vidrio se embadurnaba con la mezcla en un cuarto oscuro (el carromato), a continuación se protegía con una funda deslizable hasta que se introducía en la ranura de la cámara, se abría el objetivo, se exponía la placa a la luz durante unos diez o veinte segundos en los que había que permanecer inmóviles y se volvía a proteger la placa hasta que se secaba. Como habrán comprobado, el proceso era escasamente profesional, pues no se controlaban los tiempos de exposición (obturación) ni el tiempo en el que la placa debería estar impregnada de la emulsión.
Pero los problemas no acababan aquí, pues no era fácil controlar la nitidez de la imagen: los solados se movían y, si se tomaba en grupo, mucho peor. Aparte había que sumar las condiciones meteorológicas, como el viento, la excesiva exposición al sol, las irregularidades del terreno y la distancia en kilómetros del estudio fotográfico, a veces a más de mil kilómetros de los campos de batalla. Aun así, los fotógrafos se las ingeniaron para retratar de forma viva el sangriento conflicto, a veces bajo el fuego de los mosquetes y cañones, y por caminos impracticables cuando se transportaban sustancias delicadas. Si hubieran decidido plasmar las batallas, tendríamos hoy placas con nubes de pólvora y figuras duplicadas de soldados corriendo, como auténticos borrones. De ahí que la vida de los ilustradores estuviera mucho más en juego que la de los fotógrafos, pues se acercaban a la línea del frente con más desenvoltura. Apenas un carboncillo y unas hojas de papel enrolladas era toda la impedimenta que necesitaba un buen dibujante.
Pero las placas de cristal o de metal (ferrotipos) no eran comercializables, entre otras cosas, por su elevado precio. Así que se popularizó la carta de visita (carte de visite), que se ideó en Francia a mediados de la década de 1850. Consistía en una reproducción ilimitada de la placa original sobre papel. Para un soldado suponía una buena inversión, un recuerdo para su esposa, madre o prometida (establezcan su orden particular) y, sobre todo, para una celebridad: políticos, actores, oficiales del Ejército, escritores, cantantes de ópera, periodistas…como comprobarán, en nada se distanciaban de las postales, posters y, de paso, de las redes sociales en la actualidad, pero con olor a papel y en blanco y negro. Otras veces, no aparecen recogidos ejemplos en este libro, se engastaban los ferrotipos, como un marco actual, pero de metal dorado y se vendían a un precio más asequible al ser de menor tamaño.
Se calcula que hay más de cincuenta mil fotografías relacionadas con la guerra de 1861 a 1865: batallas, ciudades en ruinas, campamentos, caídos en combates, infraestructuras, hospitales, ejecuciones, prisiones… además de aquellas que se tomaron en la retaguardia, en los estudios de las grandes ciudades de la Costa Este, que seguían los gustos y necesidades de la población civil. Las fotografías obtenidas en los campos de batalla eran irreproducibles en los diarios y revistas de las ciudades industrializadas del Norte por una mera cuestión técnica que se solucionaría en la década de 1880; así que fueron muchos ilustradores los que se basaron en las placas de cristal para obtener bocetos que convertir más tarde en grabados. De esa forma un tanto rudimentaria los lectores de Nueva York o Chicago siguieron las evoluciones del conflicto a través de dibujos. Las fotografías se mostraron al público en exposiciones, recuerden la reñida disputa entre la pintura y la fotografía —como instrumento artístico— desde su invención.
Es aquí donde radica uno de los mayores atractivos de las imágenes de la Guerra de Secesión. El público vio los horrores de la guerra, pero no en la prensa, sino colgados de una pared en una galería de arte, como Los muertos de Antietam (1862), en la ciudad de Nueva York, de Mathew Brady. Mucho se habla de la falta de censura, de que los fotógrafos plantaron sus trípodes en cualquier lugar sin ningún tipo de indicación desde las altas esferas, y no es del todo cierto. El gran público contempló las instantáneas en la mayoría de los casos cuando la guerra ya había concluido, por muy escabrosa que fuese, su contemplación no fue mayoritaria. La censura no existió, como tampoco existe en regímenes totalitarios contra los libros de poesía, simplemente porque los leen muy pocos ciudadanos. Era un arte nuevo y una guerra nueva en la joven república de los Estados Unidos. Echen un vistazo a la II Guerra Mundial, no encontrarán imágenes parecidas en crueldad y dramatismo. No habría censura, pero sí manipulación. Los casos más conocidos son los del Timothy O’Sullivan (véanse las imágenes número 50 y 51), que no le importó mover cadáveres para que ocupasen mejor el encuadre o servirse de un mismo soldado muerto, cambiarle el uniforme y mostrarlo como caído del bando contrario, hermano contra hermano; o soldados muertos sin ningún síntoma de tumefacción, por lo que cabe pensar que escogió a modelos vivos. ¿Se puede considerar que estamos ante los inicios de la propaganda política? Evidentemente fotoperiodismo y propaganda política irían de la mano desde los primeros momentos.
Pero la guerra tuvo sus iconos o, mejor dicho, el icono por excelencia: el presidente Abraham Lincoln. Durante su niñez la coz de un caballo alcanzó al futuro presidente en la cara, desfigurándolo para siempre. Sus facciones eran asimétricas, el lado izquierdo del rostro era más pequeño que el derecho. Hasta el propio Walt Whitman dejó por escrito en su diario: “Al observar detenidamente varias de sus fotografías para comprobarlo, no pude menos que detectar cierto matiz africano”. Los asesores de Lincoln consiguieron que se dejara la barba para la campaña presidencial de 1860 y procuraron sacar siempre uno de sus perfiles. Utilizó su imagen a conciencia, pues hoy se conservan unas ciento veinte placas, y fue el primer político que se sirvió de su imagen personal para pegar carteles por las calles más pobladas del país. Su rival, John C. Breckinridge, consideraba más importantes las ideas que las imágenes (¡). Una vez ganadas las elecciones, el rostro de Lincoln fue muy reproducido. Cuarteles, hospitales, edificios oficiales contaron son su rostro, que también fue manipulado mucho antes de la era del pixel y de los escáneres. Presidencia e imagen, un binomio que sigue unido en el siglo XXI.
Los fotógrafos que captaron la Guerra de Secesión, como Andrew J. Russell, Mathew Brady, Alexander Gardner, George Barnard, Timothy O`Sullivan, James F. Gibson, John Reekie, George S. Cook o Robert M. Smith, por citar los más destacados, entablaron una guerra particular con el tiempo, pues entendieron que eran testigos de un acontecimiento único e irrepetible, la lucha entre estadounidenses en una guerra larga y sangrienta. Ciertamente consiguieron que lo que vieron sus ojos pasara a la posteridad. Hoy miramos las fotografías con admiración pues contienen un grado de verdad y cercanía que consiguen lo que sus autores se propusieron: documentar la realidad.
FOTOGRAFOS
El resultado del esfuerzo de los fotógrafos durante la guerra, tanto del Norte como del Sur, se puede apreciar en casi todos los textos de historia del conflicto, desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. Cualquier manual sobre aquellos dramáticos acontecimientos cuenta con sus imágenes y, en menor medida, con ilustraciones, pues el valor documental de la fotografía es altísimo para comprender el desarrollo del conflicto, así como sus actores y consecuencias. En cuanto a la fotografía como género informativo y, por qué no decirlo, artístico, la Guerra de Secesión es todavía hoy el conflicto armado mejor cubierto del siglo XIX. La labor de hombres que pusieron incluso sus vidas en juego presagió el desarrollo del fotoperiodismo de la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Corea y la guerra de Vietnam, por ejemplo. El número de fotografías de la Guerra Civil estadounidense, esto es, de la más conocida como Guerra de Secesión, que están disponibles contrastan sobremanera con la escasez de imágenes de otros conflictos posteriores como las guerras zaristas en Asia Central, la guerra franco-prusiana de 1870 y las diversas guerras coloniales que los británicos protagonizaron en África, poco antes de la guerra de los Bóer. Pero, como las guerras tienen siempre vencedores y vencidos, el Norte protagoniza la mayoría de las instantáneas conservadas. La decepción natural en el Sur por su derrota fue tal que los fotógrafos se vieron obligados a destruir buena parte de los negativos, al igual que los particulares destruyeron muchos de los objetos que pudieran considerarse recuerdos o reliquias de la terrible lucha, de esta forma se perdieron para siempre retratos de soldados o de la vida cuartelera.
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