Aida Míguez Barciela

Cuando los pájaros cantan en griego


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visto. No ve ni el cielo ni la playa ni el mar, que para él es solo un enemigo, el elemento peligroso que hay que conocer y calcular tanto como todo lo demás. No ve tampoco la muerte (los cadáveres de los salvajes no son más que posibles focos de infección). Virginia Woolf lo dice (en The Common Reader): para Crusoe (es decir, para el hombre de la modernidad emergente) «no hay puestas de sol ni amaneceres; no hay soledad ni alma». No existe nada, excepto aquello que se deja medir y calcular económicamente. El mundo de Crusoe está marcado por eso que hoy tal vez llamaríamos imperialismo eurocéntrico y racionalidad científica. (Es verdad que en un momento de zozobra Crusoe cuestiona el imperialismo, pero solo a modo de excedente especulación intelectual.)

      Si Odiseo hubiese estado atrapado en la isla de las cabras en lugar de Ogigia, quizá hubiese obrado de modo parecido a Crusoe: cazaría cabras y construiría un barco, pero la actitud habría sido completamente distinta. En realidad, Crusoe no ha estado nunca fuera de la isla desierta, por eso tampoco puede abandonarla (él es la isla, no se entiende sin la isla). ¿O acaso cambia algo cuando resulta liberado? ¿Acaso vemos después un hombre distinto al personaje aterradoramente económico que hemos conocido antes? El aislamiento, ¿es reinado o es cautiverio?

      En la modernidad tardía, por ejemplo en Moby-Dick, el panorama es muy diferente. También aquí la navegación es un intento de fuga de la claustrofobia de la tierra, pero el aspecto mercantil del ballenero no es más que el pretexto para una travesía completamente antieconómica y desorbitada. A diferencia de Crusoe, el dinero no es nada para Ahab. Los salvajes del Pequod no son esclavos graciosos y rudimentarios, sino seres misteriosos e insondables. Tampoco Dios es ya el mismo (en Defoe «Dios» es la providencia cuyo cálculo el hombre penosamente reconstruye). Hacia el crepúsculo de la modernidad, el viaje comercial del hombre moderno, empujado inicialmente por una cordura fastidiosa, cuyo éxito se logra con medios que nos parecen hoy abominables, se ha transformado en la enorme empresa suicida de un hombre totalmente enloquecido.

      Swift, o los límites de la razón moderna

      Si bien en Gulliver’s Travels encontramos de nuevo un «yo» que cuenta sus viajes en primera persona, como los contaba Robinson Crusoe, lo cierto es que la construcción de esa voz narrativa es por completo distinta: Crusoe era incapaz de verse a sí mismo desde fuera; no reflexionaba, solamente actuaba, y precisamente eso era lo que nos contaba con tanta precisión y detallismo: cuántos viajes pudo hacer hasta el barco encallado; cómo construyó la empalizada defensiva, qué hizo antes de esto y después de aquello, y en todo el relato apenas hay espacio para un comentario crítico. Crusoe no tiene espejo en que mirarse, por eso resulta tan odioso. Porque lo vemos pasearse por la isla a sus anchas, aquejado a veces de un pánico casi paranoide, es cierto, pero en cualquier caso a sus anchas, sin escrúpulo alguno, pues no vacila en matar cuanta criatura viviente se le ponga a tiro ni en explotar una y otra cosa —también hombres— en su propio beneficio. También Gulliver rompe con Inglaterra, y por razones semejantes: quiere aumentar su patrimonio y siente una extraña inquietud aventurera que actúa en cierto modo a expensas de sí mismo, pues también él es al fin y al cabo un hombre moderno, por más que la naturaleza de sus viajes y de su relato sea totalmente distinta. (Notemos que la voz en primera persona es el resultado de la manipulación de un tal Sympson, recurso que permite la doble sátira final). Si Crusoe era el amo indiscutible primero de su plantación y más tarde de su isla, Gulliver será siempre el prisionero de unos y otros nativos, nativos que por cierto no son nunca hombres en sentido ordinario, sino enanos, magos, gigantes o animales, seres a los que una y otra vez reconoce como amos suyos. Más interesante todavía es el hecho de que la estancia de Gulliver en un país perdido —pues esta vez el viaje conduce más allá del mapa de lo conocido— suponga en cada caso un nuevo aprendizaje en lugar de una aplicación de lo ya aprendido (no hay aquí espacio alguno para el despliegue de la racionalidad económica de Robinson Crusoe). Lo vemos ya de entrada en el problema mismo de la lengua. Es evidente que a Crusoe no se le pasó jamás por la cabeza aprender la lengua del salvaje —solo desde su punto de vista «salvaje»— que adopta como esclavo —precisamente como esclavo— en una isla que considera suya (Gulliver rechaza categóricamente la posibilidad de que Inglaterra colonice los lugares que ha visitado, y no meramente por la irrealidad de los mismos), mientras que el narrador de Los viajes está siempre dispuesto a aprender nada más llegar el punto de vista del otro, por lo tanto su lengua, a conciencia y sin escatimar esfuerzos. Y es aquí donde tocamos el meollo del asunto: a medida que avanza en sus viajes, Gulliver va ganando más y más distancia con respecto a sí mismo, hasta el punto de que en el último episodio apenas hay acción, todo es pura confrontación reflexiva entre él mismo y lo otro.

      En el primer viaje el propio país es observado como a través de un telescopio. Ahí están los diminutos habitantes de Liliput, alardeando y contoneándose pretenciosos como si su reino fuese algo importantísimo, cuando un simple manotazo bastaría para exterminar sus cuerpos y destruir su corte. Ahí están, organizando sangrientas matanzas por controversias tan profundas como cuál es la manera correcta de cascar huevos, si por la parte larga o por la parte corta, y todo aquí es semejante a esas obras cómicas donde el lugar lejano, disparatado y ridículo no es sino el lugar donde vivimos nosotros, solo que no nos damos cuenta. Esto, señoras y señores, es Inglaterra. Estos, señoras y señores, son los ingleses.

      El telescopio de Liliput se cambia en microscopio al llegar a Brobdingnag, país donde los hombres aparecen terriblemente aumentados, resultando sus defectos bochornosos. Si los habitantes de Liliput confesaron no aguantar el olor que desprendía el cuerpo de Gulliver, Gulliver no soportará los efluvios de las enormes mujeres de la corte, ni la vista de sus senos sobredimensionados, ni los cráteres de su piel, ni el estruendo de su voz. La crítica (¿o deberíamos decir condena?) gana expresión en este momento, pues el juicioso rey de Brobdingnag, después de muchas conversaciones, termina comprendiendo, aunque de momento se trata solamente de Inglaterra, sus instituciones y su gobierno propios: «Mi pequeño amigo Grildrig, has hecho de tu país el más admirable panegírico. Has demostrado claramente que la ignorancia, la holgazanería y el vicio son los ingredientes necesarios para capacitar al legislador. Que quienes mejor explican, interpretan y aplican las leyes son aquellos cuyos intereses y habilidades consisten en pervertirlas, confundirlas y eludirlas. Entre vosotros advierto algunos rasgos de una constitución que originariamente pudo haber sido tolerable, pero que están medio borrados, y el resto totalmente desdibujados y emborronados por la corrupción.» En el segundo viaje, Inglaterra es Liliput, y el que ve desde muy lejos (el rey gigante) enuncia sus verdades sin tapujos. En cualquier caso, Gulliver aprende aquí no ya la pequeñez y la vanidad de lo semejante, sino su propia pequeñez y su propia vanidad, pues lo propio es visto desde ojos ajenos, lo cual no es solamente la manera de que lo propio se esclarezca, sino quizá también de que se vuelva soportable, pues Swift salva al hombre precisamente al condenarlo.

      En el tercer viaje tanto la topografía del país como los rasgos de sus habitantes son el producto constructivo del punto de vista distante. Ya no se trata de jugar con las perspectivas sino de hacer caricatura. ¿De qué? Nada más y nada menos que de «la ciencia y la filosofía». Estamos quizá ante la más cómica de las aventuras de Gulliver. Mencionemos primero la topografía: los sabios (músicos, matemáticos y astrónomos) habitan, como es obvio, no en la tierra sino en el aire: Laputa es una isla suspendida más allá del suelo, desconectada de la realidad, muy desconectada, demasiado desconectada, pues tan enfrascados están aquí los hombres en sus pensamientos sobre lunas y estrellas que lo que tienen alrededor les pasa totalmente desapercibido, por eso las casas están todas mal hechas y el aspecto de los hombres deja mucho que desear (los proyectistas de Lagano se parecen a los miembros del Frontisterio de Las nubes: pálidos, escuálidos y mal vestidos). Más triste aún es que los sabios de Laputa no sepan hacer cosa alguna sin la ayuda de un sacudidor o despabilador, es decir, un asistente que les golpea a cada paso los oídos y les sacude los ojos para que perciban las demandas de la realidad presente en lugar de la música de las esferas. En ninguna otra parte lo tienen más fácil las mujeres para engañar a sus maridos, y en ninguna otra parte se pierde más tiempo de vida por las cuestiones más remotas (¿colisionará un cometa con la tierra, aniquilándonos a todos?, ¿se agotará el sol por falta de alimento?). Los laputanos adolecen de ese mal de la excesiva distancia que amenaza desde el interior de la ciencia y la filosofía