el universo entero. Pero desaparecer en manos de esa otra mafia significa muchas cosas antes de poder morir. Cosas que implican hombres sudorosos, y gritos, y golpes, y sangre, y lágrimas.
¿A quién llaman, en mitad de la noche ardiente, los niños que desaparecen? ¿Cuándo dejan de llamar? ¿A qué hora dejan de llorar?
En todas esas cosas pensaba Dibra cuando pensaba en Wole. Y yo sabía que, para ella, pensar en Wole era pensar en su mamá desaparecida, en su hermano desaparecido.
Por eso era importante. Por eso aquella mañana hicimos otra vez cola en el locutorio y pasamos bajo la mirada azul de Fabio hasta la cabina y escuchamos la voz del señor Tahiri.
–No, tu padre y tu hermano no han llamado, Dibra –decía la voz, que estaba cansada, que estaba preocupada.
–Ya, ¿y de los demás se sabe algo? ¿Del tío Pavli o del tío Gjon?
–No, Dibra.
Luego, el señor Tahiri volvió a preguntar si necesitaban dinero y Dibra volvió a decir que estaban bien. Luego salimos y yo miré la hora y Dibra se encogió de hombros y nos fuimos, muy despacito, a nuestra cola.
VEINTE
Quedamos en un punto muerto, entonces. En una especie de silencio. Uno que nos englobaba a Dibra y a mí, pero también a todo lo demás. Al campo, al mar de tiendas de campaña, y más allá: el saladar, los olivos, las dunas, las palomas torcaces.
Dibra, Nadia y yo nos convertimos en vagabundas.
Nos levantábamos muy temprano para ponernos pronto en las colas y así tener tiempo. Después caminábamos por el campo. Poco a poco fuimos saliendo de nuestro sector, entrando en zonas donde la gente tenía otros colores y otra forma de vestir y otros lenguajes. Mirábamos en todos los rincones. Si alguien hablaba nuestra lengua, le preguntábamos por Wole. En las paredes en las que se escribían mensajes, dejábamos notas para él. La gente nos miraba desde la puerta de las carpas y de las tiendas de campaña. Los niños pequeños, si nos veían pasar, detenían sus juegos, como si fuéramos arrastrando la tristeza detrás de nosotras. Algunas tardes atravesábamos la garita, bordeábamos la alambrada y nos perdíamos en el mar de tiendas de campaña. El corazón se nos paraba si veíamos una camiseta amarilla.
Otro día cruzamos la carretera y bajamos por las dunas y nos detuvimos a contemplar la playa. Luego, Dibra miró hacia el otro lado y las dos fuimos bajando, dejando el mar a nuestra izquierda. Allí había un puesto que la Cruz Roja había instalado años atrás, cuando llegaron los primeros refus y antes de que se montara el campo. Ahora estaba abandonado. Por ahí paseamos Dibra y yo. No había nada, solo jirones y sal y más tristeza. Luego nos sentamos un poco más allá, al pie de unas pitas.
–¿Qué es la amistad, Isata? –me dijo–. ¿La amistad es «me gusta jugar a las cartas contigo y que nos peinemos»? ¿O es «tengo una piedra en el corazón porque no sé dónde estás o si estás bien»?
Después estuvo mucho rato callada. A ratos yo veía que se le iba la mirada hacia un sendero que seguía la línea de la costa en dirección al pueblo. Me estremecí.
–Ven, te enseñaré una cosa –dijo.
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