discernir la jerarquía de las ideas. Como Cioran sólo ofrece conclusiones, es el que comenta el que debe reconstruir el razonamiento. Por otro lado, el pensamiento de Cioran no evolucionó nunca: su obra no es más que una serie de ideas repetidas de una forma cada vez más depurada. En fin; sin discrepar demasiado de otros glosadores señalaremos esta primera cita como una de las expresiones de las raíces del pesimismo del rumano [cita perteneciente a De lágrimas y santos, de 1937, Tusquets, Barcelona, 1988]:
“A los seis años [Santa Teresa de Jesús] leía las vidas de los mártires gritando ‘¡Eternidad!’, ’¡Eternidad!’. Decidió entonces ir a convertir a los moros, deseo que no pudo realizar, a pesar de lo cual su ardor siguió creciendo hasta el punto de que el fuego de su alma no se ha apagado jamás, puesto que nosotros nos calentamos en él todavía.”
Cioran sintió desde joven que, en nuestro día a día, se nos escatima algo, que la vida no es algo defectuoso porque contenga sufrimiento, sino porque no da lo que promete. A Santa Teresa de Jesús, según parece, a los seis años, esta vida ya le parecía poco, y deseaba poder ir a tierra de infieles para ser martirizada ahí y asegurarse la eternidad. Si Cioran queda impresionado por ello, no es en absoluto porque envidie la fe de Santa Teresa, su creencia en el más allá. Si alguna vez existió un ateo, alguien desprovisto de fe en cualquier cosa, ése fue Cioran. Cioran repudiaba incluso la mera idea de eternidad; le parecía una absurda prolongación del sufrimiento, o en el mejor de los casos, un aburrimiento total. Lo que le envidia a Santa Teresa es la precocidad en reconocer la insuficiencia de esta vida y la determinación en buscar una salida digna de ella.
¿Y cómo podría formularse la objeción fundamental que Cioran pone a la vida humana? ¿Para qué esta prisa por abandonarla? Hay diversas formas de explicarlo. Quizá ésta, inspirada en el hinduismo, tan querido por Cioran, pueda ser la más útil: en la vida humana jamás coinciden el ser, la consciencia y la alegría. Basta que nos demos cuenta, por ejemplo, de que cuando gozamos de buena salud no somos conscientes del cuerpo; que cuando somos jóvenes o niños fácilmente nos hallamos alegres, por la ignorancia de los sufrimientos y las derrotas que nos infligirá la vida. La ignorancia es la felicidad. Todas las drogas, toda embriaguez consiste en una especie de olvido. La felicidad, la alegría, consiste en no pensar. En algún punto Cioran dice que se lee no para aprender, sino para olvidar (uno lee como para emborracharse, y en el colmo de la paradoja, se cultiva la filosofía para no pensar). Por la misma razón, se escucha música o se disfruta de las artes: para no tener que vivir la vida real. ¿Qué diríamos de alguien que ha dedicado su vida entera a leer, a estudiar, a cultivar el arte? Posiblemente diríamos que ha tenido una buena vida, pero también podríamos decir que no ha vivido realmente, porque se ha alejado de los sufrimientos cotidianos de una vida no destinada a la contemplación de lo excelente.
Consciencia y felicidad son incompatibles. La vieja verdad lleva a Cioran a envidiar a las plantas, a las piedras. Los seres inanimados existen mejor que nosotros, porque… [Del inconveniente de haber nacido, de 1973; Taurus, Madrid, 1998]
“Un pulgón consciente tendría que arrostrar exactamente las mismas dificultades, el mismo género de insolubles que el hombre.”
Ahora bien: a pesar de todas las maldiciones que Cioran lanza sobre la conciencia, a pesar de proclamar una y mil veces su envidia hacia los monjes budistas, hacia los antiguos anacoretas cristianos y hacia los santos, que hicieron de su vida un intento de renunciar completamente a sí mismos, de llegar a aquello que está más allá de ese maldito yo, Cioran no está dispuesto a renunciar a ella. Renunciar a la conciencia es renunciar al ser, porque existir consiste en, o bien sentir algún tipo de dolor, o simplemente, en la capacidad de decir ‘yo soy’. Por lo menos esa es la manera humana de existir. Pero, ¿quién está dispuesto a renunciar a ser? De Santa Teresa de Jesús, Cioran envidió esa disponibilidad para la renuncia, esa voluntad de aniquilarse. Y no supo ni quiso intentar ese camino, por puro apego a su consciencia, a su capacidad de sentir y analizar sus propias vivencias: por puro apego a su inteligencia. Gracias a ella fue quien fue, un hombre tremendamente lúcido y penetrante, y, no lo olvidemos, un hombre admirado por su lucidez. Nadie puede culparle por no querer renunciar a todo ello. Empezamos a comprender entonces su pesimismo. ¿Cómo no ser pesimista cuando se ha comprendido que la vida, que a través de la sensibilidad y la inteligencia nos hace desear la plenitud, nos impide luego alcanzarla mientras permanezcamos en ella? La vida no da lo que promete. Es un fraude.
La objeción fundamental hacia esta vida es la incompatibilidad entre ser, consciencia y alegría, decíamos. Esta misma objeción se puede formular de la siguiente manera: la vida es un fraude por la ausencia de pureza. La vida, por decirlo así, es un producto adulterado. La pureza es la cualidad de no ser algo compuesto, de ser una sola cosa. Es difícil poner un ejemplo de algo que no existe, pero veamos cómo jamás nadie logra sentir una alegría pura. Siempre que estamos contentos se debe a una causa, se da por una situación que podría no haberse dado. Lo que hace que la alegría se tiña de duda, de incertidumbre: ‘alegrémonos ahora, que mañana moriremos’. Lo que Cioran deseaba (igual que Santa Teresa, pero con menos intensidad o determinación) era vivir incondicionalmente, es decir, sin tener que estar sometido a lo variable. Quizá se comprenda mejor si consideramos lo opuesto a la alegría: la tristeza, las lágrimas. No parece que esté al alcance del ser humano la desgracia absoluta. El ser humano está hecho de tal manera que le resulta muy difícil renunciar a toda esperanza. Por ello le resulta igualmente difícil la aflicción completa. Cioran echaba de menos las lágrimas. Comprender el dolor fundamental de la existencia y no ser capaz de derramar lágrimas por ello le dejaba una molesta sensación de tibieza, y no podía descargar el peso que le oprimía. Lo llamó “el martirio de los ojos secos” [Breviario de podredumbre, de 1949, Taurus, Madrid, 1972]:
“Si cada vez que las penas nos asaltan, tuviéramos la posibilidad de librarnos por el llanto, las enfermedades vagas y la poesía desaparecerían. Pero una reticencia negativa, agravada por la educación, o un funcionamiento defectuoso de las glándulas lacrimales, nos condenan al martirio de los ojos secos. Y además, los gritos, las tempestades de reniegos, la autolaceración y las uñas clavadas en la carne, con las consolaciones de un espectáculo de sangre, no figuran ya entre nuestros procedimientos terapéuticos.”
(Respecto a los procedimientos terapéuticos que Cioran prescribe en esta ocasión cabe decir, no sin algo de malicia, que cualquier pesimista con cierta autoexigencia estaría dispuesto a adoptarlos antes que leer y seguir los tibios y contemporizadores consejos de un libro de autoayuda…) Que Cioran recomiende contra el dolor de cabeza o el malestar inespecífico un buen espectáculo de gladiadores no es más que una humorada de un gusto discutible, pero muy representativa de un autor que se propuso buscar una expresión memorable, y por ello, exagerada, de las ideas. Que estas expresiones no nos hagan perder de vista lo principal: esta vida es un fraude porque en ella no existe alegría pura, ni una pena pura. Fuera quizá, del dolor físico, no hay nada verdadero, ningún sentimiento puro y auténtico. Comprendemos así igualmente en qué consiste la admiración que Santa Teresa despertaba en Cioran ya desde joven: él, como ella, hubiera gritado también gustosamente ‘¡Incondicionalidad!’ en vez de ‘¡Eternidad!’, o más simplemente, ‘¡Pureza!’. Pero jamás pudo o supo hacerlo. Le faltaba aquél “fuego en el alma” que los escritos de la santa todavía transmiten después de cuatrocientos años.
Todos estos planteamientos, quizá objetará el lector, son demasiado radicales. Resulta difícil identificarse con personajes como éstos, con los santos y los ascetas, y con otros personajes igualmente maximalistas, como el propio Cioran, que lo es por lo menos en la expresión lapidaria de sus ideas. El común de la gente no necesita andar gritando ‘¡Eternidad!’ o no desea llorar por comprender la ausencia de pureza. Incluso muchos pensadores han desconfiado de la estrategia de hacer brotar los problemas del hombre de fuentes tan dramáticas y tan sospechosamente próximas a la temática religiosa. Además, todos estos planteamientos parecen alejarse de lo cotidiano.
Pero lo cierto es que el fenómeno del pesimismo nace de la necesidad consciente o inconsciente de perfección.
Quienes se conforman con menos que la perfección no tendrán que cargar con los dilemas a los que Cioran tuvo que hacer frente, ni, en general a los que los autores del siglo XX que se explican en este libro supieron