Enrique Martinez Ruíz

La Guerra de la Independencia (1808-1814)


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como se apodaba al favorito, entre otras lindezas por el estilo.

      En definitiva, en los albores de 1808 habían confluido en España de manera dramática una crisis internacional y una crisis interna, en unos momentos en los que la Monarquía no era más que un peón de la gran partida que se jugaba, sobre todo, en Europa. Evidentemente, no eran las mejores condiciones para afrontar algo que iba a convertirse en una dura prueba.

      La negativa de Portugal a incorporarse al bloqueo continental decretado por Napoleón es el pretexto esgrimido para la invasión y conquista del reino luso. Con esa finalidad empiezan a llegar tropas francesas que atraviesan la Península camino de Portugal; el 17 de octubre Junot cruza la frontera al mando de 40.000 hombres y después de pasar por Vitoria, Burgos, Valladolid, Salamanca, Ciudad Rodrigo y Alcántara entra en Portugal y en una campaña fulgurante se apodera de Lisboa y del resto del reino –entre el 19 y el 30 de noviembre de 1807– pero no puede impedir que la familia real lusa escape a Brasil. Sin embargo, las tropas francesas no sólo no se retiraron, sino que siguieron entrando en España, sin que nadie acertara a entender su proceder. En efecto, después llegaron 130.000 hombres más con el pretexto de proteger los restos de la escuadra vencida en Trafalgar y anclada en Cádiz: Dupont con 45.000 soldados se situó en Vitoria y, luego, en Valladolid; Moncey con 35.000 se colocó entre Vitoria y Burgos y Duhesme controlaba la frontera catalana. El avance de Murat hacia Madrid fue la señal de alarma definitiva. Por iniciativa de Godoy, la Corte se trasladó a Aranjuez, pensando en salir hacia el sur y, llegado el caso, pasar a América, como hicieron los reyes portugueses.

      Pero el viaje no llegaría a realizarse, pues Fernando decidió aprovechar el malestar imperante, ya que la opinión pública consideraba que dicho viaje a Andalucía no era más que otra artimaña del extremeño para aumentar su poder y anular más aún a los reyes. En consecuencia, Fernando culpa al favorito de traición y ordena a sus seguidores evitar la salida de los carros hacía Andalucía, salida que al parecer estaba prevista para la noche del 17 al 18 de marzo de 1808. Esa noche empezó el denominado motín de Aranjuez, delante de la casa de Godoy, asaltada y saqueada, si bien el favorito logró ocultarse. A las 7 de la mañana del día 18, Carlos IV firmaba un decreto por el que exoneraba a su ministro, que apareció a las 36 horas, muerto de sed y no fue linchado por la turba porque la guardia de Corps lo protegió. El día 19 los tumultos rebrotaron; Fernando los apaciguó momentáneamente, pero el rumor de que Godoy salía para Granada renovó la agitación callejera, exigiendo la abdicación del rey, que completamente abandonado de todos cedió a la presión y abdicó a favor de su hijo Fernando, noticia que al difundirse transformó en manifestaciones de gozo y alegría la agitación y los desórdenes, que ya habían repercutido también en Madrid, con asaltos a las casas de los más conspicuos seguidores del ministro caído en desgracia… El día 21 un bando del rey “revolucionariamente” exaltado al trono, restablecía la calma; el 23 entraban en Madrid las tropas francesas al mando de Murat y al día siguiente llegaba el nuevo rey español en medio de un recibimiento delirante.

      No tardó en producirse el enfrentamiento entre Murat y Fernando VII, pues el mariscal declaró que no le incumbía reconocer al monarca y ofreció su protección a los reyes padres y a Godoy. Es el momento en que la crisis interna se conecta con la crisis internacional, ya que Napoleón tenía decidido dar el trono español a su hermano José, para lo que tendría que estar fuera de España toda la familia real borbónica, un designio que se vio favorecido cuando Carlos IV declaró nula su abdicación por haberla hecho presionado por las circunstancias y pensó en Napoleón como árbitro de la situación, acudiendo a Bayona, donde se encontraba el emperador de los franceses para pedirle su intervención.

      1 La sublevación de las trece colonias inglesas de América del Norte colocó a España en una difícil situación, pues si ayudarlas a lograr la independencia podría ser una forma de debilitar la presencia inglesa en la zona y aminorar su presión sobre los territorios españoles, también sería la manera de mostrar un camino que las colonias españolas podrían emprender en cualquier momento. Incluso descartando este peligro, España no podría respirar tranquila, pues la nueva potencia sería la heredera de la posición inglesa, de forma que los problemas habidos con Inglaterra podrían repetirse con la nueva república, como de hecho sucedió.

      2 La Revolución Francesa iniciada en 1789 es uno de los grandes hitos de la Historia Universal, alcanzando en muchos aspectos la categoría de mito (A. Gerad, La Révolution française; Mythes et réalités, (1789-1790), París, 1970). Así se explica el interés suscitado entre intelectuales de todo tipo y procedencia. De entre la numerosa bibliografía existente, sólo citaremos unas obras significativas. Conservan su interés los “clásicos” de J. Godechot, Las Revoluciones (1770-1799), Barcelona, 1974 y Europa y América en la época napoleónica, Barcelona, 1975. Véanse también M. Vovelle, Introducción a la historia de la Revolución Francesa, Barcelona, 1984 y La caída de la Monarquía, 1787-1792, Barcelona, 1979. Soboul, A., Histoire de la Révolution française, 2 vols. París, 1968 y Tulard, J., Napoléon et l’Empire, París, 1969.

      El comienzo de la crisis

      Los meses de marzo a septiembre de 1808 constituyen un periodo especialmente intenso para España, pues en muy pocos días se derrumba la organización institucional propia de lo que denominamos Antiguo Régimen, organización añorada por un sector de los españoles, mientras que el resto deberá elegir entre dos opciones de nueva creación: la que se propone por los españoles que tratan de dirigir la oposición suscitada contra Napoleón y la que ofrecen los Bonaparte y sus seguidores “afrancesados”. Tres procesos distintos que se desarrollan simultáneamente, con el telón de fondo de las primeras operaciones militares.

      ¿Cómo era la España que iba a soportar la Guerra de la Independencia? Lo primero que percibiría un observador que se aproximara a la España de 1808 es la existencia de una sociedad fragmentada y golpeada por la crisis, situación a la que llega con su propia dinámica interna y al verse afectada, de una parte, por un proceso general perceptible en todo el continente de forma más o menos aguda en cada zona y, de otra, por factores específicos que afectan a nuestra economía.

      La dinámica social española apunta en el cambio de siglo unas tendencias claras, pues hay un descenso de la nobleza, del clero y de los labradores, al tiempo que repuntan los sectores burgueses, pero no se produce ninguna modificación en las bases jurídicas de la sociedad, que sigue siendo estamental y basada en el privilegio, por lo que las fuentes del dominio social están reservadas a la nobleza, mientras el clero conserva un gran ascendiente entre la población, pese a que ambos grupos han sufrido una larga e intensa contestación en estos años, sin que su prestigio haya sido minado de manera significativa. La nobleza, tildada de inútil e innecesaria, es envidiada e imitada por la burguesía. La Iglesia, criticada por sus tierras y riquezas, conservaba su influencia social, aunque crecía el anticlericalismo en ciertos sectores cultivados.

      En el tercer estado apuntaba un grupo especial, llamado a tener un gran predicamento posterior, las denominadas clases medias, cuya consolidación vendría a demostrar que el nivel cultural y el bienestar económico fragmentan la homogeneidad del estamento. Propietarios de tierras, industriales, comerciantes y profesionales de carreras liberales y literarias miran hacia nuevos horizontes, cuya mentalidad característica empieza a configurarse gracias al reformismo estatal, al apoyo real a sus actividades y a su incorporación a la Administración, pero estaban aún muy lejos de alcanzar la significación que tendrían con posterioridad y numéricamente carecían de significado en un conjunto dominado mayoritariamente por los sectores más desfavorecidos: jornaleros, obreros, mineros, aparceros y pequeños propietarios, que eran los principales reductos del descontento, cada vez más propicios al conflicto. Pero también ellos distaban de concienciarse de la manera que lo harían décadas después.

      El proceso general europeo al que aludíamos es manifiesto desde 1760, cuando el crecimiento demográfico –España pasa de algo menos de 6.700.000 almas en 1768 a más de 10.500.000 en 1797, cifras significativas del fenómeno, aunque en su precisión sean algo