candidatos poderosos, pero también descontentos por no haber resultado elegidos. Estos conseguían en ocasiones aunar a un grupo de nobles deseosos de medrar, que apoyaban al candidato derrotado en la elección. La guerra civil era por tanto lo habitual con bastante frecuencia. El caso más conocido y que ya analizamos fue el enfrentamiento entre rodriguistas y witizianos que supuso el inicio del fin del Estado visigodo.
Los gobernantes andalusíes optaron por una vía distinta que era diferente a todas las demás. El heredero debía pertenecer obligatoriamente a la familia Omeya, es decir, a los hijos o nietos del anterior emir o califa, pero no tenía por qué ser necesariamente el mayor. Es más, salvo en un solo caso, nunca fue el primogénito, sino el “mejor” hijo de todos, aquel a quien su padre decidiera otorgarle la legitimidad sucesoria de la autoridad.
Se podría pensar que esto supuso un avance en el sistema de transmisión hereditaria del poder, pero en realidad tampoco funcionó bien casi nunca. El motivo principal de su fracaso radicó en que los primogénitos, que por algún motivo no resultaron elegidos como sucesores, siempre encontraron personajes poderosos en el entorno de la corte que intrigaron a su favor y los empujaron a la rebelión contra una decisión paterna que les perjudicaba. Estos personajes intrigantes trataban de esta forma de medrar o conseguir prebendas en el caso de que el príncipe aspirante pudiera acabar haciéndose con el poder.
De este modo, las rebeliones de príncipes malhumorados, o insatisfechos con su padre o con el hermano menor que había resultado elegido, fueron por desgracia una constante en la historia de al-Andalus.
La situación se complicó además por la forma de vida familiar que adoptaron la mayor parte de los gobernantes omeyas. El islam permitía oficialmente hasta cuatro esposas legítimas, pero también resultaba extraordinariamente tolerante con el caso de las concubinas o “amantes oficiales” en el caso de la máxima autoridad de Estado.
Todas