al final, asaltada por la enfermedad, la locura y la muerte. En una segunda parte, aparece el reino de Fernando VI, una España más amplia y menos uniforme que lo que el denominado centralismo borbónico —un concepto muy moderno— ha permitido hacer pasar tópicamente a la opinión pública española. Pues no fue así. Los españoles de mediados de siglo rivalizaban ante todo por presentar a su lugar de origen, su patria, como la que había producido más glorias a España. Todos, desde los embajadores a los escritores —Nipho o Cadalso—, dejaron testimonios del orgullo que mostraba el español al hablar de su tierra. Feijoo hubo de saltar ya ante el exceso.
Porque, en efecto, la España de Fernando VI es variada y plural. Ensenada mira siempre a Cataluña, a la que hay que acercar al amor del amo, dirá; los diputados vascos rivalizan para que no se les prive del privilegio de ser los primeros en dar guardia a las personas reales; Madrid es corte, sí, pero también un enano que se agiganta día a día recibiendo contingentes de gallegos, cántabros, riojanos, después de que ha sido una esponja sobre todo lo que había a 200 kilómetros a la redonda. Cádiz es un hervidero de negociantes procedentes de toda la península y de las grandes casas comerciales europeas. En fin, la meseta cerealera, con tantos páramos y desiertos —los que más ven los viajeros extranjeros— es completamente diferente a la España costera de la pesca y el comercio, de las naranjas y el aceite, de los puertos —Barcelona, Bilbao, Cádiz, Valencia— y la burguesía.
Una última mirada a la sociabilidad —al contraste entre los viejos privilegios y los nuevos usos sociales—, al arte, la música, la literatura, ayudará a comprender al lector que solo la corte permite el encumbramiento de la sensibilidad y la inteligencia, pero que en tiempos de Fernando VI todavía se podía resistir con la pluma en la mano en la periferia: hay está Feijoo en su Oviedo, Mayans en su Valencia, Sarmiento en su Pontevedra. Pues hay academias y círculos ilustrados en Barcelona, en Sevilla, en Valladolid, en Cádiz, en Zaragoza. En Azcoitia, Peñaflorida ya ha empezado las primeras reuniones de lo que pronto será la Vascongada, la primera Sociedad de Amigos del País.
En suma, el avisado lector podrá ver en las páginas que siguen un rey y un periodo de la historia de España que probablemente le haga reflexionar sobre viejos conceptos siempre sometidos a revisión en un país que se prepara para dar la bienvenida al cuarto siglo borbónico y que todavía no ha acabado de ver claro lo que ya fue objeto de debate en tiempos de Fernando VI, en esa España que hemos llamado España discreta. Esta nueva edición, actualizada de la primera de 2001, conserva el buen tono de la España feliz en la que se escribió, cuando parecía que los españoles empezábamos a superar el viejo fatum, las ideas negativas sobre nuestro pasado; hoy, el fantasma de la frustración ha vuelto, España de nuevo se ha desorientado en el mundo, pero su historia no debe volver a ser el valle de lágrimas, ni el campo de batalla de sentimientos y agravios. Pues, como hubo una España con esperanza en el siglo XVIII, ha de haberla en este triste presente y en el futuro. La historia de España sigue siendo antes de nada un proyecto social.
I
EL REY
1
Historiografía
Mediocridad y consenso
La imagen que la historiografía ha trasmitido de Fernando VI y de Bárbara de Braganza ha gozado en todas las épocas de amplio consenso, lo que equivale a decir que la «feliz pareja» y su reinado han suscitado poco interés. Los historiadores no suelen discutir sobre unos reyes eclipsados por la imagen resplandeciente de su sucesor Carlos III y que, como mucho, venían a ser un eslabón entre el belicoso y extraño Felipe V —y su enérgica y poderosa mujer Isabel de Farnesio— y el ilustrado hermanastro, un rey de España que viene precedido por su fama napolitana y que ha gozado de biógrafos, panegiristas y, tras su muerte en 1788, de una desmesurada cohorte de profesionales del elogio fúnebre que ha llegado a nuestros días.
El conde de Fernán Núñez, embajador y primer biografiador de Carlos III, sería el primero en difundir con éxito de público los grandes logros del reinado ilustrado por antonomasia, inaugurando la línea historiográfica que ha convertido al xviii español en un siglo demediado, absolutamente desproporcionado. Desde entonces, su segunda mitad, agigantada, es ocupada en solitario por el rey ilustrado mientras todo lo anterior permanece bajo el dominio de una ilusionada espera. Inevitablemente, Fernando VI y su reinado quedaron convertidos en un contraste más a la espera de que Menéndez Pelayo, un siglo después, lo sentenciara por mediocre.
La poquedad del rey pacífico, todavía más acentuada para la posteridad por su penosa y larga agonía, por carecer de sucesión y por consentir el bárbaro testamento de su esposa a favor de Portugal, domina el «poco interesante» reinado. El rey era «hombre de bien», «muy amante de su familia», «esencialmente pacífico y propenso a llamarse amigo de todos», escribía Antonio Ferrer del Río en 1852 en su divulgada Historia del reinado de Carlos III en España publicada cuatro años después; pero, siguiendo la corriente general, el historiador reparaba en la reina, «de inteligencia limitada», que «influía en todas las determinaciones», y destacaba la hipocondria y la tendencia a la melancolía del regio matrimonio, causas de que rey y reina «languidecieran» al margen de los asuntos políticos, confortándose mutuamente y mitigando sus afecciones con los fastuosos espectáculos dirigidos por Farinelli.
En el balance final, resaltaban los logros de la paz fernandina y las pruebas de que mantenerla fue fruto no tanto de la tenacidad del rey como de su debilidad o, al menos, de su propensión natural. Así lo sentenciaba ya Ferrer del Río: «Satisfecho de reinar sosegadamente sobre los dominios que las guerras anteriores no habían segregado de su corona, supo acallar los afectos de hombre, cumplir las obligaciones de rey, ser insensible a los halagos, cauto contra las asechanzas y, siempre digno y al nivel de tan alto puesto como el trono, sacar ilesa de continuas acometidas y triunfante y fecunda en bienes la neutralidad española».
Con una óptica bien distinta, Wiliam Coxe había publicado en Londres en 1813 una obra basada en la documentación de los embajadores británicos que tendría gran difusión. Vertida al castellano en 1846 en la conocida edición popular España bajo el reinado de la casa de Borbón, Fernando VI aparecía como hombre débil, «frugal y económico» —lo que luego quedaría empañado por la codicia de la reina—, amante de la paz y cumplidor escrupuloso de su palabra. Afectado de «hipocondria», era todavía «más irresoluto que su padre» y, «a pesar de la docilidad natural de su carácter, experimentaba violentos arrebatos de cólera y de impaciencia». Finalmente, llegó a estar «persuadido de su incapacidad natural».
Sin embargo, W. Coxe resaltaba ya las realizaciones del reinado y atribuía al rey las virtudes más estimadas por el pragmatismo inglés; así, el rey se habría interesado por «un cuidado exquisito en cuanto podía contribuir a la mejora de la agricultura nacional», a la vez que era uno de los que más habían protegido «con mayor liberalidad las artes y la ciencias». En cuanto a la política exterior fernandina, Coxe incrementaba las filias inglesas de algunos ministros como José de Carvajal y Wall —por contraposición al afrancesamiento general—, dejando un terreno abonado para las controversias que han dominado la segunda mitad del XIX y buena parte del XX.
El rey eclipsado por sus ministros
Empleando a veces las mismas palabras y expresiones de Ferrer del Río, Modesto Lafuente (1806-1866) llevaba las líneas maestras del primer panegirista carolino al tomo XIX de su Historia General de España publicado en 1857, solo un año después del texto de Ferrer. La obra de historia general más conocida del XIX demostraba que su autor había pasado por encima al historiar el periodo fernandino. Le interesó más Carlos III, ya convertido en guía de progresistas, por lo que el liberal Lafuente le tributaba el tópico homenaje haciendo de los reinados anteriores una mera antesala: «feliz y provechosa preparación», «cimientos y bases», que «allanaron grandemente el camino para el más ilustrado y más próspero reinado de Carlos III».
Pero