palabras le bastan» te habla del entendedor, de la persona, de nosotras. Nuestro contrarrefrán pone el énfasis en las palabras. En cuánta importancia tiene el lenguaje y cuánto poco caso le hemos hecho hasta hace poco. ¿Por qué nos hemos centrado siempre más en las personas que en su lenguaje?
Una posible respuesta es porque creemos que somos nosotras las que gobernamos el lenguaje. El lenguaje es un mero instrumento para comunicarnos, pero nosotros somos los jefes, los que estamos en control. Sin embargo, una pregunta que nos surge con frecuencia cuando pensamos en el lenguaje es esta: ¿nos gobierna el lenguaje o le gobernamos nosotras a él? ¿Quién tiene el control: el lenguaje o nosotros? A primera vista parecería que nosotros (¿y es que no usamos las palabras cuando queremos?), pero ¿no es el lenguaje nuestro límite? ¿No podemos pensar solo lo que podemos decir? Intenta pensar algo que no tenga nombre ¡No puedes, porque para pensar necesitas el lenguaje y no podemos salir de él! Lenguaje 1, Entendedor 0.
Otro punto importante es la relación del lenguaje con la realidad. ¿El lenguaje crea la realidad o la realidad crea al lenguaje? ¿Somos nosotras las que cambiamos las palabras que queramos o es el lenguaje el que nos permite ver las cosas (recuerda que no podemos pensar nada que no podamos decir)? O igual es un círculo vicioso en el que ambas opciones se relacionan: una vez que sabes de la realidad, creas un determinado lenguaje y este determinado lenguaje sigue estructurando un tipo de realidad, ¿nos seguís? ¡Madre mía con el lenguaje!
Y es que ya hablaba Wittgenstein1 en el Tractatus, uno de sus más conocidos libros, de la estrecha relación del lenguaje con la realidad. Decía Wittgenstein que no se puede pensar aquello que no tiene sentido lógico, porque solo aquello lingüísticamente lógico adquiere sentido, es decir, ¿si no lo podemos expresar con palabras, no podemos pensarlo? ¿Y si no podemos pensarlo, no existe? Por eso, para Wittgenstein, los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.
Recordemos nuestro contrarrefrán: a las palabras, a muy poquitas palabras, les basta un buen entendedor. Nuestro contrarrefrán quiere centrarse en las palabras, en el discurso, quiere darles lo que se merecen: un reconocimiento a todo su poder, a toda su fuerza creadora. Y con palabra no solo queremos señalar la palabra oral, sino también la conceptualización del mundo a través del lenguaje, todos esos lenguajes que no son escritos o hablados: los gestos, las miradas, las ironías…
Un tema polémico que está candente en estos días es el lenguaje inclusivo. Se debate con vehemencia si es bueno utilizarlo o no, si es correcto su uso o si ayuda a la inclusión tanto de la mujer como de los colectivos oprimidos en la historia o es una tontería a la que no hay que dedicar más tiempo que estas líneas y algún que otro artículo más en medios digitales. Este debate es, en el fondo, una polémica en torno a nuestro contrarrefrán y al refrán. Quien prefiera el refrán pone el foco en las personas, en los entendedores y cree que el lenguaje nos afecta más bien poco. ¿Por qué perder el tiempo en cambiarlo si en realidad se trata de cambiar a las personas, a los entendedores? Los que prefieran nuestro contrarrefrán le darán al lenguaje un poder creador sobre nuestra realidad, entenderán que, si el lenguaje nos condiciona la realidad, de alguna manera, cambiar el lenguaje es cambiar la realidad. Porque el lenguaje importa, las palabras importan.
Nosotras queremos tomar partida en el debate y posicionarnos. Nuestra postura es la del contrarrefrán, la de que el lenguaje es fundamental. Por eso, no resulta casual escuchar a la gente hablar palabras machistas, racistas, homófobas como parte de su expresión coloquial y común. ¡Es que viven en un mundo racista y machista! El lenguaje les condiciona la realidad. Si pudiéramos hacer zoom out, tan conocido en el mundo del cine, es decir, intentar alejarnos de los árboles para ver bien todo el bosque, nos daríamos cuenta de que expresa un tipo de realidad histórica. Las palabras, como mínimo, nos están dando pistas de aspectos históricos de nuestra sociedad y cultura. ¡Por eso cambiar un lenguaje es necesario para cambiar una realidad histórica! Aunque no siempre basta, hacen falta más acciones. Esto no es centrarnos en un lenguaje técnico, políticamente correcto y universalista, sino que es una oportunidad para explorar nuevas formas de expresarnos y de expresar la realidad que tenemos rodeándonos en aras de mejorarla, dándole a las palabras la importancia que tienen sobre el entendedor. Y es que, a pocas palabras, buen entendedor basta…
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Al pecho, hecho
A lo hecho, pecho
No vale de nada arrepentirnos cuando ya hemos hecho algo. El refrán original lo deja muy claro: «A lo hecho, pecho». Pero el contrarrefrán cambia el sentido de la palabra pecho y nos lleva por otros senderos. El refrán juega con el sentido de pecho como asunción, como aceptación. Nos trae a la cabeza esas dos o tres palmaditas que nos da un amigo cuando tenemos que aceptar algo. Si hemos hecho algo, no vale de nada llorar. Asúmelo. Si lo has hecho, pecho.
Sin embargo, el contrarrefrán juega con otro sentido de pecho. ¿Qué es el pecho sino el centro de todos nuestros sentimientos? ¿Dónde sentimos la rabia, el amor, la tristeza? Cuando algo nos encoge… ¿no nos encoge también el pecho? El pecho es esa parte del cuerpo con el privilegio de conectarse a lo que sentimos y pensamos. Muy pocas partes del cuerpo tienen esa facilidad. Merleau-Ponty2 lo llama de una manera preciosa: conciencia encarnada. El pecho, o el cuerpo, como conciencia hecha carne, como mente que siente. Es, sin duda, el puente entre el resto del cuerpo físico y nuestra mente, y ahí se encuentran los sentimientos y las emociones.
¡Cuánto tiempo hemos perdido en ideas y debates de otro mundo! Hemos perdido el tiempo intentando buscar una verdad absoluta de nuestra razón, pero ¿dónde está la verdad?, ¿quién puede oler la justicia?, ¿por qué nadie puede abrazar a la obligación? ¡Y es que solo hemos pensado en la razón pura, sin el cuerpo! Nietzsche3 denuncia, con razón, que nuestra cultura europea se ha olvidado del cuerpo y la carne. Del pecho. Nos hemos preocupado de todo lo ideal: las matemáticas, el bien, el deber, etcétera; mientras que todo lo que tenía que ver con el cuerpo ha quedado en un segundo plano o, incluso, en el infierno después del cristianismo. ¡Ha sido incluso pecado el cuerpo! Pero… ¿qué somos sino conciencia hecha carne?
¿Significa esto que debemos entregarnos como unos ciegos a las pasiones y los apetitos de nuestro cuerpo? ¿Debemos hacer siempre lo que nos diga el pecho? ¡Ni mucho menos! Se trata de que entendamos que nuestra razón es siempre razón-en-un-pecho. Todos los pensadores de la Ilustración europea4 se han esforzado por estudiar la verdad con una razón alejada de todo deseo y sentimiento. ¡Deseos! ¡Sentimientos! ¡Eso solo nubla la mente, decían! La ciencia de nuestros días es la hija de esta concepción. Hasta en la psicología nos hemos olvidado de que somos un cuerpo sintiente, un cuerpo emocional y mental. Nos hemos olvidado de que somos un todo, y que desde ese todo nos relacionamos, actuamos, enfermamos...
¿Pero y ese olvido del cuerpo? Seguramente tenga razón Adorno5 cuando dice que es tremendamente imposible una razón sin deseos. Y es que lo más probable es que siempre haya un deseo que preceda a cada razón. Somos cuerpo y nuestra conciencia es conciencia encarnada.
¿No pensamos de manera distinta cuando estamos alegres o enfadados, o cuando estamos apasionados? ¡Incluso sobre los mismos hechos! ¿Por qué pensar que la razón actúa sola, sin sentimientos? ¿No hay detrás un deseo ansioso de verdad eterno e inmutable? ¿No hay detrás un miedo al poder incontrolable de los sentimientos y pasiones? ¿Qué razón puede alguna vez olvidarse del cuerpo? ¡Ninguna!
No hemos respondido a la pregunta: ¿nos entregamos de manera ciega a nuestro cuerpo? Ser conciencia encarnada no quiere decir no poder ser libres para elegir nuestros actos. Cuando nos damos cuenta de que nuestra razón y nuestros pensamientos no son libres y que siempre están condicionados por lo que sentimos, entonces es cuando podemos ser críticos con nosotros mismos. Deberían enseñarnos desde pequeños en el arte del sentir. Deberíamos recibir clases para aprender a identificar cómo me siento, ponerle nombre a esas emociones o pasiones, aceptarlas y aprender a trabajar con ellas y desde ellas. Solo así podremos conocernos lo suficiente como para no dejarnos llevar por ellas en todo momento. Aprender a escucharnos desde dentro, desde nuestro pecho, desde nuestras vivencias más personales.
Y no estamos en posesión de la verdad porque podemos estar pensando